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Entonces, Juan empezó a beber, a empalmar una copa con otra, comiendo con método en los intervalos para controlar los efectos de lo que bebía, pero nadie contó los vasos que iba vaciando porque estaban en una boda, y en las bodas siempre se bebe mucho, y Maribel, que era la gran sensación de la noche, el punto donde confluían todas las miradas, y la que peor lo estaba pasando hasta que el comentario de Trini la relegó al segundo lugar de esa lista, había

empezado a beber antes que él. No me dejes sola, por favor, no me dejes sola, había murmurado cuando entraron juntos en el salón donde iba a celebrarse la ceremonia. Él la había cogido de la mano y no la había soltado hasta que se sentaron juntos a cenar. Me está mirando todo el mundo, dijo entonces en voz muy baja, como si hablara para sí misma, mientras desenvolvía la servilleta y se la colocaba con cuidado sobre las rodillas. Claro que te miran, le respondió él, eres muy guapa, y esta noche estás muy guapa además, y no te conocen, es la primera vez que te ven. A mí me parece natural que te miren tanto… Pero ella ni siquiera sonrió, estaba tan nerviosa, tan aterrada que no le agradeció el piropo. A él, en cambio, le divertía la situación, y el pánico de Maribel, sus vanos esfuerzos por no destacar, por no llamar la atención, por esconderse detrás de los niños cuando alguien se acercaba.

Juan Olmedo sabía que su amante se equivocaba al atribuir el mismo origen a todas las miradas. Aquella noche, con la ropa de Sara y su propio cuerpo, Maribel era algo digno de verse, y eso también le gustaba.

Más tarde, él mismo provocaría el incremento del número, la insistencia y la densidad de las miradas ajenas, pero entonces ya había empezado a beber mucho y no quería estar solo, no quería pensar, no todavía, no delante de sus hermanas, de sus cuñados, de sus conocidos de toda la vida. Tenía miedo y no quería tener miedo, y sabía que estaba a salvo, que tenía que seguir estando a salvo, que había habido un accidente, dos autopsias, un retrasado mental, ninguna novedad, ninguna sorpresa, sólo un nuevo susurro, una nueva amenaza, pero tenía miedo, y no quería tenerlo, y no quería estar solo, no quería pensar. Cuando se abalanzó sobre ella, cuando empezó a besarla, y a abrazarla, y a acariciarla por encima de la ropa al lado de la barra, contra una columna, en la zona del restaurante acondicionada como pista de baile, Maribel se asustó durante un instante, pero después, por fin, logró serenarse. Los dos habían bebido mucho y ella había empezado a beber antes que él, pero aquel arrebato disolvió sus miedos, sus nervios, como si el deseo de Juan la devolviera a un lugar donde se sentía segura, a una casa cerrada y a salvo de todas las miradas, a una cápsula de paredes transparentes donde los dos estuvieran solos aunque el mundo entero los rodeara. Entonces lo arrastró hasta la pista y empezaron a bailar. Nunca habían bailado antes, pero los dos habían bebido mucho, y sus pies se entendieron bien, sus cuerpos se acoplaron sin dar oportunidades a la confusión, y siguieron bailando, y bebiendo, y bailando, y bebiendo, hasta que se acabó la música y se encontraron a Tamara dormida en una silla. Al llegar al hotel, Juan se comportó como si no hubiera bailado ni bebido bastante, y al despertarse la abrazó sin palabras, pero con los ojos serios, tristes, como si ahora fuera él quien la pidiera que no le dejara solo.

Durante el viaje apenas habló, aunque se esforzó por acompañar con monosílabos, con sonrisas o con gestos de aprobación, los comentarios de los niños, que charlaban sin parar, muy excitados por lo que habían vivido en los tres últimos días. Cuando pararon a comer, Maribel dejó que se adelantaran y se quedó mirándole sin decir nada. Él contestó a aquella mirada con una sonrisa y

un comentario tontísimo sobre lo bien que se viajaba desde que todo el camino

era autovía.

Ella le dio la razón pero siguió mirándole, tratándole como si pudiera reconocer su

inquietud aunque ignorara completamente sus razones, y él ya no intentó

tranquilizarla.

A medida que los kilómetros se sucedían, y la luz abandonaba el cielo sucio de

una tarde de diciembre, Juan Olmedo sentía cada vez más frío, un soplo

congelado en la garganta, una presión de hielo quebrándole las sienes. Había

tenido más miedo otras veces, pero entonces siempre había sabido más que

ahora, y había dependido sólo de sí mismo, de sus conocimientos, de su astucia,

de su capacidad para demostrar que seguía siendo el mejor, y el más inteligente

de los tres.

Aquella tarde, en cambio, estaba solo, desarmado, aislado de lo que pudiera estar

sucediendo a su alrededor. Las dudas le deshacían por dentro, colonizaban hasta

el último rincón de su cabeza, devoraban su ánimo, desordenaban su memoria, y

le inspiraban más miedo que el propio miedo.

Llegaron a la urbanización a las seis de la tarde. Ya era de noche, pero al abrir las

puertas les sorprendió el abrazo de la temperatura, un soplo cálido, seco, la

promesa imposible de la primavera en el umbral del invierno.

El levante había entrado por fin desde el Estrecho, para barrer la humedad, para

templar el frío, para limpiar el aire como si quisiera darles la bienvenida,

demostrar que se alegraba de volver a verlos por allí. Todos correspondieron en

voz alta a su saludo excepto Juan, que sacó las maletas del coche sin decir una

palabra, y lo cerró a distancia con la mano extendida, separada del cuerpo, el

ademán de un pistolero que sabe que le queda solamente una bala y procura

apuntar bien. Luego, siguió a Maribel y a los niños a cierta distancia, y les dejó

llegar antes que él a casa de Sara, llamar al timbre, empezar a hablar todos a la

vez. Y sin embargo, cuando la tuvo delante, antes de cruzar ni una sola palabra

con ella, se dio cuenta de que estaba a salvo, de que seguía estando a salvo.

—¿Qué, os habéis divertido?

–mientras Alfonso se abalanzaba sobre él, para abrazarle, ella le miró a los ojos.

—Mucho –dijo Tatuara–. Y el hotel era muy chulo, ¿sabes?

—¿Te ha gustado Madrid, Andrés? –pero seguía mirándole, dejándole adivinar

que estaba de su parte.

—Sí. Mucho, muchísimo… Te he traído un regalo.

—Y yo otro –dijo Maribel–.

Pero está en la maleta.

—¡Qué bien! –Sara sonreía, sin apartar los ojos de los suyos–, así da gusto, ya os

podíais ir de viaje todas las semanas.

—Maribel… –Juan se volvió hacia ella–. ¿Te importaría ir a casa con Alfonso y con

los niños, darles algo de merendar, ocuparte de que se bañen y quedarte con

ellos un rato? Tengo que hablar con Sara. Luego podemos cenar todos juntos, si

queréis, y se lo contamos todo.

Ella sabía que pasaba algo.

Por eso se los llevó a todos enseguida, sin hacer preguntas ni dar a ninguno de

ellos la oportunidad de hacerlas. Sara y Juan los vieron cruzar la calle, abrir la

verja de la casa número 37, entrar en el jardín.

—¿Qué tal le ha ido a Maribel? –preguntó ella entonces, antes de entrar con él en

su propia casa–. ¿Os lo habéis pasado bien?

Juan asintió con la cabeza mientras ella le señalaba la puerta del salón.

—Vamos a sentarnos ahí. ¿Quieres una copa?