—¿Sí? –preguntó, tan perfectamente despierto como si no se hubiera acostado–. ¿Qué hay ahora?
—No, no es eso… Es que acaba de llegar su hermano, preguntando por usted. Por lo visto, algún familiar suyo ha tenido unaccidente, no me ha querido decir más. Está muy alterado. He venido corriendo a buscarle.
—Muchas gracias –Juan se levantó de un salto–. ¿Dónde está?
—Delante del control.
Bajo las luces atenuadas de una pálida madrugada de hospital, Damián caminaba
en círculo alrededor del punto en el que le había dejado la enfermera,
completamente solo en un desangelado pasillo de paredes verdosas, decoradas a
trechos regulares con listas de recomendaciones sobre cómo actuar en caso de
accidente, y gráficos de músculos y huesos reproducidos a todo color que a Juan
siempre le habían parecido más siniestros pintados así que al natural. Tal vez por
eso, al distinguir la figura de su hermano, que se movía sin cesar para no ir a
ninguna parte, atrapado en aquel lugar tristísimo, se dio cuenta de que aún era
capaz de sentir compasión por él, como cuando eran niños. El impacto que le
produjo la inesperada recuperación de aquel sentimiento le impulsó a besarle en
la mejilla en lugar de saludarle con una simple palmada en la espalda, y fue
consciente de que no besaba a Damián desde el día del entierro de su madre,
cinco años antes.
—¿Qué ha pasado? –preguntó luego–. ¿Alfonso?
Estaba seguro de que el protagonista de aquella emergencia era Alfonso. Tiene
que haber sido Alfonso, se dijo ya en el instante en el que la enfermera le anunció
que tenía visita, y se lo repitió, sin margen de duda, mientras sus pies salvaban
cada una de las baldosas que conducían hasta aquel pasillo. Alfonso era capaz de
cualquier barbaridad. Podía haberse quemado, podía haberse hecho daño al saltar
desde un mueble, podía haberse caído o hasta haberse escapado de casa,
cualquier cosa, esa certeza le tranquilizaba y le angustiaba al mismo tiempo, tiene
que haber sido Alfonso, se repitió por última vez mientras espera–ba la
confirmación de Damián, pero antes de que su hermano llegara a pronunciar una
sola palabra, sus ojos le anunciaron ya que estaba equivocado.
—No –aquella mirada desconfiada y furiosa no era la de un hombre simplemente
alarmado–. Charo.
—¿Charo? –Juan se clavó al mismo tiempo ocho uñas en las palmas de sus
manos, cuatro en la izquierda, cuatro en la derecha, pero no pudo controlar la
respiración, y se escuchó jadear mientras un repentino acceso de sudor rebajaba
aparatosamente la temperatura de su cuerpo–. Pero… ¿cómo?
—¡Eso me gustaría saber a mí, cómo! –la enfermera que había ido en busca de
Juan y ahora recuperaba su puesto tras el mostrador, chistó con el dedo índice
encima de los labios para reclamar silencio.
—No chilles, Damián –apostilló Juan, y sintió una feroz oleada de rencor hacia su
hermano–.
Estamos en un hospital.
—Lo siento –miró en dirección a la enfermera y continuó en un murmullo,
apretando las palabras entre los dientes para consolarse de no poder gritarlas–.
La Guardia Civil me ha llamado hace un rato para preguntarme si María Rosario
Fernández era familiar mía. Han confirmado el domicilio y todo eso, y luego me
han dicho que acababa de tener un accidente de tráfico en el kilómetro 11 de la
antigua carretera de Galapagar. Les he dicho que era imposible, que mi mujer se
había ido ayer por la tarde a Navalmoral de la Mata, a ver a su madre… El guardia
me ha dicho que de momento no podía decirme nada más. He llamado a Nicanor
para que vaya para allá, a hablar con ellos. Me ha dicho que podía pasar antes a
recogerme, pero yo prefiero ir contigo, por si es ella de verdad, para cuando la
lleven al hospital, enterarme bien de qué tiene, y todo eso… No sé, estoy muy
nervioso.
No sé qué pensar, ni qué hacer, ni… ¡joder¡Juan relajó la presión de las uñas y se
miró un momento las palmas de las manos, surcadas por ocho muescas
blanquecinas, mientras echaba de menos otras uñas más largas que clavarse en
el cerebro.
Luego sacudió la cabeza y se obligó a pensar, invocando mecánicamente la
disciplina que había acumulado en muchos años de urgencias.
—¿Cómo está esto, Pilar?
—Tranquilo –la enfermera, que había escuchado en silencio el monólogo de
Damián, miró el reloj–.
Yo creo que ya habrá pasado lo peor, son casi las seis y media…
Si quiere, puedo hablar con el doctor Villamil.
—No, gracias. Ya voy yo –entonces sujetó los brazos de su hermano con las dos
manos y le habló despacio, para estar seguro de que entendía todas sus
instrucciones–.
