la omnívora curiosidad de Andrés.
—¿Y el ornitorrinco? –le preguntaba de pronto, como si ella supiera de lo que
estaba hablando.
—¿Qué?
—Pues el ornitorrinco, un bicho muy asqueroso que tiene tetas pero pone huevos,
y tiene un pico de pato, creo. Vive en Australia, pero no sale en este libro.
—¿Sí…? –los ojos de Sara recorrían el índice de ilustraciones una y otra vez,
siempre en vano–. Pues no sé. A lo mejor no se deja hacer fotos. O se ha
extinguido ya.
—No –respondía él, tan repentinamente seguro de su información como de la
dirección en la que soplaba el viento–. Me habría enterado. Aunque debe de estar
a punto, así que es una pena, porque me gustaría mucho verlo. En mi libro de
Naturales del año pasado viene sólo dibujado.—Bueno… Puedo intentar buscar
una foto suya en otro libro.
Lo que pasa es que aquí no es fácil, pero, en fin… Recuérdamelo cuando vaya a
Cádiz.
—O a Madrid –sugería Andrés, con los ojos repentinamente brillantes, porque le
gustaba imaginar que, algún día, ella lo llevaría consigo para enseñarle su ciudad–.
En Madrid sería más fácil.
—Ya… Pero la verdad es que no creo que vaya a volver a Madrid –Sara procuraba
desilusionarle con suavidad–. Por lo menos de momento.
—¡Ah! –se conformaba él, sin atreverse nunca a preguntar por qué, y se reponía
enseguida, diciendo que le encantaría volver a ver la foto de esa montaña tan
rara, tan plana como si le hubieran cortado el pico con un cuchillo.
Andrés aprendía deprisa, y repetía los nombres hacia dentro para que no se le
olvidaran. Ella le miraba, recordando la fuerza que hacía falta para masticar
tantos datos, tantos nombres, tantos títulos, para desmenuzar cada sílaba con los
engranajes del pensamiento y fijarla después en la memoria con los clavos de la
voluntad, y cada vez que el niño lograba encadenar un concepto con otro, o
cuando se atrevía a formular una suposición correcta en voz alta, Sara era quien
más se alegraba de los dos.
Tenía la impresión de que Andrés era un niño especial, de que su seriedad, su
concentración, su melancolía, eran apenas síntomas de algo más, una inquietud
que a veces parecía fronteriza con la angustia.
Quizás se trataba solamente de que ella era demasiado mayor para tirarse al suelo con él y desafiarle a una carrera de cochecitos, pero la herida parecía más profunda.
Las vidas difíciles fabrican niños difíciles, ella lo sabía bien, y la que le había tocado en suerte a Maribel no era de las fáciles.
—Pues… ¿qué quiere que le cuente? –la primera confidencia, que Sara provocó casi sin quereral preguntar por la identidad del padre del niño, deshizo en unas pocas frases el enigma vulgar de una historia como tantas–. Una ruina. A los catorce años dejé de estudiar. Los maestros decían que yo valía, pero en mi casa no estábamos lo que se dice bien, así que me coloqué enseguida en un supermercado, de chica de los recados al principio y de dependienta en la frutería después, y allí conocí al padre del crío, Andrés se llama, que es hijo de un transportista y trabajaba con un camión pequeño.
Le veía todos los días, porque nos traía pan de molde y bollos. Le llamaban el Panrico porque era muy guapo, tendría usted que verlo, guapísimo, no muy alto, la verdad, pero guapo de cara hasta aburrir, y con muy buen tipo, y muy flamenco, eso sí, todo el día de cachondeo por ahí, contando siempre que había dormido tres horas, que si había ido a ver los toros al Puerto, que si había estado de juerga en Jerez, que si había quemado la feria de Trebujena, que si era colega de Paula, que si de Camarón, que si el coño de su madre… Pobrecita, no debería hablar así, que va para cuatro años que se murió, y conmigo no se portó mal del todo. El caso es que a mí se me caía la baba con él, ¿sabe?, me encantaba escucharlo, con ese pico de oro que tenía, que convencía a cualquiera de que era un tío importante, de que él sí que sabía vivir y tratar a la gente, ya ve… Hasta me gustaba que ligara tanto, que estuviera todo el día liado con unas y con otras, que fuera contando por ahí cómo se lo hacía con las veraneantas, ea, fíjese, si sería yo imbécil. Me creía que lo iba a cambiar, que conmigo iba a ser distinto, que él tenía que saber que a mí me sobraban los planes, que eso es verdad, no es porque yo lo diga, pero en aquella época tenía que ir apartando a los tíos con las manos para pasar por la puerta de mi casa, yo, que con todos los hombres que tenía al retortero, me fui a quedar conel peor, que ahora lo pienso y fue como para haberme matado. ¡Vamos!
