manifestó ningún interés por los detalles–. Entonces…, bueno. La situación de mis
hermanas no ha mejorado mucho. Las dos tienen tres hijos, y la pequeña está
divorciada. Yo siempre había estado más cerca de Alfonso. Pasaba parte de mi
tiempo libre con él, iba a buscarle los fines de semana, me lo llevaba a comer
fuera, al cine, a dormir a mi casa algún sábado que otro, hacíamos pequeños
viajes en los meses de buen tiempo… Procuraba ayudar a mi hermano y a mi
cuñada a sobrellevar la situación, darles algún respiro. Alfonso puede llegar a ser
agotador, ya se lo puede imaginar. Por otro lado, yo siempre tuve una relación
muy fuerte con Damián, sólo le sacaba once meses y conocía mucho a su mujer,
habíamos sido de la misma pandilla. Iba a verlos cada dos por tres, comía en su
casa los domingos, me quedaba con Alfonso y con la niña cuando no encontraban
canguro, esa clase de cosas… Mi sobrina solamente veía a mis hermanas en
Navidad, en su cumpleaños y en los de sus primos, así que, cuando se quedó
definitivamente sola, decidí hacerme cargo de ella y de Alfonso.
—Fue usted muy valiente.
—No –y entonces fue Juan quien desvió la mirada hacia el suelo–. Asumí mi
responsabilidad, simplemente.
—¿Y el cambio de aires? Supongo que valoraría usted que podría llegar a ser muy
perjudicial para su hermano.
—Ya, pero mi sobrina me preocupaba más –Juan también había previsto esa
pregunta–. A la niña le afectó muchísimo la muerte de su madre, y cuando al final
su padre murió también, se encerró en sí misma, no quería hablar con nadie,
empezó a ir muy mal en el cole–gio… Entonces pensé que le sentaría bien
cambiar de rutina, dejar de vivir en una casa llena de recuerdos de sus padres.
—Claro, claro, me hago cargo –la psiquiatra se disculpó a toda prisa, como si las
palabras de Juan hubieran puesto su prestigio en entredicho–. Perdóneme. Se me
había olvidado la niña, que ahora tiene… diez años, ¿no es así?
Comprendo bien su decisión. Y ahora vamos a hablar de Alfonso, cuénteme… A él
también le afectaría la muerte de su hermano, supongo.
—Sí, pero mucho menos que la de mi cuñada. Se lo advierto porque habla mucho
con ella, como si fuera su amiga invisible, ¿sabe?
Le cuenta lo que le pasa, se dirige a ella en la mesa para preguntarle si le gusta la
comida, nos pide que la avisemos para que vaya a darle un beso antes de
dormirse, ese tipo de cosas. La quería muchísimo, para él fue como una madre de
repuesto. Su relación con Damián era distinta. Él, en fin…
Damián era un hombre de mucho carácter, que podía llegar a ser muy brusco y
perdía la paciencia con facilidad. No es que no quisiera a Alfonso, sino que se
empeñaba en tratarle como si fuera una persona normal. Le exigía
responsabilidades que no podía asumir, le imponía normas que no podía
obedecer, se empeñaba en que comiera correctamente, en que anduviera
erguido, en que llevara siempre la camisa por dentro del pantalón, se ponía
furioso cuando la sopa se le derramaba por la barbilla…
Se detuvo al comprobar que la doctora le miraba ahora fijamente, al adivinar qué
motivos la habían impulsado a levantar la cabeza. Ya había previsto que aquella
cuestión saldría a relucir y había decidido ser sincero en beneficio de Alfonso, sin
maquillar la fealdad de unos hechos de los que se sentía de algún modo
responsable, ni cargar las tintas para reconfortarse íntimamente a sí mismo por
las oscurasrazones que aquella mujer nunca llegaría a conocer.
—Habría preferido no hacerle esta pregunta, pero espero que esté de acuerdo conmigo en que no tengo más remedio. Dígame la verdad, por favor… ¿Su hermano pegaba a Alfonso?
