tristeza cada vez que tenía que obligar a su hermano a hacer algo que no le
gustaba.
—Mira, Juanito, cómo se me caen las lágrimas. Por aquí… y por aquí, mira… Es
que no quie–ro ir, no quiero, no quiero, no…
quiero…, y ya está.
—¿Y por qué, Alfonso? –le dijo por fin, después de ponerle delante su taza de
leche con cacao y sentarse frente a él–. ¿Qué es lo que quieres? ¿Estar todo el día
solo en casa, aburrido?
—No me aburro. Veo la tele.
Sé cambiar de canal –y extendió el brazo derecho hacia delante, moviendo el
dedo índice en el aire como si estuviera apretando un teclado–. Chin chin, chin
chin, cambio yo solo, ¿ves? Chin chin…
Y ya está.
—Y quién te va a hacer la comida, ¿eh? A ver…
—Tú –y sonrió, muy satisfecho de haber encontrado la solución–.
Tú me la haces.
—Pero si yo no estoy. Yo me voy ahora a trabajar y no vuelvo hasta por la tarde.
—¡Tú! –chilló, mientras su llanto, manso al principio, crecía y se encrespaba–. ¡Tú
me haces la comida, tú, tú!
—No chilles, que vas a despertar a la niña… Yo no puedo, Alfonso, yo tengo que
ir…
—¡Tú! –chilló por última vez, antes de tirarse al suelo.
Media hora más tarde, Juan había conseguido vestirle y calzarle, aunque no logró
que se lavara los dientes. Ésa no fue la única represalia que su hermano ejerció
sobre él. No quiso acompañarle cuando subió un momento a ver a Tamara, y
aprovechó su ausencia para tirar al fregadero la taza que Juan le había dejado
preparada.
Como estaba hirviendo, para que conservara una temperatura agradable cuando
la niña se levantara de la cama, la leche le quemó la mano y todo volvió a
empezar.
—¿Quieres que me enfade, Alfonso? ¿Me enfado?
Aquella amenaza, tan eficaz como de costumbre, inauguró una etapa distinta.
Juan, que se sentía agotado apenas una hora después de levantarse de la cama,
condujoen silencio hasta El Puerto de Santa María mientras su hermano, sujeto
por el cinturón en el asiento de atrás, combinaba equitativamente las quejas y los
insultos en una salmodia sin principio ni final.
—Eres muy malo. Malísimo –repitió por última vez, cuando aparcaron delante del
centro.
Un día tan temible como aquél no podía haber empezado peor, se dijo Juan
Olmedo mientras empujaba la puerta de aquel edificio casi nuevo y muy limpio,
con grandes ventanales y aulas amplias, cuadradas, que le había gustado mucho
cuando lo visitó para gestionar el ingreso de su hermano, a primeros de julio.
Sorprendentemente, a Alfonso también pareció gustarle, porque dejó de llorar
para dedicarse a mirar a su alrededor con interés en cuanto pisó el vestíbulo. En
aquel instante, el día cambió de signo, como cambia la trayectoria de una pelota
que sólo llega a ascender en el aire después de haberse estrellado antes contra el
suelo.
Al identificarse en la secretaría, la señorita que le atendió le pidió que esperara un
momento y se acercó a Alfonso para preguntarle, con el tono firme pero sedante
a la vez que emplean los maestros para negociar con los niños pequeños, si no le
gustaría que le enseñara su clase. Todavía no habían llegado al pasillo cuando
una mujer enfundada en una bata blanca atravesó el vestíbulo para dirigirse a él.
—Buenos días, me llamo Isabel Gutiérrez –la recién llegada aparentaba unos
treinta y cinco años, no iba maquillada, se teñía discretamente el pelo, llevaba
una alianza de oro en la mano derecha, y transmitía una prometedora imagen de
eficacia–. Soy psiquiatra y subdirectora de este centro. Usted debe ser el señor
Olmedo, ¿verdad?
Acompáñeme por favor. Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre su
hermano, para que podamos enfocarnuestra actuación de la mejor manera
posible.