Y después, pues nada, empecé a salir con él, nos pusimos de novios, me regaló unos corales, me paseó por la feria a caballo… Eso sí, eso fue lo más grande que me ha pasado en mi vida, lo reconozco, pero en cuanto que nos bajamos del caballo, me quedé preñada. Hasta ahí todo muy bonito, pero luego… No quería casarse conmigo ni a tiros, ahora que…, ¡bueno se puso mi padre!, tendría usted que haberlo oído, y el suyo igual, por cierto, las cosas como son, así que nos casamos. No durmió tres noches seguidas en casa ni la primera semana, y cuando el niño tenía un año y medio, se largó para siempre. Se fue a vivir con una, dos calles más arriba de la nuestra, y cuando ésa se cansó de aguantarle y le echó, se lió con otra, que tiene un bar y traga con todo, que para eso le saca diez años por lo menos, y ahí está, viviendo en la carretera de Chipiona… Contó la historia entera de un tirón, jugueteando con la bayeta amarilla que
usaba para limpiar la encimera y sin quitarle el ojo de encima a su hijo, que leía un tebeo en el jardín, y Sara lo entendió todo excepto su serenidad, el tono neutro, insensible, trivial, con el que había devanado la escueta madeja de su pequeña vida miserable, la breve sonrisa que floreció en su rostro al recordar la hazaña de una mañana de feria. Después intentó imponerse al silencio ensayando otra, pero las comisuras de sus labios se torcieron hacia abajo antes de haber llegado a dibujarla del todo, y se pasó la bayeta de una mano a la otra como si estuviera ardiendo, antes de girar bruscamente sobre sus talones para lanzarse a limpiar, con una energía que tembló en todo su cuerpo, el mismo mármol que había limpiado antes de empezar a hablar.
—En la carretera de Chipiona… –repitió entonces, conun grumo espeso en la garganta–.
Viviendo como un chulo…, que es lo que es… Ahí terminó la conversación.
Sara nunca se atrevió a volver sobre el tema, pero recogió otros datos en la calentura de los ojos de Jerónimo, el solícito jardinero buscador de empleos, mientras seguían de lejos el taconeo de su prima, en el disgusto que fruncía un instante las cejas de Andrés si su madre se embutía en un vestido más ceñido de lo imprescindible después de quitarse la bata rosa que usaba para trabajar, en la terquedad de los ojos de una de las cajeras del supermercado, que la miraba solamente a ella cuando iban juntas a la compra, o en la sonrisa con la que su asistenta aceptaba los piropos de los vendedores ambulantes siempre que se encontraban en el mercadillo de los miércoles.
Maribel era muy joven, pensaba entonces, no hacía nada que no hiciera cualquier otra chica de treinta años, salir por la noche, ir a discotecas, ligar, tomar copas, pintarse, quitarse el sujetador cuando se ponía un vestido con escote, acostarse con hombres diferentes, que quizás le dejaban sin ganas de repetir pero con el deseo intacto de encontrar uno mejor, definitivo, distinto. Ninguno de estos hábitos tenía nada que ver con su hijo, ni con el deterioro de esas sortijas baratas, mordidas por la lejía, pero Sara estaba segura de que el interés de Andrés por Madrid, la insistencia con la que le pedía una y otra vez que le contara cómo eran las calles, las casas, los campos de fútbol, tenía que ver con el deseo de huir, de borrar sus huellas entre millones de pasos ajenos, aunque tal vez la vida nocturna de su madre no le doliera tanto como la escurridiza silueta de su padre, que se escondía a toda prisa en cualquier bar en cuanto le veía aparecer al fondo de una calle. Sin embargo, ella no podía hacer nada por aquel niño difícil excepto animarle a seguiradelante, siempre adelante, quererle con prudencia y prestarle atención.