Arcadio Gómez Gómez y Sebastiana Morales Pereira vivían en la calle Concepción Jerónima, en un edificio que se caía a trozos, junto al Ministerio de Asuntos Exteriores. La fachada, del color indefinido de la suciedad y el abandono, mostraba sus heridas con la serena complacencia de un leproso, desconchones superficiales, con los rebordes resecos, desprendidos del fondo, y otros más profundos, que en algunos lugares revelaban una amalgama grisácea que una vez debió de ser yeso o desnudaban la pared hasta dejar a la vista su esqueleto de ladrillo. Junto a uno de los balcones del primer piso se distinguían aún las huellas de un tiroteo. Debajo estaba el portal, con su puerta de madera repintada de marrón y una cerradura tan antigua que se abría con una llave de hierro grande y oxidada, con el extremo en forma de trébol. Arcadio, que siempre la llevaba en el bolsillo, tenía que luchar un rato con ella antes de entrar en un pasillo oscuro y húmedo que iluminaba inmediatamente para su hija, tanteando en la pared hasta dar con el interruptor que encendía una bombilla suelta, moribunda de luz amarilla. La escalera estaba al fondo, con sus peldaños de madera desgastada,
hundida en el centro de cada escalón, y una barandilla de hierro forjado que apenas servía de recordatorio de tiempos mejores. En el tercer piso, izquierda interior, siempre olía a comida y se escu–chaban gritos detrás de la puerta. Ésa era la casa de Arcadio. La de Sara no.
—¡Ay, hija mía, ay, ay! –la voz de Sebastiana, que echaba a correr por el pasillo apenas distinguía el eco del cerrojo, la saludaba antes que sus manos, siempre húmedas por más que las restregara una y otra vez contra el mandil de pescadero que se ponía para cocinar–. Pero, déjame que te vea… ¡Qué guapa estás! Si creo que hasta has crecido y todo, ¿no? A ver, déjame que te bese…
Su madre se arrodillaba en el suelo para abrazarla, y ella miraba desde arriba a aquella mujer mayor que era unos meses más joven que su marido. Sebastiana se recogía en un moño su pelo ralo, muy débil y mal teñido de marrón, para despejar una cara redonda, de mejillas abultadas, musculosas, que parecían empujar hacia dentro unos ojos pequeños y oscuros como dos botones. Su cuerpo tenía la misma calidad mullida, compacta, bajo la falda y la blusa de tela negra que parecían más rellenas de almohadas, o de esa lana apelmazada y blanda con la que se hacían los colchones de entonces, que repletas de carne auténtica. Sin embargo, nada en ella rezumaba ese poso grosero, grasiento, que impregnaba los hábitos de fray José. Sebastiana Morales siempre olía a limpio, a agua y jabón, y su gordura transmitía calor, constancia, una indefinible promesa de protección. Tal vez por eso, Sara soportaba peor sus besos, sueltos y sonoros, apretados, fugaces, pespunteados de palabras, que los sólidos abrazos de Arcadio, y cuando los ojos de su madre se ablandaban, cediendo a una emoción que ya no podía expresar con todas esas jubilosas exclamaciones con las que se había defendido al principio, ella sentía que los suyos empezaban a temblar. En ese momento, un instante antes de que empezara a ver borroso, su padre intervenía para separarlas.—Ya está bien, Sebas… No empecemos. Entonces la madre se levantaba con una agilidad sorprendente en un cuerpo tan pesado y se frotaba los párpados con la manga de su rebeca, mientras asentía con la cabeza para darle la razón a su marido, y mientras tanto, la hija se quedaba de pie, muy quieta, en el centro de aquel minúsculo recibidor, sin saber nunca qué decir, qué hacer, adónde ir después de tragarse deprisa las lágrimas. Jamás estuvo muy segura de lo que esperaban de ella en esa casa y por eso prefería no anticipar ningún movimiento, situarse a la espera de iniciativas ajenas para devolver gestos equivalentes, comportarse con prudencia y educación, como su madrina solía recomendarle cada vez que iban juntas de visita. Las comidas de los domingos no tenían nada que ver con aquellas meriendas de señoras solas que cortaban los bollos suizos con cuchillo y tenedor, pero Sara tampoco sabía cómo calificarlas.
