estamos muy bien y el timbre del teléfono nos molesta. Yo tengo el número de tu móvil, si pasa algo ya te llamaré, y si no, no se te ocurra volver a llamar hasta el domingo por la mañana, para decirme a qué hora pensáis salir. Le hubiera gustado hablar con Maribel, pero sabía que ella no iba a querer contarle nada delante de los demás. Ella, que se había apresurado a renunciar al viaje para quedarse a cuidar de Alfonso antes de que se le ocurriera a la propia Sara, era la única que no había agradecido su intervención, pero Juan parecía tan empeñado en la suprema insensatez de llevársela a Madrid que no quiso ni detenerse a considerar aquella posibilidad.
O vamos todos o no vamos, dijo, y Maribel ya no se atrevió a insistir. Mientras los barcos se perseguían, y se alcanzaban, y se abordaban, y se hundían en el televisor, y Alfonso preguntaba sin parar qué estaba pasando ahora, para obligarla a diferenciar en voz alta a los buenos de los malos todo el tiempo, Sara pensó en ella, en sus dudas, en sus miedos, en su presentimiento de una catástrofe inminente. Habían pasado dos tardes juntas, en su casa, Sara sacando ropa del armario, ella probándosela para mirarse en el espejo con la expresión de un condenado a muerte que estudia la imagen que ofrecerá en el patíbulo. Sara la entendía, pero creía que no tenía razón. ¿Y qué voy a decir yo, con quién voy a hablar, qué les voy a contar?
Nada, le contestaba sin volverse a mirarla, mientras rebuscaba entre las perchas, tú te pegas a Juan, no abres la boca, y ya verás lo bien que le caes a todo el mundo, y lo inteligente que todos dicen que eres… ¿Y si me preguntan en qué trabajo? Pues les dices que estás en el paro, o que trabajas de dependienta en una tienda de muebles, o de regalos, cualquier cosa… ¿Y si se fijan en mis manos? Sara ya no encontró una respuesta para eso, pero le regaló un par de guantes negros que encontró en un cajón.
Toma, en Madrid hace mucho frío en invierno, le dijo. Me están pequeños, respondió ella. Bueno, pues te compras otros que te estén bien. Pero me los tendré que quitar para comer. Entonces sacó del armario aquella falda negra de encaje y aquella chaqueta blanca con vivos negros que ya no le cabían, pero que le habían sentado tan bien doce años antes. Mira, esto es lo que te vas a poner… Maribel se había tenido que arreglar la falda, que le estaba ligeramente ancha, y la chaqueta, que le estaba ligeramente estrecha, y comprarse un par de zapatos de tacón alto que le habían costado un dineral, pero cuando volvió a casa de Sara a probárselo todo, le quedaba tan bien como si se lo hubieran hecho a medida. Y sin embargo, ni siquiera en ese momento se puso tan contenta como cuando Alfonso cogió la gripe, y Juan le dijo que no quedaba más remedio que quedarse en casa.
Sara la entendía, pero creía que no tenía razón. Entendía sus temores, su vergüenza, y esos furiosos arrebatos de dignidad que la empujaban hacia el fondo de su jaula, el único espacio que sabía controlar, el único lugar donde se sentía segura, donde aún podía confiar en sus relativas fuerzas de animal domesticado. Todo aquello le parecía una locura, pero precisamente por eso, porque era una locura, estaba empezando a sospechar la naturaleza de la estructura lógica,
coherente, que había sido capaz de sostenerla, de prolongar en el tiempo una
historia que no tenía futuro, que no podía tenerlo.
Ella tenía ya cincuenta y cuatro años, había aprendido que los que tienen tan
pocas cosas que no saben despedirse de ninguna, tampoco tienen nunca nada
que perder, y había visto muchas cosas raras en su vida. La metamorfosis de
Maribel, que cada día pronunciaba mejor las eses, y se reía de una forma menos
estruendosa, y pasaba más rato callada, y miraba con más atención todo lo que
sucedía a su alrededor, guardándose sus conclusiones para sí, ni siquiera había
sido la más extraña. Por eso, el último día que se vieron a solas, mientras
distinguía una sombra de fuga en sus ojos, y aunque todo aquello era una locura,
y aunque seguía creyendo que su historia no tenía futuro, se atrevió a hablar
claro con ella.
