Encendió un cigarrillo, aspiró un par de veces, alargó la mano que lo sostenía hacia su vaso, lo toqueteó hasta centrarlo perfectamente en el posavasos de cartón, lo desbarató todo al llevárselo a los labios, volvió a juguetear con los hielos todavía un rato, y la imagen de Charo bailando sola en el patio, ante un espejo rajado, de espaldas a la desesperación con la que él estrujaba su examen de biología, le acompañó en cada instante, en cada titubeo, en cada movimiento, aunque no hubiera hecho nada para evocarla. No, estuvo a punto de responder,
no la quiero.
Y sin embargo, quería acostarse con ella, pensaba en eso durante mucho tiempo, muchos momentos de cada día, todos los días. Seguía queriendo más, y seguir follándosela en la penumbra de una casa vacía, con las ventanas cerradas, las persianas echadas, como un país con reglas y sin nombre, sólo el escueto exilio de su propia cama.
La admiraba mucho, y le gustaba mirarla, verla tejer su tela sin prisas y sin pausas, jugar con ella, caer en sus trampas, observar sus reacciones de reojo. Era una mujer sin cultura, sin conversación, sin experiencias apasionantes que contar, sin enigmas insolubles que descubrir, ninguna dosis de fatalidad aprendida, pero sabía ser la más lista de los dos cuando hacía falta, y él se divertía mucho con ella.
—No lo sé –contestó después de un rato.
—¡Claro que lo sabes! –y entonces Miguel sí se rió–. ¿Cómo no lo vas a saber? –e hizo una larga pausa, en la que Juan no quiso añadir nada, antes de dar por zanjado el tema con una conclusión tan abrupta, tan imprevista como la pregunta con la que había comenzado, para darle a su amigo la oportunidad de reírse con él–. Está muy buena, eso desde luego…
Aquella conversación trivial, un episodio más, sólo un fragmento de la larguísima conversación que había cimentado su amistad con Miguel Barroso, y en la que las mujeres habían sido desde el principio un tema preferente, recurrente, adquirió una importancia con la que Juan Olmedo no contaba en el chiringuito de Punta Candor, mientras Andrés desenredaba en voz alta, ante él, aunque no exactamente para él, la enrevesada madeja de su fe y de sus culpas. Aquel niño delgado y serio, estudioso y responsable, callado y tenaz, no podía saber lo que su madre le pidió una tarde de marzo, ni lo que le ofreció a cambio. Cuando se acabe, se acabó. Juan recordó aquella frase palabra por palabra, el sonido de cada letra, de cada sílaba, la ambigüedad de la coma, la rotundidad del punto. Andrés no podía saberlo, y si alguien se lo contara, tampoco podría entenderlo, y sin embargo, Juan percibía en sus silencios, en sus pausas, en el ritmo de su respiración, que él también había intervenido en esa historia, que había estado presente en su génesis y en su desenlace, que había representado sin saberlo un papel cuyo carácter podía adivinar sin dificultad. Cuando Maribel tomaba tantas precauciones para que nadie les descubriera, cada vez que lo citaba en la gasolinera que estaba a tres manzanas de su casa, o le cedía la plaza delantera del coche a alguno de los niños, o se distanciaba de él para emparejarse con Alfonso si iban andando por el pueblo, Juan pensaba siempre en ella, en su madre, en su hijo, en sus vecinas, y creía que intentaba proteger su propia reputación.
Nunca se le había ocurrido que pretendiera a la vez protegerle a él mismo, mantenerle lejos de las sospechas de Andrés, del despecho de su marido. Siempre había estado seguro de que su reputación les traía a los dos sin cuidado, pero la certeza de que Andrés le despreciaba, de que su padre le había enseñado a despreciarle, le dolió más de lo que habría calculado si hubiera llegado a
imaginarlo alguna vez. Tú y yo somos del mismo equipo, Andrés, había pensado
mientras el niño empezaba a venirse abajo, del bando de los buenos chicos, de
los que estudian mucho, de los que van desarmados, de los que se dejan
engañar. Tú te pareces a mí más que a tu padre, no te equivoques.