Mientras la seguía por un pasillo luminoso, jalonado por enormes aspidistras de
hojas oscuras, Juan tuvo tiempo para meditar sobre el término que aquella mujer
había escogido para definir su propio trabajo, y apreció el matiz que lo distanciaba
de otras palabras que no le habrían sorprendido, como tratamiento o programa.
Aquel detalle le relajó por dentro antes de iniciar una entrevista que el tono y la
actitud de su interlocutora mantuvieron siempre dentro de los tranquilizadores
límites de una conversación.
—Es usted médico, creo…
–comentó después de ofrecerle un asiento al otro lado de su mesa, mientras abría
la carpeta que contenía la historia de Alfonso.
—Sí, pero me dedico a recomponer huesos –contestó él, y ella sonrió–. Soy
traumatólogo.
—Muy bien, le aseguro que ya le llamaremos si algún día se nos rompe algo…
Vamos a ver. El estado de su hermano se debe a una anoxia perinatal, ¿verdad?
—Sí. Venía con una vuelta de cordón y no se dieron cuenta. Lo sacaron con
fórceps. En algún momento el oxígeno dejó de llegar al cerebro, no sabemos
exactamente por qué ni durante cuánto tiempo.
—Qué bestias…
—Pues sí, ésa es la verdad, que fue una burrada. El parto fue rapidísimo, era ya el
quinto. Mi madre dilató en el coche, camino del hospital, y la metieron
directamente en el paritorio. Sin embargo, no quisieron esperar. Optaron por el
fórceps enseguida. Debían tener mucha prisa, aquella mañana.
La doctora Gutiérrez consultaba sus notas, subrayando de vez en cuando algún
dato, sin mirarle a los ojos mientras le preguntaba.
—Fue su último hijo…
—Sí, y todos los demás partos fueron normales, buenos. Cuando nació Alfonso,
ella no se diocuenta de nada. No era una mujer culta, ¿sabe?, no tenía elementos
para comprender lo que le había pasado, y tampoco se atrevió a quejarse. Lo
achacó todo a la voluntad de Dios.
—Ya… Y lo crió como al resto de sus hijos.
—Exactamente igual.
—¿Alfonso siempre ha vivido en un ambiente familiar?
—Siempre –Juan identificó sin esfuerzo el sentido de la sonrisa con la que su
interlocutora quiso premiar aquella respuesta–. Primero vivió con mis padres y
luego, cuando mi padre murió, con mi madre, que se conservó muy bien, muy
fuerte físicamente, hasta que tuvo un derrame cerebral, hace siete años.
Entonces, Alfonso se instaló en casa de mi hermano Damián, que estaba
económicamente mejor que mis dos hermanas y vivía en un chalet muy grande,
con jardín, en el barrio de Estrecho, muy cerca de donde habíamos vivido todos
con mis padres, en una zona en la que todo el mundo conocía a mi hermano y él
se manejaba solo bastante bien.
Damián estaba casado con una chica que había sido vecina nuestra durante
muchos años, y que quería muchísimo a Alfonso. Se llamaba Charo, y él también
la adoraba.
Tenían una casa muy bien organizada, con una muchacha interna y otra que iba
por las tardes para cuidar de su hija, mi sobrina Tamara, que entonces era casi un
bebé, así que la llegada de Alfonso no modificó demasiado su modo de vida. Yo
soy el primogénito, pero vivo solo.
Bueno, ahora no, quiero decir que entonces vivía solo, y por eso…
No sé. Aquella solución parecía la mejor.
—¿Y qué pasó? –preguntó ella, y ante el silencio de su interlocutor, optó por una
aclaración innecesaria–. Se lo pregunto porque el caso es que ahora Alfonso vive
con usted.
—Sí –Juan tomó aire y contestó de un tirón–. Mi cuñada murió en un accidente de
coche, hace unaño y medio. Mi hermano, que iba conduciendo, sufrió lesiones
gravísimas, entre ellas un trauma encefálico que acabaría causándole la muerte
después de siete meses de agonía –ella no levantó la cabeza de la carpeta, ni