de que no recordaba haber tomado jamás una decisión tan satisfactoria como la compra de aquella casa, aún no sabía cómo se vive en otoño al borde del océano, en un pueblo donde los taxis no llevan contador y se puede ir andando a casi todas partes.
Esa incertidumbre encajaba como un duplicado idéntico en.el ánimo de los recién llegados, pero ella tampoco podía saber eso todavía.
Ni siquiera estaba segura de que hubieran venido para quedarse. La casa número 37 estaba todavía en construcción cuando ella decidió quedarse con la número 31, situada casi enfrente y terminada ya, a falta de los remates. Por eso la escogió, y no preguntó por los vecinos. En el lugar de la verja que había imaginado con disgusto antes de visitar la urbanización, encontró que el jardín privado de cada casa estaba delimitado por unos muros encalados, compactos, de más de metro y medio de altura, que garantizaban una privacidad total. Cuando los toldos estaban extendidos, no quedaba el menor resquicio libre para un curioso interesado en saber qué estaba ocurriendo en el porche de enfrente, y si el desembarco de los Olmedo no la hubiera encontrado junto a una ventana, en el piso de arriba, ni siquiera se habría enterado de su llegada. Esta sigilosa disposición le había gustado tanto que no prestó mucha atención a las palabras del vendedor, mientras le explicaba en el tono monótono de las lecciones bien aprendidas que los muros estaban pensados para defender el jardín de los vientos, alternos y constantes, secos, cargados de arena, o húmedos y sorprendentemente fríos, benéficos en algunas épocas del año pero devastadores, aunque él se limitó a decir molestos, casi siempre.
El 13 de agosto del año 2000, mientras empezaba a aprender la lección del viento, Sara Gómez, ligeramente escorada hacia la izquierda ante la cristalera de su dormitorio, contemplaba cómo se iban abriendo, una por una, las contraventanas de la casa número 37, todas verdes, recién pintadas, iguales, y cómo enloquecían por el levante para estrellarse violentamente contra la fachada, golpeándola una y otra vez hasta que algún miembro de aquella extraña familia volvía sobre sus pasos para fijarlas a la pared con manos nerviosas, alarmadas. Desmintiendo sin darse mucha cuenta todos sus prejuicios previos sobre el tema, Sara estudiaba a los Olmedo, y no sólo porque le inquietara la posibilidad de vivir frente a una casa que se alquilara por semanas, ni porque aquella mañana de playa imposible y tiendas cerradas la mantuviera inactiva contra su voluntad. Les miraba porque no había sido capaz de contarse a sí misma quiénes eran, qué vínculos les unían, por qué vivían juntos. Desde la singular infancia de su vida prestada, Sara Gómez, como tantos otros niños acostumbrados a estar solos, jugaba a inventarse la vida de los desconocidos con quienes se cruzaba, y no había creído empezar una historia muy distinta de tantas otras al adjudicar a aquel hombre alto y moreno unos cuarenta años y la paternidad de la niña que andaba sólo un paso detrás de él, buscando refugio contra el viento. De lejos, sometidos a la dudosa precisión de la distancia, los dos se parecían mucho. La niña, también morena, también alta, espigada y de huesos largos, tendría diez u once años. Sara, que no podía saber que sólo había acertado al calcular la edad
de ambos, se preguntó cómo sería la madre, la mujer que se había retrasado buscando algo en el coche o curioseando por la urbanización, y a la que su marido fue a buscar entre un revuelo de hojas de periódico, como grandes paréntesis amarillentos encerrando porciones de aire encarnado, sembrado de pétalos de buganvilla. Hasta ese momento, la escena era tan previsible que resultaba aburrida, pero entonces la niña se quedó sola ante la puerta abierta y ni siquiera insinuó el ademán de entrar. Apoyada en la pared, abrazando al mismo tiempo sus propios brazos, algunos libros y una muñeca de melena rubia, componía una imagen congelada de puro inmóvil, la cabeza quieta, los ojos afilándose en el aire y una expresión de alerta, como si lamentara profundamente estar allí y tuviera motivos para desconfiar de cuanto la rodeaba. La desconocida que la estaba mirando se preguntó qué clase de niño resiste la tentación de entrar trotando en una casa nueva y empezó a sospechar que no llegaría ninguna madre. Apostaba ya por unas vacaciones de padre separado, con o sin nueva pareja, y un larguísimo inventario de rencores filiales, tal vez incluso justificados, cuando volvió a ver al hombre alto y moreno, que caminaba muy despacio, abrazando a otro hombre, una variable que no había considerado. Pero su sorpresa no sobrevivió a los detalles de la escena.
