Ella se lo pasaba mejor que él, pero la intensidad de su placer fue suficiente para que se sintiera ruin, miserable. Eso no cambió su percepción de las cosas, sin embargo. Él no era capaz de mantener indefinidamente aquella situación, lo había sabido desde el principio, desde que aceptó un caramelo envenenado, ese pacto que acabaría haciéndose invivible, asfixiándole por dentro de puro fácil, de puro cómodo. Nadie puede edificar su casa en el rigor de una paradoja. No quería dejar a Maribel, no se le ocurría una idea más imbécil, y sin embargo, sabía que la mujer que se levantara a su lado todas las mañanas y empezara a vestirse sin elegir la ropa interior que iba sacando del cajón, no sería la misma, aunque siguiera babeando por las noches. Él nunca había vivido con una mujer pero ya era demasiado mayor para pedir otra baraja. Tenía cuarenta y un años y conocía bien las alternativas, las batas blancas que nunca le habían dado buenos resultados, la carretera de Sanlúcar que le inspiraba una pereza sobrehumana. No le quedaba mucho tiempo, y pasara lo que pasara al final, todo sería culpa suya. Mantuvo a Maribel abrazada contra sí y cerró los ojos. Sentía que antes o después se vería obligado a elegir entre dos errores, y no sabía cuál de los dos sería peor. Maribel eligió ese preciso momento para volver a hablar. —Lo he estado pensando y…
Bueno, la verdad es que yo me iría contigo a cualquier sitio. Así que, si quieres seguir llevándome, sí que me voy contigo a Madrid.
Al encajar aquel golpe bajo, Juan Olmedo no protestó, no dijo nada. Ni siquiera que cada día la admiraba un poco más. Le quedaba poco tiempo, pero estaba dispuesto a apurarlo hasta el final.
Un final
Sara Gómez le vio a través de los barrotes de la verja, parado ante la puerta del
jardín, cuando salió un momento después de comer, para asegurarse de que no había dejado fuera nada que pudiera estropearse con la lluvia. Los meteorólogos de la televisión habían anunciado levante moderado en el Estrecho para la segunda mitad del puente, pero ya estaban a viernes, durante toda la mañana había soplado un poniente frío y húmedo, de componente sur, y Sara no necesitaba a ningún experto para adivinar que aquella tarde iba a llover. Por eso salió al jardín, y entonces le vio, un hombre maduro, más alto que bajo, bastante gordo y bastante calvo, el cuerpo cubierto por un anorak ligero de color rojo, los ojos por unas gafas de sol de varillas muy finas y cristales opacos, tan incompatibles con el color del cielo de aquella tarde como su presencia de paseante ocioso en las calles de una urbanización desierta, cuando hasta los gatos del vecindario habían encontrado ya un rincón donde refugiarse. Estaba segura de que nunca le había visto por allí. Las casas que seguían habitadas en invierno eran tan pocas que sus ocupantes conocían de vista a las asistentas, a los amigos, a los familiares que solían visitar a cada uno de sus vecinos, y él no formaba parte de aquella lista. Si ha venido a echar un vistazo para comprar o alquilar una casa, no ha elegido el mejor día, pensó Sara, mientras comprobaba que los toldos estaban bien enrollados, y apilaba en una esquina del porche los cojines de los muebles del jardín. Luego, al mirar el reloj y comprobar que eran las cuatro en punto, la hora a la que empezaba una película que tenía intención de ver, entró en su casa y se olvidó de él.
Alfonso Olmedo estaba sentado en el sofá, delante del televisor, con los brazos caídos sobre la manta y muy mala cara todavía. El aire de fragilidad, de desvalimiento, que suele sobrevivir a los síntomas de la gripe incluso en los rostros más saludables, se acentuaba al superponerse a la expresión de sus ojos, de sus labios, tan frágiles y desvalidos siempre. Sara se sentó a su lado, le cogió una mano y le limpió con la otra el sudor que empapaba sus sienes. El día anterior no había tenido fiebre, ni siquiera una décima, pero ella seguía cumpliendo a rajatabla las instrucciones que Juan había dejado escritas a mano, con mayúsculas, en un folio que pegó con un imán sobre la nevera, y le había dado un antitérmico después de comer. —Va a llover, ¿sabes? —¿En Madrid también?