Le hubiera gustado decirle algo así, sacudirle y protegerle al mismo tiempo con
alguna de aquellas sentencias clásicas, proverbiales, rotundas, pero no se atrevió
a decirle nada. Cuando se acabe, se acabó. Maribel no sabía lo que significaba
aquella frase en el instante en que la pronunció, pero seis meses después, el día
que salió del hospital, era muy consciente de lo que decía al reconocer que él
había tenido razón al principio, cuando le advirtió que lo que habían hecho era
una burrada. Juan Olmedo lo comprendió todo antes de que aquel niño tan
inteligente encontrara la manera de obligarle a definir la relación que estaba
dispuesto a mantener con él, con su madre. No sé lo que somos, le había dicho, y
Juan, que mientras le veía llorar, había tenido tiempo para preguntarse si lo más
sensato no sería quizás dejar a Maribel, y para sucumbir, antes incluso de
encontrar una respuesta, a un deseo súbito e ingobernable de acostarse con ella,
le había contestado que lo importante era que estaban bien.
Y vamos a seguir estando bien, había añadido, y al hacerlo, se dio cuenta de que
acababa de comprometerse con aquel niño más de lo que nunca se había
comprometido con su madre.
Al día siguiente, cuando volvió de trabajar, se la encontró sentada en el bordillo
de su plaza de aparcamiento.
—¿Qué haces aquí? –estaba tan conmovido aún, tan abrumado por la confesión
de su hijo y tan contento de verla, que la abrazó y la besó en los labios a pesar de
que estaban al aire libre, y por tanto, aunque en el aparcamiento no hubiera
ninguna persona más en aquel momento, según su inflexible teoría cualquiera
podía verles.
—Estaba esperándote –ella no le rechazó, no le regañó ni apartó la cara para
esquivarle–, quería darte las gracias por lo de ayer.
Andrés me lo contó todo, al volver. Ya pensaba que no iba a decírmelo nunca.
Juan miró el reloj. Tamara tenía que estar en casa, Alfonso también.
—Vamos a tomar algo al bar del hotel, ¿quieres?
Él había quedado con ella en el pueblo dos días antes, le había repetido lo que
Tamara le había contado, que Andrés no iba a clase, que se pasaba los días
vagando por el polígono, que había tirado la bicicleta en un contenedor.
Ella asentía despacio con la cabeza, como si no se estuviera enterando de
ninguna novedad. A mí no me cuenta nada, dijo al final.
Juan se ofreció a hablar con él antes de que su tutor o el director del colegio lo
citaran en un despacho, delante de ella, y Maribel, después de pensarlo un
momento, aceptó con otro movimiento de cabeza. Puede ser buena idea, sí, si no
te importa…, a lo mejor contigo sí quiere hablar, pero ni siquiera entonces le
contó lo que ya sabía, lo que a la fuerza tenía que saber, como si quisiera
demostrar que estaba dispuesta a ser leal a su hijo hasta más allá de lo
razonable. Cuarenta y ocho horas más tarde, fue casi completamente sincera con
él, sin embargo. Reconoció que su hijo había estado rarísimo todo el verano, que
ella sabía que su padre le estaba sorbiendo el seso, que mientras lo veía recorrer
la casa sin hacer ruido, mudo y ciego, blanco y pálido como un fantasma
sonámbulo, se había dado cuenta de que estaba avergonzado y que se imaginaba
muy bien por qué.
Pero no supe convencerle de que él no tenía la culpa de lo que había pasado,
añadió al final, sin querer ser más explícita.
—Anoche nos dimos muchos besos, muchos abrazos, y los dos lloramos mucho.
Hemos dormido juntos, ¿sabes?, y sin embargo, esta mañana, ha desayunado y
se ha ido al colegio sin decir ni pío –entonces miró el reloj, como si quisiera darle
a entender que tenía que marcharse ya–. Lo está pasando muy mal, peor que su
padre… Eso es lo que más rabia me da.
A continuación, en un arranque insólito, sacó un billete del monedero, cogió la