Mientras lo seguía hacia el salón, se preparaba por dentro para lo peor, una crisis de gritos, de llanto, o el mutismo blanco y tembloroso del pánico. Y sin embargo, la reacción de Alfonso la desconcertó tan profundamente que estuvo a punto de anular su propia capacidad de reacción.
—Tú no vives aquí –le dijo al verle, mientras seguía cambiando de canal sin más propósito que ver saltar las imágenes en la pantalla del televisor, el volumen tan alto que le obligaba a hablar a gritos–.
Tú vives en Madrid, no aquí. No puedes hacerme nada, aquí no. Tú no vives aquí. Parecía tranquilo, seguro de lo que decía, pero no le miraba, no giró la cabeza, no le buscó con los ojos mientras se dirigía a él como si no estuviera cerca, como si no le hubiera saludado, como si hablara solo, consigo mismo. —No, yo no vivo aquí –confirmó aquel hombre sin acercarse a él, respetando la distancia que Alfonso le había impuesto–. Vivo en Madrid, pero he venido a verte. —No puedes –los canales seguían brincando como insectos enloquecidos ante sus ojos mientras sus labios se movían solos en un rostro tan inmóvil que parecía inerte, desprovisto de vida, de movimiento, de expresión–. No puedes venir. Tú vives en Madrid, no aquí. No puedes venir. No puedes hacerme nada. Aquí no, aquí no.
Durante unos segundos, tal vez un minuto larguísimo, los tres respetaron las
sorprendentes reglas de aquella escena, y lo único que se movió fue el dedo
índice de Alfonso Olmedo, y el vertiginoso torrente de imágenes y sonidos que
obedecía a los impulsos de su voluntad en una pantalla que parecía a punto de
estallar en pedazos, incapaz de soportar tanta presión.
Después, caminando muy despacio, Nicanor Martos se acercó al televisor y se
puso delante, tapando con un costado de su cuerpo la tercera parte de su
superficie.
—Quítate de ahí –ni siquiera entonces le miró a la cara–. Quítate de ahí, quítate,
porque no me dejas ver. Yo sé cambiar de canal, ¿ves?, cambio yo solo, con este
dedo y con éste –empezó a pulsar los botones con el dedo pulgar–, ¿ves?, ¿ves?,
también con éste, quítate de ahí, Nica, quítate, quítate…
—Te he traído bombones –respondió el policía, y se desplazó levísimamente hacia
la izquierda, lo justo para interponerse entre el mando a distancia y el dispositivo
que recibía sus impulsos en el aparato–. Bombones de chocolate, una bolsa
entera, para ti solo.
Metió la mano en el bolsillo del chubasquero y la movió muy despacio, con la
morosidad complaciente de un mago o de una bailarina de strip–tease, hasta
sacar un paquete de cartón rojo, brillante, impreso con letras doradas. Lo agitó en
el aire y entonces logró, por fin, que Alfonso Olmedo le mirara.
—¿Son para mí? –Él asintió–.
¿Todos? –Volvió a asentir–. Pero tú no puedes venir aquí, Nica, no puedes, no
puedes. Tú vives en Madrid, no aquí…
Entonces, con un gesto de profundo estupor, como si los bombones hubieran
alumbrado el oscuro pasadizo que le impedía conectar la figura del hombre que le
miraba con un paisaje del que jamás había formado parte hasta entonces,
abandonó el mando a distancia encima del sofá, y miró a Sara. Ella se dio cuenta
de que aquella mirada era una pregunta, pero no podía contestarla, no podía
explicarle por qué aquel hombre había venido a verle, qué clase de frontera
imaginaria había franqueado, qué pacto se había roto, qué promesa se había
deshecho en el instante en que sonó el timbre de la puerta. No sabía nada de
aquella historia. Nicanor apagó el televisor, avanzó hacia el sofá y se sentó en el
borde de la mesa baja que estaba delante. Ahora, sus rodillas se rozaban casi con
las de Alfonso Olmedo, que seguía mirándole con la misma mezcla de incredulidad
y desaliento que habría enturbiado sus ojos si tuviera delante un fantasma. Y sin
embargo, cuando el envoltorio de cartón rojo se movió en el aire, lo atrapó
enseguida, y la ansiedad adiestró a sus dedos torpes para que lograran abrirlo en
un instante.