—No. En Madrid creo que no llovía. Tu hermano me ha dicho antes, cuando ha llamado por teléfono, que hacía frío pero buen día –entonces cogió el mando a distancia que estaba encima de la mesa y se lo dio. Sabía que le gustaba mucho cambiar de canal–. Pon el cinco, anda.
Alfonso sonrió, haciendo avanzar las imágenes con impulsos de su dedo índice, hasta que se detuvo ante la imagen de un barco con las velas henchidas que avanzaba lentamente hacia la cámara. —¿Es de guerra? –preguntó. —De piratas, creo… —Qué bien. Volvió a coger la mano de Sara y sonrió.
—Dentro de un rato podemos hacer palomitas, si quieres. Apretó la mano entre sus dedos y volvió a sonreír. No parecía disgustado por haberse quedado con ella en la playa mientras los demás se iban a Madrid, a la boda de su hermana, y Sara se alegró de que Juan no hubiera suspendido el viaje, porque la verdad era que no estaba dando guerra. No había creído que pudiera recuperarse tan pronto cuando le vio en la cama, el lunes por la tarde. Tamara y Andrés habían ido juntos a darle la noticia, Alfonso se ha puesto malo, tiene la gripe, Juan dice que no nos podemos ir a Madrid, ¿qué te parece? Una putada, pensó ella, menuda putada, pero no llegó a decirlo, porque los dos parecían tan desolados como si hubieran perdido hasta las fuerzas justas para protestar, y hablaban en un murmullo desesperanzado y tenue, como dos viejos debilitados y muy bajitos.
Alfonso tenía tanta fiebre que sólo con acercarse a su cama, antes incluso de tocarlo, Sara se dio cuenta de que estaba ardiendo. El martes se levantó igual de mal, pero por la tarde la fiebre le subió menos que el día anterior. Los niños, que hacían guardia en el sofá del salón, al acecho de cualquier novedad, cualquier indicio de mejoría, se lo dijeron en cuanto la vieron aparecer por la puerta, pero Juan se apresuró a desilusionarles en voz alta, un tono amable pero firme. No nos podemos ir, les dijo, de verdad, yo lo siento mucho, muchísimo, pero lo mejor es que os hagáis a la idea de que no nos podemos ir. Alfonso está muy mal, y aunque el jueves ya no tenga fiebre, se va a quedar muy flojo, muy débil. En el mejor de los casos, podríamos salir el viernes por la tarde, ir a la boda y volvernos el domingo, y eso sería una paliza tremenda para todos, y sobre todo para él, así que lo mejor… ¿Y por qué no os vais y lo dejáis conmigo? Después de un instante de silencio absoluto, mientras todos la miraban a la vez sin atreverse a decir nada, los niños empezaron a chillar y a aplaudir, y no quisieron darse cuenta de que al mismo tiempo Juan había empezado a negar violentamente con la cabeza.
No puede ser, Sara, Alfonso es muy mal enfermo, se pone muy pesado, pierde el control enseguida…
Ella insistió, le recordó que lo había tenido en su casa diez días cuando Maribel estuvo en el hospital, que entonces todos estaban mucho peor que ahora, que se había portado estupendamente, que ella tenía sitio, y tiempo, y costumbre de cuidar enfermos. Haz lo que quieras, añadió al final, pero sería una tontería que no os fuerais.
No va a pasar nada, y si pasara, siempre puedo llamar a la enfermera esa que te hace de canguro… El miércoles, Alfonso sólo tuvo unas décimas, y se pasó la tarde levantado. El jueves por la mañana, a las ocho en punto, con unas quince horas de retraso sobre el horario previsto, Juan lo dejó en su casa y se marchó a Madrid. A las tres de la tarde, llamó para decir que habían llegado bien y ya estaban comiendo. A las seis, para contarle que estaban mirando una placa donde se leía que aquélla era la calle Concepción Jerónima y que se acordaban mucho de ella. A las nueve, Sara le prohibió que volviera a llamar hasta la mañana siguiente, y entonces fue aún más estricta. Alfonso no tiene fiebre, los dos