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se veían. Al despedirse, había prometido volver en Navidad, pero ya sabía que no

podría hacerlo. Después de un trimestre de horario especial, durante el que había

trabajado menos horas que sus demás compañeros de servicio y había estado

fuera de los turnos de guardias, no podía ausentarse del hospital ni un solo día

más de los festivos que le correspondieran.

En Semana Santa acababa de estrenar a Maribel y ni siquiera lo planteó, pero en

verano fue Tamara la que se negó a visitar a su familia. Sí, hombre, le dijo, ahora,

precisamente ahora, que es cuando se está bien aquí… Que vengan ellos, que

para eso vivimos en la playa ¿no? Cuando le explicó lo de la boda, se puso muy

contenta, en cambio. Andrés estaba en casa, estudiando, tenían un examen al día

siguiente. Te vas a Madrid, qué suerte, dijo, y miró hacia sus zapatos. Lo demás

vino rodado. Juan seguía sintiéndose en deuda con él, sabía que aquel viaje le

apetecía más que una bicicleta nueva, se pasaba la vida contestando a sus

preguntas, completando el plano de una ciudad ideal, que no conocía y que sin

embargo ya debía saberse de memoria. Un pasajero más no alteraba sus planes.

Pensaba viajar en coche y alojarse en un hotel, porque Trini no podía ocuparse de

ellos, en casa de Paca no cabían los tres, y no tenía sentido abrir la de Damián

para cuatro noches.

Cruzó una mirada con Tamara antes de invitarle. ¿Quieres venirte con nosotros,

Andrés? Hacía mucho tiempo que no veía una expresión de vitalidad semejante a

la que iluminó la cara del niño cuando aceptó.

Esperaba ver algo parecido en la de su madre, pero las cosas no salieron como

había calculado.

—¿Quieres venirte ahora, conmigo?

—¿Yo? –se deshizo de su abrazo como si su piel le estuviera quemando, se

incorporó hasta quedarse sentada en el centro de la cama, le miró con los ojos

muy abiertos, una expresión incrédula en la boca–. ¿Ahora? ¿A la boda de tu

hermana? –Él asintió, y ella entonces negó con la cabeza–. No, yo… ¿Pero tú te

has vuelto loco?

No puedo ir.

— ¿No quieres venir? –él le devolvió una mirada atónita, tan frustrada como la

que habría exhibido el hada madrina si, después de verla aparecer, Cenicienta le

hubiera confesado que, bien pensado, aquella noche le apetecía más quedarse en

casa, fregando los platos.

—No… Yo… Claro que quiero –volvió a recostarse muy despacio, dejó que él la

tapara, que la abrazara para devolverle el calor que había perdido fuera de la

cama–. Lo que quiero decir es que me gustaría mucho ir contigo a Madrid,

muchísimo, me encantaría ir, pero no puedo.

—¿Por qué?

—Pues porque no, porque yo…

–estaba a punto de decir algo distinto, pero se corrigió sobre la marcha–. ¿Qué

iba a decir tu hermana?

—Pues que mucho gusto en conocerte, supongo.

—No, yo me refería a la otra.

—La otra ya lo sabe. –Ella cerró los ojos, él sonrió–. Lo sabe todo. Siempre me

pregunta por ti cuando hablamos por teléfono.

Era verdad. Cuando las presentó, Juan le había dicho que Maribel era la madre de

Andrés, sin dar más datos, pero Paca, que era su hermana favorita y la única con

la que seguía llevándose bien desde que ambos eran adultos, se dio cuenta

enseguida de que allí pasaba algo más, y él le contó la verdad, que Maribel era su

asistenta y su amante a la vez. Ella le puso una mano en el hombro y los ojos en

blanco, movió la cabeza como si no se lo pudiera creer, y abrió la boca. Pero,

bueno…, le preguntó cuando consiguió volver a cerrarla, después de un rato,

¿qué te pasa a ti, Juanito? ¿Es que eres incapaz de ligarte a una chica normal, de

las quinientas mil que van andando por la calle? Juan tardó un instante en

responder. Maribel es una chica normal, dijo, y estaba muy tranquilo, sonreía, ¿o

no? Su hermana ya no quiso añadir nada. Le pidió que no se lo contara a nadie,

ni a su marido, ella le preguntó que por quién la tomaba, y él comprendió que

antes o después reventaría por algún lado, porque aquél era un secreto

demasiado fuerte, demasiado apetitoso, demasiado tentador como para conservar

su forma original durante mucho tiempo, pero a la vez se dio cuenta de que no le

importaba lo que contara.

—Ya…, pues…, pues eso –Maribel estaba muy nerviosa, más nerviosa de lo que él

había llegado a verla nunca, aunque siguiera sin entender muy bien por qué–. Se

lo habrá contado a todo el mundo…

—No.

—Sí.

—No. No se lo ha contado a nadie. Estoy seguro.

—De todas formas. Si los niños fueran pequeños, tendría arreglo… Podrías decir

que te acompaño para cuidar de ellos, pero con lo grandes que son ya, nadie se

iba a creer eso, claro…

—Maribel…

Pero ella ya no le miraba. Se había vuelto a zafar de él para tumbarse a su lado,

boca arriba, muy quieta. Tenía los ojos fijos en el techo, y los movía deprisa.

Estaba tan nerviosa como antes y extrañamente triste, de repente.

—Maribel… –repitió él, y la sacudió suavemente para obligarla a mirarle–. En

Madrid nadie te conoce, nadie sabe que eres mi asistenta.

Ella le respondió girando todo el cuerpo hasta colocarse de perfil sobre la cama, y

se pegó mucho a él mientras le sujetaba la cara con las dos manos.

—Pero yo lo sé, Juan –dijo entonces–. Yo lo sé.

En aquel momento, Juan Olmedo adivinó lo que sucedería antes o después.

Mientras ella le besaba, y se encaramaba encima de él, y trataba de consolarle,

de compensarle por lo que nunca había entendido, por lo que en aquel instante

acababa de entender, adivinó que no les quedaba mucho tiempo, que antes o

después tendría que elegir, pedirle que se buscara otra casa para limpiar o que se

instalara en la suya y cambiara de trabajo, y cuando su sexo reaccionó por él,

cuando acaparó su sangre, y tensó su vientre, y ordenó a sus manos que

aferraran por las caderas a aquella mujer para determinar un ángulo exacto, y

entró en su cuerpo, y probó que era tan dulce y tan caliente como lo recordaba durante todos esos momentos de cada día en los que se descubría pensando que quería acostarse con ella, su conciencia lo recorrió por dentro, de punta a punta, intentando hallar en alguna parte un resquicio de aquello que el amor había sido para él, y no encontró ningún rastro de aquel fervor, de aquel dolor, de aquella gloriosa intuición de su propio acabamiento. No estoy enamorado de ti, pensó, pero su cuerpo era dulce, y era caliente, y sabía hablar, cantar sin palabras, mecerle en una música interior, una armonía humilde y luminosa, y ni el más imbécil de los hombres sería capaz de renunciar a una mujer así mientras iba adquiriendo ese extraño poder, no estoy enamorado de ti, repitió, mientras la besaba, mientras la abrazaba, mientras la hacía rodar sobre la cama para obligarla a hacer las cosas a su manera, pero ni siquiera entonces Charo vino en su ayuda, aquella vez ya no, ya no la vio bailar, ni pintarse los labios, ni pedirle en un susurro que se acercara, que la besara, que se jugara la vida por ella. Cuando abrió los ojos, sólo vio a Maribel a punto de deshacerse, y un hilo de baba transparente en su barbilla.