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Ella, en cambio, al entrar en la cocina dejó la puerta abierta, y se quedó de pie, junto a la encimera, sin acercarse al armario donde guardaba los paquetes de maíz. El microondas hacía ruido al girar, las palomitas explotaban, y quería estar pendiente de lo que pudiera ocurrir en la habitación contigua. Presentía que aquella conversación podía llegar a ser muy importante para ella, aunque no supiera de qué estaban hablando, por qué estaban hablando, quién era ese hombre que había aparecido en su casa a traición, qué clase de amenaza representaba. Cualquier cosa que pudiera llegar a afectar a los Olmedo, la afectaba a ella también, como la había afectado la navaja que entró en el costado de Maribel, el silencioso y terco dolor de su hijo.

Ahora todos vivían aquí, hasta Alfonso lo sabía, lo había repetido con la seguridad profunda, inquebrantable, que inspira una muralla, una puerta blindada, un camino cercado. Vivían aquí, en puntos equidistantes del centro, el misterioso equilibrio que los haría fuertes mientras estuvieran juntos, ellos solos, cada uno con su propio secreto, juntos con su secreto común y su propio pasado, y con el pasado de los demás a cuestas, ninguna sombra extraña rondando por su puerta. No puedes hacerme nada, le había dicho, ahora vivo aquí, y Sara había comprendido al escucharle que aquel hombre no sabía hasta qué punto le estaba diciendo la verdad. Ésa era su única ventaja frente a la autoridad que él había acertado a imponerle sin esfuerzo, casi sin palabras. Nicanor Martos no podía imaginar que todo lo que fuera importante para Alfonso, era también importante para ella, que ahora vivían aquí, que todos sabían que el pasado de cada uno podía llegar a convertirse en el enemigo de todos, que ya había ocurrido una vez, y que no iba a volver a ocurrir.

Habían pasado sólo ocho minutos cuando su voz se elevó de pronto, lo suficiente como para que ella escuchara a través de la pared un tono mucho más brusco. Entonces, Alfonso gritó. Sara salió de la cocina muy deprisa y abrió la puerta del salón inmediatamente, pero por el camino advirtió que la voz de aquel desconocido acababa de rebasar la brusquedad para instalarse sin transición en la violencia. Cuando entró en el salón, no pudo ver a Alfonso, pero adivinó que estaba acurrucado en el fondo del sofá, y que la espalda de Nicanor, casi de rodillas sobre los cojines, inclinado hacia delante, lo ocultaba. Al acercarse a ellos, percibió algo más. Aquel vaso no estaba antes encima de la mesa, sino en el carrito donde seguía estando la botella que encontró en su sitio cuando la buscó con los ojos. Y sin embargo, reconoció el aroma, dulce, familiar, que no había llegado a evaporarse del todo en el aire antes de que Alfonso la reconociera, y gritara su nombre.

Se había pasado la vida bebiendo en vasos parecidos.

—¿Qué es esto? –preguntó mientras lo cogía, y acercaba la nariz al borde, y sentía crecer en su interior una furia oscura, sin límite. —Espere un momento –aquel hombre se levantó, la cogió por el brazo, se apartó

con ella, le consintió al fin contemplar a Alfonso, encogido y pálido, más solo que

nunca en el fondo del sofá.

—¿Qué es esto? –volvió a repetir ella, con el vaso en la mano todavía, y se dio

cuenta de que el pequeño de los Olmedo apretaba contra su regazo un objeto

que antes no tenía, y que parecía un oso de peluche.

—Hazlo ahora, Alfonso –Nicanor avanzó hacia él para sacudirle con una mano,

mientras sujetaba a Sara con la otra–. Reanima a Perico para que ella te vea.

—No es Perico –contestó él–, éste no es Perico.

—Da igual, Alfonso. Enséñaselo, enséñale lo que hizo Juan…

–y entonces fue Sara la que chilló, para lograr que aquel hombre le prestara

atención.

—Esto es coñac.

—Sí –admitió él, inclinándose de nuevo hacia Alfonso, que se tapaba la cara con

el muñeco.

—¿Le ha dado coñac? –no le contestó, pero ella tiró entonces de él, para obligarle

a mirarla–. ¿Le ha dado coñac a esta criatura? ¿Pero qué clase de animal es

usted? –se quedó callada un momento, mirando al hombre que la miraba a su vez

con un gesto asombrado, pero aún más desafiante–. ¿Cómo ha podido hacer algo

así?