Mira, Maribel, le dijo, yo una vez estuve en una situación parecida a la tuya,
pensé igual que tú, hice lo que tú estás a punto de hacer, y metí la pata. Así que
vete a Madrid, compórtate con naturalidad, olvídate de todo y pásatelo bien. Y
echa el resto en la cama, añadió para sí misma, por la cuenta que te trae, pero
eso no lo dijo, porque suponía que Maribel se sabía esa lección mejor de lo que
ella había llegado a aprenderla nunca.
—¿Vamos a hacer palomitas? –le preguntó Alfonso cuando los buenos acabaron
con los malos, y los anuncios con ambos a la vez.
—Vamos –dijo ella, y cuando ya se habían levantado, sonó el timbre.
—¿Quién será? –preguntó él, entonando esa pregunta con el tono travieso,
musical, que repetía sin variaciones cada vez que alguien llamaba a la puerta.
—No lo sé.
Y era cierto que no lo sabía.
Estaba segura de no haber visto nunca por allí a aquel hombre más alto que bajo,
bastante calvo y bastante gordo, que la estudiaba desde el umbral, cubierto aún
por el mismo anorak rojo que llevaba por la mañana.
—Buenas tardes –dijo, y se quedó callado.
—Buenas tardes –repitió Sara, y entonces se dio cuenta de que Alfonso ya no
estaba con ella, porque escuchó la televisión, el volumen altísimo, una confusa
amalgama de voces y músicas y sintonías entrecortadas sucediéndose
frenéticamente, a toda prisa.
—Me llamo Nicanor Martos, soy agente de la policía nacional –metió la mano en el
bolsillo de la chaqueta, sacó una cartera que contenía una placa y un carné, y se
los enseñó haciéndola bailar con una sola mano, con el mismo ademán de
prestidigitador que Ramón había descrito unos meses antes–. Era muy amigo de
Damián Olmedo. Sé que su hermano Alfonso está en su casa, acabo de verle, y
me gustaría hablar un momento con él. ¿Puedo pasar?
—No sé –dijo Sara, estudiándole a su vez, mientras sentía que sus piernas se
ponían tensas, sus brazos rígidos–. Estamos los dos solos, él ha estado muy
enfermo, con gripe, yo creo que se siente débil todavía… Preferiría que volviera
cuando su hermano Juan esté aquí.
—Verá, señora… –se acabó la cortesía, entendió ella–. Llevo mucho tiempo
siguiéndole los pasos a Juan Olmedo. Esta mañana he cogido un avión en Madrid, para venir a ver a su hermano, porque me he enterado, precisamente, de que él no está aquí. Ésta es una visita privada, pero en algún momento podría formar parte de una investigación oficial. Supongo que no le interesará figurar en ella como culpable de un delito de obstrucción a la justicia, ¿verdad? Pues a lo mejor sí, pensó Sara, al ver la sonrisa pretendidamente irónica con la que empujó hacia delante sus últimas palabras.
A lo mejor sí, se repitió, y sin embargo, no pudo evitar que aquel discurso la impresionara lo justo como para apartarse de la puerta y dejarle pasar, sobre todo porque aquel hombre le transmitió la impresión de que no estaba en condiciones de impedírselo. Él pasó por su lado sin mirarla, avanzando con las manos en los bolsillos del pantalón mientras estudiaba el tamaño del recibidor, los muebles que contenía, las puertas que daban acceso a otras habitaciones, como si pretendiera retenerlo todo, fijar el plano de la casa en su memoria con algún propósito que su propietaria no logró imaginar. Tal vez sea deformación profesional, pensó, como la que imprimía a su forma de andar la cadencia expresa, excesiva, que lograba al cargar el peso de su cuerpo alternativamente sobre las dos piernas, para crear una ilusión de balanceo que envolvía su figura maciza, pesada, en un aire de siniestra premonición, o la rapidez con la que su voz había viajado desde el acento nítido y claro de la buena educación hasta la chulería siseante de la impaciencia, esas palabras que había pronunciado como si su sonido le diera asco, y la sonrisita torcida a la que recurría para subrayarlas. Era un hombre tosco, y llevaba las uñas muy largas. Demasiado largas. Sara no había tenido tiempo para fijarse en nada más, y sin embargo no necesi taba más detalles para comprender que pudiera inspirar terror en una persona tan débil como Alfonso Olmedo.