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Hasta Alfonso, al que llevaban de la mano entre los dos, parecía contento. La playa estaba tan repleta como era previsible. Lo que Juan no había podido prever, en cambio, eran los peculiares hábitos de los nómadas de fin de semana, familias enteras, con ancianos decrépitos y bebés de pocos meses incluidos, que acotaban una parcela de arena a primera hora de la mañana, cuando ni siquiera había empezado a hacer calor, e invertían horas enteras en componer un trabajoso simulacro de su propia casa a base de tiendas de campaña, lonas de colores y muebles portátiles, hasta convertir la playa en un lugar extraño, como un poblado improvisado con pocos medios para hacer frente a una emergencia. Cuando buscaban un espacio libre cerca de la orilla para extender sus tres humildes esterillas, Juan contempló a una señora mayor que se estaba desayunando un café con leche y unos churros servidos en una vajilla de duralex, con su correspondiente servilleta de tela estampada, y sonrió. El asombroso espectáculo de las costumbres de la gente matizó su disgusto, arrebatándole del borde de los labios una nueva versión de lo que parecía ya la jaculatoria de su mala suerte. Enseguida comprobó, además, que en la orilla del mar, las muchedumbres ejercen el mismo efecto benéfico que en las grandes ciudades. Los bañistas con los que se cruzaban estaban tan atareados buscando un hueco por donde entrar o salir del agua, persiguiendo su pelotita blanca entre las docenas de pelotas idénticas que botaban en la arena mojada, vigilando los cubos y las palas de sus hijos o untándose unos a otros crema bronceadora por todo el cuerpo, que no tenían tiempo ni interés en mirar a Alfonso, más llamativo y desvalido que nunca con el bermudas de rayas oscuras que su sobrina había escogido entre los bañadores que mejor le sentaban.

Juan, que no podía recordarse a sí mismo sin estar preocupado por su hermano pequeño, era absolutamente impermeable ya a la curiosidad ajena, pero la niña había heredado la acerada intransigencia de su madre, y no toleraba ni siquiera la

compasión de los desconocidos. Aquella mañana, sin embargo, los tres se bañaron y jugaron con las olas sin que Tamara se sintiera obligada a interpelar a gritos –¿qué estás mirando tú, imbécil?– a ningún indeseable espectador, y después de comer sardinas asadas casi a la hora de la merienda en el único chiringuito cercano, se bañaron otra vez para volver a casa rendidos de agua y de sol. Todo había marchado tan bien que un par de horas más tarde, cuando Alfonso se quedó dormido en un sofá, Juan se atrevió a salir otra vez para dar un paseo. Le apetecía estar un rato solo y por eso volvió a la playa. Creía que la puesta del sol habría funcionado como el pistoletazo inapelable que decretaba la hora del regreso, pero había acertado sólo a medias. Nadie se bañaba ya, pero aún se veían sombrillas y toldos habitados por cuerpos semidesnudos, niños jugando al fútbol, grupos de adultos que charlaban en sus sillas de plástico, y otros que recogían con gestos lentos, derrotados, los muebles, las lonas y las tiendas de campaña que con tanto brío habían desplegado por la mañana. Juan Olmedo los esquivó a distancia hasta llegar a la orilla, sin llegar a saber muy bien si era cierto que todos le miraban o si la incómoda conciencia de ser observado que aceleraba sus pasos no era más que un inevitable complemento de la sensación de estar haciendo el ridículo. Él ya había vivido en la costa durante algunos años, pero en una ciudad como Cádiz todo era distinto. Allí no habría desentonado con sus inmaculados pantalones blancos y la camiseta azul marino de manga larga que parecía expresamente escogida para combinar con los ligeros mocasines que cubrían sus pies, pero en esta playa, situada a casi dos kilómetros del final del paseo marítimo del pueblo, los andarines llevaban pantalones cortos y zapatillas de deporte. Juan se advirtió que tendría que imitarlos si no quería hacerse famoso como «el madrileño recién llegado que va hecho un brazo de mar», y echó a andar tras ellos hacia una zona erizada de cañas de pescar.