Había aprendido en los cuentos sin madrastra, los únicos que le contaba su madrina, que los padres pobres, muy, muy pobres, lloraban mucho al despedir a sus hijos, y que si los echaban de casa cuando eran pequeños para que se
ganaran la vida por su cuenta, no era porque no los quisieran, sino porque no tenían nada que darles de comer.
Por eso no le gustaba la historia de Hansel y Gretel, ni la de Garbancito, ni todas esas aventuras de niños desamparados que acababan en el castillo de un ogro hambriento al que despojaban de todas sus riquezas. Al final, todos aquellos niños volvían a su casa cargados de oro y felicidad, y sus padres lloraban otra vez, de alegría, al recuperarlos, pero Sara no habría sabido a qué casa volver, sobre todo desde que se atrevió a darse cuenta de que en aquel piso de la calle Concepción Jerónima todos parecían comer dos veces al día.Aunque casi siempre creía estar segura de que no le habría gustado ser como ellos, a veces se preguntaba por qué sus cuatro hermanos mayores vivían con sus padres y ella estaba tan lejos, en otra casa, en otro barrio, con otra familia. Nunca se atrevió a exigir una respuesta concreta, sin embargo, porque se daba cuenta de que Arcadio y Sebastiana sufrían, cada uno a su manera, altivo él, tierno y seco al mismo tiempo, húmeda y mucho más humilde ella, cuando la recibían y cuando la despedían todos los domingos. Sus hermanos, en cambio, la trataban con una indiferencia que oscilaba entre el recelo de los mayores, a los que siempre vería como adultos hostiles, y la curiosidad de Socorrito, la más pequeña. Ella, que había nacido siete años antes que Sara, era la única que se acercaba a la niña por su propia voluntad, y siempre le daba un beso antes de quitarle el abrigo para ponerle encima de la ropa un babi viejo, siguiendo una instrucción de Sebastiana que a Arcadio le sacaba de quicio, aunque no se esforzaba por disimular el interés que impulsaba aquellos gestos. A Socorrito le gustaba toquetear las cosas de su hermana, esos sombreros que siempre hacían juego con sus abrigos, los guantes, los zapatos de charol, el monedero, y un misal forrado de piel blanca, con los cantos dorados y una pareja de angelitos en la portada, que casi siempre se olvidaba de entregar a su madrina al despedirse de ella. Doña Sara procuraba enviar a su ahijada a Concepción Jerónima con el atuendo más escueto de los posibles, y solía ponerle un traje de vestir de la temporada anterior aunque la falda le quedara corta o las sisas le tiraran un poco. Por eso Sari, como todos la llamaban allí, no tenía más remedio que defraudar, semana tras semana, las esperanzas de su hermana Socorro.
—¿Te has traído la Mariquita Pérez? –le susurraba al oído mien–tras la llevaba a la cocina, y cuando Sara negaba con la cabeza, daba un pisotón en el suelo y fruncía las cejas para mirarla con los ojos sesgados, encogidos en dos rayitas furiosas–. ¡Desde luego, qué antipática eres! —Es que no me dejan –se defendía ella entre dientes. —¡Jolines, con la tía esa!
¡Qué roñosa, y qué asquerosa, y qué…! Ni que fuera a comerme yo la muñeca, caray, ni que fuera a romperla. Con la ilusión que me hace… Tiene un abrigo como el tuyo, ¿a que sí?, con el cuello de mutón de ése, y el sombrero. Me encantaría verla.
Sólo tres o cuatro veces, durante toda su infancia, Sara logró sacar de contrabando alguna de sus posesiones de la casa de Velázquez, y antes que
ninguna, aquella famosa muñeca morena de pelo liso y ojos redondos que iba vestida como una niña de verdad, pero aunque la alegría de su hermana Socorro, los besos y abrazos por una vez rotundos, sinceros, con los que premió su hazaña, se le contagió más profundamente de lo que había calculado, no pudo esquivar el mordisco del remordimiento al pensar en su madrina, que estaría en la cama, con fiebre, echándola de menos y sin atreverse a sospechar el beneficio que había sabido extraer de su debilidad, la rapidez con la que se había decidido a traicionarla.