—Sí –Juan miró al frente con la misma firmeza que recibía de los ojos que le escrutaban desde el otro lado de la mesa–. Me da mucha vergüenza reconocerlo, pero es la verdad. Nunca delante de mí, claro, ni de su mujer, que se lo impedía siempre que estaba presente, pero… Tampoco se trató nunca de una violencia sistemática, no sucedía todos los días, ni siquiera todas las semanas, estaba más relacionado con estallidos repentinos de cólera. De vez en cuando, Damián sentía que ya no aguantaba más, y le pegaba, nunca palizas, sólo golpes aislados, hasta que se tranquilizaba de nuevo. Pero las amenazas sí eran frecuentes. Cuando Alfonso hacía algo que le parecía mal, Damián le preguntaba si quería que se enfadara… Él se comportaba como si no hubiera ningún problema, pero algunas veces yo conseguí obligarle a hablar en serio de ese tema, y hasta llegué a proponerle que ingresáramos a Alfonso en una residencia, aunque siempre se negó a aceptarlo. Él quería tener a su hermano en su casa, pero quería un hermano distinto del que existía de verdad, así que la situación desembocó enseguida en un callejón sin salida.
Damián tenía una personalidad bastante compleja, ¿sabe? Yo creo que no soportó nunca el hecho de ser el segundo, que hubiera dado cualquier cosa por cambiarse conmigo, por ser el primogénito. Tenía una especie de delirio patriarcal, quizás porque ganó mucho dinero desde muy joven, fue un típico empresario triunfador de veinte años, de esos que estuvieron tan de moda en los ochenta. Le gustaba ocuparse de mis padres, hacerles regalos caros, a veces innecesarios, regalar dine–ro a mis hermanas en Navidad, ser siempre el que aparecía con el juguete más caro en los cumpleaños de todos los niños, en fin… Aspiraba a ser el padre de todos nosotros y no estaba acostumbrado a que nada se le resistiera. El pobre Alfonso se le resistió, y ése fue el resultado. —Alfonso le tenía miedo –concluyó la doctora en voz alta. —Terror. No podía soportar estar a solas con él. Si había más gente delante no pasaba nada, pero cuando se quedaban solos, se echaba a llorar de repente, o se meaba en los pantalones, y eso empeoraba todavía más las cosas, claro. —Vaya… –dijo ella solamente, antes de escribir un largo párrafo en el margen de uno de los impresos de su carpeta–. Eso puede llegar a plantear inconvenientes graves, pero de todas formas no debe usted culparse por ello. Lamentablemente, es un hecho muy común, incluso entre personas cultas, de las que nadie esperaría esa actitud…
Prefiero seguir hablando de Alfonso. Usted le apuntó al autobús, y de ese dato deduzco que tiene un carácter obediente y una cierta autonomía. —Sí, estoy seguro de que es perfectamente capaz de adaptarse a hacer dos viajes diarios con otros compañeros. La semana que viene lo traeré yo, antes de ir a trabajar, y lo recogeré a la vuelta, pero me gustaría que después viniera ya en el autobús. He conseguido que en el hospital tengan en cuenta mi situación y me eximan de hacer guardias durante tres meses, hasta que Alfonso se adapte al
ritmo de aquí, pero es una circunstancia excepcional, que terminará después de
Navidad… Además, ahora tengo muchos más gastos que antes, y las guardias me
vendrán bien. He pensado en contratar a una persona para que duerma en mi
casa las noches que yo no esté, y creo que lo mejor es que Alfonso se habitúe lo
antes posible a una cierta independencia. Por eso he decidido queempiece hoy,
aunque sea viernes.
De todas formas, no creo que les plantee demasiados problemas. Los cambios no
le gustan nada, eso es verdad, no se siente seguro en ambientes que no conoce,
pero es bastante dócil y tiene buen carácter, sin grandes episodios de violencia.
Nunca se ha autolesionado, ni ha agredido a nadie. Se relaciona bien con los
demás, es muy cariñoso y también aceptablemente autónomo.
Controla los esfínteres, sabe vestirse, comer solo, lavarse los dientes, hacer
pequeños recados…
Tiene el nivel de un niño de cinco o seis años.
—Que no es poco –la doctora le dio la razón moviendo la cabeza–.