—Mire, señora… –Nicanor Martos se zafó de sus dedos, se llevó las dos manos a

la cara, la cubrió un momento con ellas, la miró–. Juan Olmedo mató a su

hermano Damián, y Alfonso le vio.

Estoy seguro. Lo sé, pero él ha engañado a todo el mundo y un juez nunca

admitiría el testimonio de este imbécil, por eso quiero que usted lo vea, que

usted…

—¡Largo de ahí!

Sara le pegó un empujón, se acercó al sofá, Alfonso rodeó su cuerpo con los dos

brazos, apoyó la cabeza en su cadera, apretó la cara contra ella.

—Pero… –Nicanor Martos la miraba con los ojos muy abiertos, como si no pudiera

creer que aquella escena pudiera estar ocurriendo de verdad–. ¿Está usted loca, o

es que…?

—¡Fuera de aquí! –Sara se sentó en el brazo del sofá, acarició la cabeza de

Alfonso, levantó la suya y se dejó llevar por una cólera que no le impedía pensar,

que, al contrario, afilaba el sentido de cada palabra que pronunciaba–. Váyase de

mi casa. Ahora mismo.

Él cambió de actitud, cambió de tono, como si acabara de darse cuenta de que

había subestimado a aquella mujer, o de que, tal vez, en su respuesta latían

factores con los que nunca se le había ocurrido contar. Mientras la miraba, se

abrochó la chaqueta, se frotó la calva, metió las manos en los bolsillos del

pantalón. Intentaba recobrarse de su propio estupor, recuperar la autoridad y la

calma.

Cuando volvió a hablar, su voz era serena, convincente, aunque dejaba adivinar

cierto desaliento, el eco apagado de la desesperanza.

—Le estoy contando la verdad.

Se lo juro. Juan Olmedo es un asesino.

Sara sintió que Alfonso la estrechaba con más fuerza, pero no se resintió de la

presión de sus brazos. Ella también se había tranquilizado, y estaba muy segura

de lo que tenía que hacer, de lo que iba a decir, de lo que significaban sus

palabras y sus actos.

—Váyase de aquí –su voz no era menos serena, menos firme–. Ahora mismo. Es

la última vez que se lo digo. O se va de aquí ahora mismo o llamo a la policía.

—Yo soy la policía, señora –dijo él, mientras alargaba la mano para recoger su

chubasquero.

—Aquí no. –Nicanor Martos sonrió mientras apretaba los dientes, pero ella no se

detuvo a identificar el origen de su sonrisa–. En este pueblo no. En esta casa no.

¿Qué se apuesta usted a que no?

Los niños querían aprovechar la mañana para ir al Rastro, pero Juan anunció en el desayuno, con el acento de las decisiones indiscutibles, que saldrían enseguida, para comer por el camino y llegar a casa a media tarde. Ellos no se atrevieron a protestar. La noche anterior se habían acostado muy tarde, y eran más de las once cuando Maribel se acercó a su habitación para despertarlos. Juan aprovechó su ausencia para llamar a Sara y preguntarle, antes incluso de interesarse por Alfonso, si había recibido alguna visita inesperada. Sí, había respondido ella. Nicanor, dijo él entonces. Sí, volvió a escuchar al otro lado de la línea. Durante unos segundos, ninguno de los dos dijo nada. Pero ya se ha marchado, añadió Sara entonces, con un deliberado acento de complicidad que él no acertó a percibir, y no creo que vuelva, ¿sabes?

Cuando se reunió con los demás en la cafetería del hotel, Maribel fue la única que se dio cuenta de que le pasaba algo. No es nada, respondió él, e intentó sonreír, es que tengo resaca, anoche me pasé mucho… Era verdad que la noche anterior había bebido mucho, porque al acercarse a su mesa para estar un rato con ellos, Trini se había sentado a su lado, y sin dejar de mirar a Maribel con el rabillo del ojo, le había comentado que le extrañaba mucho la ausencia de Nicanor. Al final no ha venido, le dijo, y fíjate que tenía mucho interés en verte. Cuando le llamé para invitarle, me preguntó si ibas a venir tú, y después volvimos a hablar un par de veces, le comenté que Alfonso había cogido la gripe, que parecía que os ibais a quedar allí, y luego me llamó para lo del regalo y ya le conté que sí, que al final sí veníais, pero sólo la niña y tú, bueno, y unos amigos vuestros, porque él seguía pachucho y se iba a quedar en casa de una vecina. ¡Ah!, pues no faltaré, me dijo, pero ya ves, no ha venido…