para escuchar esa palabra, y él lo sabía mejor que nadie porque llevaba media vida pronunciándola en vano.
No me voy a librar de ti tan fácilmente, se dijo Juan Olmedo, sería demasiado sencillo, demasiado casual, demasiado atroz, es imposible, imposible, repitió, mientras aún estaba a tiempo, y algo, alguien, una mano que no reconoció, quizás su propia conciencia, compasiva, deslizó una imagen fija en el fondo de sus ojos, como una diapositiva, una foto transparente de un cuarto de hospital, de su propio hospital, con una sola cama junto a la ventana y un sol cegador resplandeciendo en las sábanas blancas y en los ojos de una Charo más delgada, muy cansada, despeinada y pálida, que ladeaba suavemente la cabeza para apoyar la cara en la mano de un hombre vestido de verde que estaba de pie, a su lado, y era él mismo, el doctor Olmedo, que había dispuesto el traslado de su cuñada a su planta para supervisar personalmente su recuperación, y al fin había logrado tenerla en una cama, quieta, para él solo, desde que le llevaba el desayuno por la mañana hasta que se despedía de ella cada noche. Yo te curaré, se dijo, yo te cuidaré, yo me ocuparé de ti, y paladeó cada una de las sílabas de aquellas tres frases porque todavía estaba a tiempo, yo reconstruiré cada hueso de tu cuerpo, yo me aseguraré de que duermas cada noche, yo te evitaré hasta el más lejano presentimiento del dolor, y hablaremos, añadió para sí mismo, cada vez más eufórico, seguiremos hablando de lo de siempre, pero tú ya habrás visto la muerte de cerca y la vida te importará más que antes, seguro que sí, eso pasa siempre, y yo me encargaré de Damián, yo se lo explicaré todo, nos iremos juntos, nos iremos lejos…
Llegó a ensimismarse tan abrupta, tan súbita, tan desesperadamente en aquella fantasía caliente y lu–minosa, que estuvo a punto de salirse de la carretera en el kilómetro 9,800 de la antigua carretera de Galapagar. Al doblar la siguiente curva, distinguió ya al fondo las luces de la ambulancia del Samur, estacionada en medio de la calzada. Antes de salir del coche, buscó a Charo con la mirada pero no la encontró.
—¡Damián! ¡Damián!
Juan Olmedo escuchó dos veces el nombre de su hermano envuelto en un grito, y reconoció la voz de Nicanor Martos, inspector de la Policía Nacional y el mejor amigo de su hermano Damián. Intentó calcular de dónde venía, pero no logró localizarlo entre la docena larga de hombres y mujeres, algunos uniformados, otros de paisano, que formaban pequeños grupos alrededor de la ambulancia, de la grúa, del furgón de atestados. Dos coches del 091 con las alarmas encendidas y varios turismos más sin identificar, amontonados, más que aparcados, sobre la carretera en todas las direcciones posibles, completaban una imagen estática de la confusión. Mientras los sorteaba, avanzando hacia delante sin saber muy bien adónde iba, Juan vio un zapato de hombre tirado en el suelo, volcado sobre un lado, un zapato muy limpio y casi nuevo, la suela de cuero apenas arañada, un zapato como un destello, como un signo, como una palabra. En ese instante, supo que Charo había muerto, y se sintió sumergido de repente en una torrencial marea interior, porque todo el líquido que contenía su cuerpo vivo, sano, remontó
sin esfuerzo el obstáculo vertical de su estatura para agolparse en los huecos de su cráneo y presionar en oleadas sucesivas, cada vez más violentas, más bruscas, más dolorosas, los debilitados diques de las cuencas de sus ojos, de sus oídos, de sus sienes, de su nariz. Sentía las piernas secas, descarnadas, y los brazos ausentes, el pecho perforado y vacío mientras su cabeza crecía y se deformabacomo una esponja ahíta, incapaz, deshecha en agua, y todas las imágenes llegaban a sus ojos detrás de un velo turbio, acuático, y todos los sonidos temblaban un instante antes de que sus oídos pudieran procesarlos, y un gigantesco océano se dividía en dos mitades y se reunía de nuevo sin pausa y sin propósito en el centro de su frente, dos olas monstruosas chocando entre sí para deshacerse y alzarse otra vez durante una eternidad que no duró más que unos segundos. Con esos ojos líquidos, casi incapaces, vio por fin a Nicanor, que avanzaba en su dirección con el brazo derecho levantado en una congelada señal de alarma y, al girar la cabeza a la derecha por una pura intuición sin forma, descubrió por fin dos bultos cubiertos con varias mantas gruesas, pardas, que reposaban junto a la línea blanca que separaba la carretera del arcén. —¡Damián!
Cuando Juan creía que el recién llegado se dirigía a él, Nicanor repitió aquel grito por última vez y entonces se dio cuenta al mismo tiempo de que su hermano seguía estando a su lado y de que sus propias piernas temblaban como si estuvieran sometidas a un esfuerzo que no eran capaces de soportar. —No te acerques, Damián. Está muerta.
El policía, tan habituado como cualquier médico a dar malas noticias, era un animal de sangre fría. Juan lo sabía, lo conocía muy bien. Nicanor Martos, que había escogido la profesión de su padre, que antes había sido la de su abuelo, no tenía buena fama en Estrecho cuando los Olmedo se fueron a vivir allí, a mediados de los setenta. Durante los primeros días, mientras paseaba sin más propósito que el de intentar orientarse en su nuevo barrio, Juan lo vio alguna vez, siempre solo, recorriendo las calles muy despacio con un abrigo loden verde y unos zapatos de pijo que no acababan de encajar del todo con su cara depiel grasienta, martirizada por el acné. En aquella época ya era más alto que bajo, más gordo que delgado, y llevaba una insignia de la Falange en la solapa. Miraba a la gente como si quisiera dejar claro que la estaba vigilando, hasta que se encontró con Damián y perdió interés por el resto del mundo. Dispuesto a ser en todo una segunda sombra del Olmedo pequeño, se dejó crecer el pelo, se calzó unas botas negras de tacón, y se compró una chaquetilla vaquera a juego con los pantalones, a la última moda de Villaverde. Desde entonces no se habían separado. Damián era el único amigo que Nicanor había tenido en su vida, y seguía siendo la única persona que le importaba de verdad. Tal vez por eso, porque más de veinte años no habían bastado para que la intimidad lograra colmar del todo la inmensa deuda de gratitud y admiración que sentía por él, le abrazó muy fuerte antes de seguir hablando y, cuando se separaron, sus ojos, que habían contemplado los cadáveres de las víctimas sin alterarse, estaban