El rezagado andaba como una marioneta mal calibrada, sincronizando con dificultad el movimiento de las piernas, y ladeaba la cabeza para mirar al cielo con la boca siempre abierta, abandonado en los brazos de su acompañante, que le guiaba con la seguridad de quien está acostumbrado a cuidar de alguien que no puede defenderse solo. Más gordo que corpulento y casi completamente calvo, Sara acertó de nuevo al calcular que tendría poco más de treinta años, y comprendió que se había equivocado en todo lo demás al contemplar la sonrisa que iluminó la cara de la niña apenas los volvió a ver. El hombre alto y moreno la rodeó con el brazo izquierdo y la apretó contra sí, manteniendo abrazado al joven con el otro brazo, y les besó muchas veces, en la cabeza y en la cara, consecutiva y atropelladamente, antes de empujarles con suavidad dentro de la casa. Cuando cerró la puerta, su nueva vecina se dijo que parecía un hombre triste. Muy pronto, todas las ventanas de la casa número 37 estuvieron abiertas, todas las contraventanas aseguradas, y Sara Gómez se alejó de la cristalera de su dormitorio con una imprecisa sensación de culpa, como si hubiera cometido un pecado imperdonable al contemplar el desconsuelo de los recién llegados, su pobre alegría. Sentada en el sofá de su salón deshabitado, una sucesión de huecos que reclamaban en vano la presencia de los muebles que su futura propietaria había encargado ya en media docena de tiendas, escuchaba el alarido del levante, libre ahora del obstáculo de los toldos abiertos, más feroz y más monótono, como la implacable banda sonora de una realidad que sucedía al otro lado del jardín y no se detenía nunca. Sin más compañía que aquel zumbido ensordecedor y un paquete de tabaco, empezó a desconfiar de su propia inquietud, el espíritu furtivo, clandestino casi, que había creído distinguir en cada gesto de los recién llegados. Al fin y al cabo, estaba aprendiendo la lección del viento. Ya sabía lo suficiente para sospechar que seguramente en un día de
calma, una buena mañana de playa, plácida y calurosa como la de cualquier otro 13 de agosto, sus nuevos vecinos no le habrían parecido tan extraños.
Una franja anaranjada y asombrosamente intensa suplantaba al azul sobre la línea que dividía el mar del cielo. El sol estaba a punto de ponerse, y sin embargo, antes incluso de llegar a la playa, Juan Olmedo distinguió a contraluz las siluetas de algunos de los improvisados campamentos portátiles que tanto le habían sorprendido por la mañana. Los coches de los domingueros, matrículas sevillanas en su mayoría, les habían escoltado desde la puerta de la urbanización, agolpándose a ambos lados del camino que desembocaba en la primera duna como dos hileras de aplausos dirigidos a la astucia de quien había escogido una casa situada tan cerca del mar. Juan se felicitó a sí mismo y recordó en voz alta, para tranquilizar a Tamara, que aquel día, 14 de agosto, lunes espléndido y apacible como la fotografía de una postal, era víspera de fiesta, la clave del puente más deseado del verano, pero la niña parecía tan feliz con la tregua del viento que ni siquiera le prestó atención. Ninguna multitud habría sido capaz de desanimarla.