Él volvió a asentir, y se sentó solo en un sofá mientras Sara iba a la cocina a
buscar hielo. Cuando regresó, parecía muy tranquila, y le sonrió antes de sentarse
a su lado.
—Verás, Sara… –él llenó el vaso de hielos, los cubrió con whisky hasta la mitad,
bebió un trago, volvió a dejarlo en la mesa, y la miró a su vez–. Nicanor cree que
yo maté a mi hermano Damián, el padre de Tamara… Bueno, en realidad, no era
su padre, era su tío, porque Tam es hija mía. Pero yo no maté a mi hermano. Es
una historia muy larga de contar.
—Lo supongo –y volvió a sonreírle, como si nada, ni siquiera la noticia de su
paternidad, pudiera sorprenderla ya–. Yo también podría contarte una historia
larga.
Larguísima, no te lo puedes ni figurar. Algún día lo haré, seguramente. Podemos
quedar con tiempo y contamos nuestras vidas, pero ahora eso no importa.
Juan Olmedo miró a los ojos de aquella mujer, que a veces eran pardos, y a veces
eran verdes, y siempre del color de las tormentas, y en la mirada que le
devolvieron leyó que el único camino posible es avanzar, seguir adelante, recorrer
las vías de hierro hasta donde empiezan a florecer las amapolas, imaginar un
lugar al que no llegan los trenes, y encontrarlo, y detenerse al borde del océano
para aprender que si sopla por la derecha es poniente, y si sopla por la izquierda
es levante, y si viene de frente es sur, pero que todos borran el camino de vuelta.
Había mucha vida en aquellos ojos, una historia muy larga, y el futuro.
—De todas formas… –continuó, dejando su copa sobre la mesa para inclinarse
hacia él, y cogerle de la mano, y apretársela un momento antes de seguir
hablando– me alegro de que te hayas quedado, porque quería comentarte una
cosa.
El otro día, en el supermercado, tuve una idea, ¿sabes? Era uno de diciembre,
pero ya habían colocado todas las cosas de Navidad, desde los turrones hasta los
árboles de plástico. Entonces se me ocurrió… A mí la Navidad no me gusta, ya lo
sabes, y hasta me pone de mala leche, ésa es la verdad.
De pequeña lo pasaba muy mal, porque nunca sabía en qué casa me iba a tocar
cenar cada año, y si iba a la de mis padres, los dos se ponían tristes al verme, y si
me quedaba en la de mi madrina, me ponía triste yo, total, que la odiaba, y nunca
la he celebrado. He vivido casi siempre en casas ajenas, la de mi madrina
primero, la de mis padres después, la de mi madrina luego, otra vez. Hasta que
no me vine a vivir a Rota, nunca había tenido una casa propia, para mí sola, y por
eso… El otro día me acordé de la Navidad del año pasado, la primera que pasé
aquí. Me llamó mucho la atención cómo preparaban los pavos, ¿sabes?, porque
estaban todos encima de un mostrador, muy limpios, cada uno en una cesta de
mimbre cubierta de celofán, con una cinta de colores rematada con una moña y
todo, como si fueran un regalo. Nunca los había visto así.
Yo creo que es una costumbre americana, del Día de Acción de Gracias, y que los
arreglan tanto por lo de la base. Y entonces me di cuenta que, con todo lo que
me gusta a mí cocinar, yo nunca he cocinado en Navidad, nunca he preparado
una cena de Nochebuena. Y me dije que a lo mejor podía hacerlo este año,
invitaros a todos, a Maribel y a Andrés, a Tamara, a Alfonso, y a ti, comprar uno
de esos pavos tan bonitos, y rellenarlo, y asarlo, y que nos lo comiéramos entre
todos. Ya sé que es una tontería, pero de repente me hace ilusión. ¿Qué te
parece?
Entonces fue Juan quien cogió la mano de Sara, y mientras la apretaba entre sus
dedos, se preguntó si había llegado a estar igual de conmovido alguna vez, y no
le resultó fácil encontrar una respuesta.
—¿Me estás salvando la vida?
–le preguntó luego, y ella se echó a reír.
—Bueno… De momento, te estoy invitando a cenar.
Juan cerró los ojos, asintió con la cabeza, volvió a mirarla, Sara le sonreía, él le
devolvió la sonrisa.
—Muy bien –los dos se levantaron a la vez, se abrazaron con la misma intensidad,
mantuvieron su abrazo durante el mismo tiempo–.
Yo traeré el vino.
—Estupendo –aprobó ella–. Eso es lo que se espera que hagan los hombres.
Le dijo que se adelantara, que Maribel estaría inquieta y los niños preguntándose
dónde se habrían metido, que ella iría enseguida pero que quería arreglarse un
poco antes de salir. Sin embargo, cuando se quedó sola, abrió todas las ventanas
del salón, y salió al jardín. El levante entró en su casa con el ímpetu de un
enamorado impaciente. Agitó las cortinas, acarició las hojas de las plantas,
levantó las esquinas del periódico de aquella mañana, se coló por todas las
rendijas y entre las aspas del ventilador, pero no trajo consigo recelo, ni
inquietud, ni la desconcertante amenaza del desorden. Nada se rompió, nada se
perdió, ningún papel se estrelló contra la pared del fondo con la docilidad sumisa
y desarticulada de las víctimas. Aquel levante era sólo alegría. Todo se mantuvo
en su sitio porque aquélla era también su casa, porque su dueña ya había
aprendido que no podía vivir sin él.
Sara aferró la barandilla del porche con las dos manos, cerró los ojos y se
abandonó a la voluntad del viento que barre los suelos, que seca las sábanas, que
limpia el aire, que airea la sangre estancada en el mohoso abrigo de la humedad,
esa tristeza pantanosa y sucia de los días más cortos. El levante azotaba su cara,
desflecaba su pelo, bailaba dentro de su cabeza e inundaba sus pulmones con el
ritmo necesario, regular, de una marea aérea y torrencial que afilaba el sentido
del verbo respirar. La pesadez del plomo, la mecánica del óxido, el aterciopelado
veneno del musgo huían en tropel, con esa prisa torpe de los cobardes, ante el
empuje de aquel viento formidable, poderoso y paternal como un dios clásico, y
tan apasionadamente leal, tan imprescindible aquella tarde que, mientras se dejaba atravesar por él, Sara Gómez Morales sintió que también estaba soplando en la otra mitad de su vida.
No estuvo fuera mucho tiempo, quizás cinco minutos, tal vez menos, pero cuando volvió a entrar, entró en una casa diferente, nueva, limpia, que retenía el espíritu del viento. Entonces recordó lo que decían todos en el pueblo, y sonrió. Porque el levante se lo lleva todo.