¿Has traído el coche?
—No.
—Mejor. Iremos en el mío, yo conduciré. Baja a la cafetería, pide dos cafés solos
dobles, tómate uno y espérame. Si crees que te va a sentar bien, pide también
una copa y bébetela, pero deprisa. Me queda una hora y media de guardia.
Tengo que avisar de que me voy, vestirme y tomarme un café, porque no he
dormido nada. En menos de cinco minutos estoy abajo. Lo mejor es que
lleguemos allí cuanto antes, porque en los accidentes suele haber mucha
confusión, y si ha estado implicado más de un coche, al final pueden hacerse un
lío con las ambulancias, o no acordarse de a qué hospital han llevado a cada
herido. ¿Has comprendido?
—Sí –Damián, que parecía más asustado ahora que antes de hablar con él, asintió
con una mansedumbre insólita desde la época en la que los dos iban juntos al
colegio, pero Juan necesitaba ya toda su capacidad de compasión para sí mismo.
Mientras informaba a sus compañeros de lo que había ocurrido, mientras se vestía
tan rápido como podía, mientras se bebía un caféque todavía estaba hirviendo sin
haber revuelto bien el azúcar depositado en el fondo de la taza, mientras pisaba
el acelerador de su coche para remontar la rampa del aparcamiento subterráneo
del hospital, Juan Olmedo trataba de desplazar todos los cadáveres que poblaban
su memoria con el recuerdo de todos los accidentados que habían logrado
sobrevivir ante sus ojos. Se aferraba a cada cama de hospital, a cada ejercicio de
recuperación, a cada lágrima furtiva, a cada sonrisa consciente, a cada jarrón con
flores, como a la única palanca capaz de hacer saltar por los aires otras tantas
imágenes de cuerpos sin piernas, sin brazos, sin ojos, sin cabeza, sin verdadero
cuerpo, todos los despojos privados de vida cuya muerte había visto certificar o había tenido que certificar él mismo. Nunca había estado sometido a una presión semejante, nunca se había sentido tan fuera de sí, nunca recordaba haber tenido tanto miedo como entonces.
Necesitaba gritar, maldecir al cielo, machacarse los nudillos contra el salpicadero, arañarse la cara, pero se estaba quieto, y conducía con toda la prudencia que era capaz de simultanear con la máxima velocidad del coche, y con toda la fe que podía improvisar. —No estará muerta, ¿verdad?
–le preguntó Damián, como si pudiera leerle el pensamiento, mientras desembocaban en la carretera de La Coruña–. Si se hubiera matado, me lo habrían dicho, ¿no? Juan le contestó sin volverse. —No lo sé.
Y sin embargo lo sabía. Sabía de sobra cuál era la mecánica que activaba cada accidente de tráfico, llevaba quince años formando parte de esa misma mecánica. Sabía que hasta que un médico de los equipos de asistencia en carretera no certifica la muerte de un accidentado, no se llama al juzgado, y que hasta que un juez de guardia no se presenta para autorizar el levantamiento de los cadáveres, no se pue–de notificar la muerte a los parientes de las víctimas. Sabía que nadie se despide oficialmente de la vida hasta que varios desconocidos consienten en que se haya muerto del todo, y que el primer tramo de la carretera de Galapagar depende de los juzgados de plaza de Castilla. Sabía que en el término municipal de Madrid las noches de los viernes y de los sábados son fatales, y que durante los fines de semana los juzgados están tan sobrecargados de trabajo como los servicios de traumatología. Sabía que el juez suele llegar tarde, y que los familiares casi siempre llegan antes que él. Sabía todo eso, pero no dijo nada porque se acordó a tiempo de cuántas veces él mismo había deseado que Charo muriera, que desapareciera, que se desvaneciera en el aire, que se mudara a la otra punta del universo. Recordó a tiempo todas las noches que había pasado en vela invocando su muerte, todas las copas que había alzado en el aire para brindar en su entierro, todos los timbres de teléfono que le habían torturado durante años enteros, todas las mesas de restaurante con dos cubiertos en las que había acabado cenando solo, todas las vidas a las que había renunciado, todas las novias a las que había dejado, todas las oportunidades que había rechazado para poder seguir gozando del glorioso martirio de los timbrazos equivocados, de las mesas solitarias, de las copas envenenadas, de las noches en blanco y del cuerpo moreno del amor de su vida. No se puede dimitir del infierno, se dijo Juan Olmedo cuando todavía estaba a tiempo, porque el infierno nunca se para, el infierno tiene piernas, dos largas piernas que imprimen para siempre su huella tensa, articulada y lujosa, en las retinas de los condenados, y siempre corren más que el más veloz de los incautos a los que han atrapado alguna vez, no se puede escapar del infierno, dejarlo atrás, confundirlo, negarse a él,negarlo, negarse a uno mismo. No se puede decir que no, porque el infierno no tiene oídos