—Le encanta el chocolate, ¿sabe? –sólo en aquel momento, Nicanor Martos se
volvió hacia Sara, que seguía estando de pie, detrás de él, y asintió lentamente
con la cabeza, para dejar claro que eso sí lo sabía–. Desde que era un crío,
siempre le ha gustado…
Alfonso se comió tres bombones muy deprisa, pero rasgó un lado del envoltorio
con los dedos para escoger el cuarto con más cuidado.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien. Ahora vivo aquí, vivo aquí, no puedes hacerme nada, no puedes…
El policía acogió esas palabras con una sonrisa franca, comprensiva, y Sara se dio
cuenta de que se la estaba dirigiendo a ella, aunque no la estuviera mirando.
—Claro que no te voy a hacer nada. Nunca te he hecho nada.
—Sí –Alfonso movía la cabeza para afirmar con vehemencia–.
Pruebas. Esos hombres me hacen pruebas, no me gustan las pruebas, las odio,
las odio.
—Pero esos hombres viven en Madrid.
—Sí.
—No han venido conmigo, no están aquí, ¿ves?
—Tú te enfadas –entonces volvió a mirar a Sara, y ella empezó a tener miedo de
verdad–. Te enfadas conmigo. Mucho, te enfadas.
Yo lo vi, yo lo vi, y lo cuento, y no te gusta, reanimarle, reanimarle…
El policía echó la espalda hacia atrás, rebuscó en sus bolsillos hasta dar con un
paquete de tabaco, y entonces sí se volvió hacia la dueña de la casa.
—¿Le molesta que fume? –le preguntó con una sonrisa.
—Evidentemente no –contestó ella, con una hostilidad que pretendía disuadir a su
interlocutor de que persistiera en el intento de ganársela con buenos modales–.
A su lado hay un cenicero lleno de colillas. Eso significa que yo fumo. Y por lo
tanto, no me molesta que fume.
Encendió un cigarrillo y esperó. Alfonso, que se había quedado quieto, el brazo
derecho congelado en el ademán de llevarse un bombón a la boca, completó al fin
ese movimiento, y masticó el chocolate muy despacio.
—¿Le importaría dejarnos solos un momento? –Sara llevaba un rato esperando
esa pregunta, y buscando una respuesta que todavía no había encontrado–. Le
prometo que será sólo un momento. Quiero preguntarle una cosa, y no me la va a
decir si está usted delante.
—No tengo la impresión de que a él le guste mucho la idea de quedarse solo con
usted.
—Es… un asunto importante.
Muy importante. Le aseguro que usted misma lo comprenderá cuando se entere.
Quiero que le cuente lo mismo que a mí, necesito que coopere conmigo. Van a
ser sólo diez minutos, quince como mucho, se lo prometo.
Sara miró el reloj, luego al policía, después otra vez el reloj, por fin a Alfonso, y
sintió que sus ojos se habían agrandado tanto que podría perderse en ellos. Y sin
embargo, tenía la misma impresión que antes, la sensación de que no podía
negarse, oponerse a aquel hombre, impedirle que hiciera lo que había venido a
hacer.
—Voy un momento a la cocina, Alfonso, a hacer palomitas –dijo, e
inmediatamente después se arrepintió de haber elegido esa excusa, porque él
sonrió, y Sara ya no supo por qué ni a quién sonreía–.
¿Te importa? –Él dejó de sonreír, pero no dijo nada y ella, entonces, se dirigió al
policía–. Diez minutos. Ni uno más.
Al salir del salón se dio cuenta de que aquel hombre se había levantado para seguirla, y no le sorprendió escuchar el ruido de la puerta, cerrándose a su espalda.