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Fue Andrés quien puso a Sara en contacto con los Olmedo. Cuando la agonía de agosto empezó a dejar plazas libres en el aparcamiento y a sisar la luz de los atardeceres, el niño, que había seguido yendo con ella a la playa todas las mañanas incluso después de que su madre empezara a limpiar en casa de los recién llegados, le dijo que ya estaba harto de salitre, de arena y de caminatas a mediodía, y que además se le había pinchado la colchoneta, así que le apetecía

mucho más quedarse en la piscina de la urbanización. Tú puedes seguir yendo a la playa, si quieres, añadió al final, y a ella le hizo tanta gracia el carácter ambiguo de aquella frase, tan posesiva y tan tolerante al mismo tiempo, que decidió acompañarle, aunque ahora fuera ella quien iba detrás de él, y no al revés, como al principio del verano. Entonces, los dos se acostumbraron a ver a Tamara, que solía aparecer por la piscina a media mañana, casi siempre sola, con su toalla, su Barbie en biquini, y una fabulosa ametralladora galáctica de agua, con dos depósitos y tres cañones a diversa altura, que Andrés deseó con todo su corazón desde el instante en que la vio por primera vez. Sara le animó a pedírsela, y desde que se aliaron por primera vez en una guerra de agua, Tamara empezó a poner su toalla junto a la de Andrés todas las mañanas. Pero a aquella niña, que de cerca era casi insoportablemente guapa, no le gustaba mucho contar cosas de sí misma, de su casa, de su familia, y apenas recurría a Sara para que hiciera de intérprete cuando no entendía a su futuro compañero de clase, que hablaba muy deprisa y se comía la mitad de las eses. Su tío Juan, que a veces iba a buscarla y a darse un baño rápido antes de comer, confirmó en cambio, y con idéntica naturalidad, las dispares expectativas que Sa–ra y Maribel se habían forjado al verle por primera vez. Era un hombre atractivo pero serio, educadísimo pero distante, tranquilo pero de expresión preocupada, misterioso y corriente al mismo tiempo, sobrio por su propia voluntad y casi seductor a su pesar, un hombre alto, moreno y delgado, de aspecto muy joven aún a pesar de sus cuarenta años, que debería parecerse a todos los demás pero que por alguna razón no acababa de parecerse del todo, una indefinible cualidad que no llegaba a presagiar ningún acontecimiento extraordinario ni a merecer una atención especial.

Sin embargo, a lo largo del mes de septiembre, Sara empezó a mirar de otra manera a los Olmedo, como si sospechara que todos ellos, los vecinos de enfrente y ella misma, estaban tan abocados a convivir como los únicos supervivientes de un naufragio a los que un capricho del mar hubiera reunido sobre la playa de una isla desierta. La urbanización, que sólo unas semanas antes estaba llena de niños, de mujeres embarazadas, de ancianos bronceados, de padres en pantalón corto, se convirtió de repente en una maqueta de sí misma, un gigantesco decorado de casas simuladas, con sus jardines desiertos y todas las contraventanas cerradas, una súbita imagen del abandono que apenas corregían unos pocos cuerpos desorientados, cuya presencia parecía reforzar la inquietante espesura del aire en lugar de disiparla. La repentina irrupción del poniente, que infiltró el otoño en el interior de lo que aún debería haber sido una tranquila tarde de verano, se estrelló en la docena escasa de toldos que permanecían abiertos como un sonoro punto final.

A Juan Olmedo le gustaba su trabajo, y aunque no se resistía al clima de desaliento general que ensombrecía los últimos días de las vacaciones, solía reincorporarse a su rutina cotidiana de bata blanca y huesos rotos sin demasiado

esfuerzo. Aquel año, sin embargo, la fecha del primer día de septiembre temblaba entre sus sienes como la primera pieza de una espiral de fichas de dominó a punto de recibir el impacto de la canica que la derribará sin remedio, para que arrastre en su caída a todas las demás. Empezar en un nuevo hospital no le inquietaba mucho, porque todos los hospitales se parecen. Había calculado de antemano que la noticia de su vieja amistad con el jefe de servicio podría haberse adelantado a su llegada para tejer a su alrededor una red de celosas suspicacias, pero confiaba en quesu capacidad, y su nula ambición por ascender en el escalafón administrativo, disiparan pronto cualquier proyecto de enemistad. También sabía que estaba expuesto al dudoso privilegio de convocar el fenómeno contrario, un ambiente que se haría sofocante de puro solícito desde el momento en que cualquier enfermera hiciera correr la voz de que en Trauma había uno nuevo, soltero y sin pareja conocida, que no parecía homosexual, pero había trabajado durante muchos años en esa situación, y estaba seguro de que nunca rebasaría la trivial categoría de un contratiempo en comparación con todo lo que se le podía venir encima.

Le preocupaba mucho más tener que dejar a Tamara sola en casa durante tanto tiempo, por más que Maribel, aquella mujer que parecía tan eficiente, le hubiera asegurado que pasaría todas las mañanas a verla a primera hora, de camino hacia el número 31, y que tendría preparada la comida para cuando la niña volviera con su propio hijo de la piscina. En apariencia, la soledad de Tamara no iba a durar más de dos semanas, hasta que empezara el curso, pero Juan sabía que sería mucho más larga y aún no alcanzaba a vislumbrar su final. Los golpes que su sobrina había tenido que encajar en muy poco tiempo, la muerte de su madre primero, la de su padre después, habían intensificado su relación con él sólo a costa de convertirla en una dependencia casi enfermiza, un chantaje permanente, más propio de un bebé que de una niña de su edad. Juan comprendía que ella tuviera miedo de perderle, porque él era lo único que le quedaba, pero se sentía incómodo en el papel de rehén de su amor, y no tanto porque recortara la libertad a la que se había acostumbrado después de vivir solo durante tantos años, como porque la angustia que agrandaba los ojos de la niña cada vez que le veía arrancar el coche era apenas un guiño del demonio de la soledad, que laseguía acompañando a todas partes, como cosido a su sombra, para trazar un horizonte mucho más largo que sus dos últimas semanas de vacaciones. Sin embargo, estaba seguro de que el tiempo corría ya a favor de aquella niña cuya felicidad era tan importante para él, mientras seguía resbalando a cambio sobre Alfonso.

Por eso, y porque nunca dejaría de ignorarlo, era su hermano quien más le preocupaba. El primer día de septiembre, cuando entró a las siete de la mañana en su dormitorio y se lo encontró durmiendo boca arriba, destapado, con la chaqueta del pijama hecha un lío alrededor del cuerpo, echó de menos a un dios cualquiera al que rezar por él.

Después se sentó a su lado, le llamó por su nombre, le agitó primero con suavidad, luego con más fuerza, y encajó sin quejarse un par de patadas antes de

lograr que se incorporara. Lo primero que dijo Alfonso, con su voz deshilachada,

gangosa, más empastada aún por el efecto del sueño, fue que no quería ir, pero

cedió a la autoridad de su hermano mayor, que le obligó a levantarse, le arregló

el pijama y le llevó hasta la cocina. Allí, mientras preparaba el desayuno de los

dos, siguió escuchándolo.

—No quiero ir –decía sin cesar, y movía el dedo en el aire para reforzar su

negativa–. No, no, no. Me quedo aquí. Casa casita, casa casita…

Juan untaba mantequilla en el pan tostado y no hablaba, concentrado en taponar

de alguna forma el agujero que se había abierto en el lugar donde antes estaba

su estómago, aturdido por la piedad que se mezclaba con el miedo que se

mezclaba con la rabia que se mezclaba con el cariño que se mezclaba con la