Se sentía como si el levante se hubiera disuelto sólo en la superficie de las cosas, pero siguiera vivo y azotándole por dentro sin piedad. Estaba preocupado y más que eso, confuso, indeciso, enfermo de responsabilidad. Nunca había tenido que tomar tantas decisiones en tan poco tiempo, nunca había dispuesto de un margen tan exiguo para meditar sobre el acierto o el error de cada decisión. Cuando comprendió que Madrid había dejado de ser un buen lugar para vivir, escogió lo que entonces le había parecido la opción más segura, aprovechar la garantía de desorden implícita en el principio de las vacaciones, deslizarse discretamente en ese caos controlado y general que alcanza también a las relaciones sociales, para impedir que nadie llegue a extrañar la ausencia de nadie, como si la propia mecánica del verano asignara de forma automática un billete de vuelta a cada viaje de ida. El plan era muy sencillo y se había desenvuelto sin complicaciones. En los tiempos de Cádiz, se había hecho muy amigo de Miguel Barroso, que ahora ocupaba el cargo de jefe de servicio de Traumatología del hospital de Jerez, y estaba seguro de que apoyaría su petición.

Ésa había sido la principal razón que le había llevado a establecerse en éste y no en otro lugar de la península, aunque ya sabía que aquí iba a encontrar muchas

cosas que le gustaban, el clima, la luz y el carácter de la gente, factores que influyeron en la elección del destino de su primer traslado. Sus padres habían nacido en un pueblo de la Siberia extremeña, pero él apenas había ido hasta allí un par de veces, siempre antes de que naciera Alfonso, y no tenía más relación con aquella tierra que algunas viejas canciones, palabras sueltas que se fugaban de su memoria sin hacer ruido. Juan Olmedo era de Madrid, y sabía que iba a echar de menos Madrid, pero su propia nostalgia, que ya había destrozado su vida una vez, no le preocupaba tanto como la posibilidad de que Tamara no se adaptara a vivir tan lejos de casa, o la hipótesis, más terrorífica aún, de que el inevitable aislamiento de los primeros meses y el contacto con los monitores y alumnos de un centro nuevo empeorara el humor de su hermano. Ahora, cuando nada tenía remedio, Juan tenía la impresión de haberse precipitado en todas sus elecciones. Quizás no habría sido necesario abandonar la ciudad. Quizás hubiera bastado con cambiar de coordenadas, otra casa, otro barrio, otro hospital, otro colegio. Quizás ni siquiera existían verdaderos motivos para tener miedo. Las cañas de pescar no estaban tan lejos de su punto de partida, ni tan próximas entre sí como le habían parecido al principio. Las fue dejando atrás, una a una, mientras descubría que las rocas que se veía obligado a sortear desde hacía un rato no formaban un accidente natural, ni se habían ido amontonando casualmente en la orilla de una playa donde la arena era tan fina que convertía su simple presencia en un misterio. Los bloques de piedra, fundidos por la insensible tenacidad de las olas y el tiempo en una amalgama grisácea, viscosa, sin aristas, penetraban en el mar dibujando una línea más o menos perpendicular hasta cruzarse en ángulo recto con otro muro de rocas, paralelo a la playa, que cambiaba el curso de las olas, dibujando en el agua una raya imposible. Juan recordó que alguien había mencionado una almadraba para aludir a la zona en la que se encontraba su urbanización, y comprendió enseguida por qué los pescadores cargaban con todos sus aparejos hasta un rincón tan alejado del centro. Algunos niños armados con redes y cubos de plástico saltaban entre las rocas, acechando en vano, a la tenue luz de un sol agónico, a los cangrejos y los camarones atrapados en las charcas más cercanas a la orilla, sin querer oír los gritos de la mujer que les reclamaba con insistencia, asegurándoles, con poca fe en sus propias amenazas, que ése sería su último baño del verano si no salían del agua inmediatamente, ahora, pero ya. Juan se detuvo un instante para comprobar que los niños no insinuaban siquiera el más tímido movimiento de regreso y siguió andando, reconfortado por los ingredientes familiares, festivos, de aquella escena.