El emplazamiento del pueblo donde acababa de instalarse era el único aspecto de su nueva vida en el que estaba casi seguro de haber acertado. Desde el primer momento, renunció a vivir en Jerez, y no sólo porque estuviera lejos de la costa. No tenía sentido abandonar una gran ciudad para mudarse a una versión reducida del mismo modelo, como un ensayo, un embrión de lo mismo, y por eso desdeñó también El Puerto de Santa María, que seguía siendo demasiado grande, demasiado urbano, demasiado formal para lo que él pretendía. Había intentado
convencer a Tamara deque su traslado era una involuntaria consecuencia de su condición de funcionario, una decisión que habían tomado otras personas a quienes él ni siquiera conocía, un riesgo al que estaban expuestos todos los médicos de la Seguridad Social, pero tenía la impresión de que ella no había acabado de creérselo, aunque sólo tuviera diez años. La felicidad de esa niña era tan importante para él que le había empujado a buscar la fórmula que parecía más capaz de asegurarla, una vida radicalmente distinta a la que había conocido hasta entonces, una casa en la playa, en una urbanización con piscinas, jardines, pistas de tenis y muchos otros niños alrededor, un colegio al que ir en bicicleta mientras hiciera buen tiempo, y un pueblo bonito, muy tranquilo en invierno, muy animado en verano, de unos treinta mil habitantes desde septiembre hasta junio, más de cien mil en julio y en agosto, lo suficientemente pequeño como para que no cayera en la tentación de compararlo con Madrid a cada paso, pero lo suficientemente grande como para que no se sintiera ahogada por el tamaño de las calles.
Podría haber encontrado una casa más barata, pero ni siquiera se lo planteó. Podría haber estudiado la oferta de otros pueblos de la bahía, pero no tenía mucho tiempo, ni muchas ganas, sobre todo después de comprobar que la recomendación de su nuevo jefe le había encaminado a un lugar que coincidía casi exactamente con lo que había previsto prometer a Tamara cuando empezó a pensar en marcharse. Había puesto a la venta su ático de la calle Martín de los Heros a mediados de abril, unos meses después de haber liquidado la última cuota de una hipoteca que había tardado doce años en pagar, y a finales de junio encontró ya un comprador que no necesitaba el piso hasta septiembre. Confiaba en quela diferencia de precios entre el metro de suelo edificado en un barrio céntrico de la capital y el de cualquier urbanización situada en las afueras de un pueblo de provincias, por muy lujosa que aspirara a ser, le permitiera pagar con comodidad una casa grande y bonita. No se equivocó, y en comprar invirtió incluso menos tiempo que en vender.
Aprovechó su primer día libre entre dos guardias del mes de julio para volar a Jerez a primera hora de la mañana, reunirse con Miguel en el hospital, visitar después el centro en el que tenía previsto matricular a Alfonso en septiembre, y escoger la casa número 37 sobre el plano de la urbanización a media tarde. Había visto solamente el chalet piloto, pero ya tenía bastante. El representante de la inmobiliaria se quedó atónito cuando le vio extender un talón y despedirse a toda prisa, sin echarle un vistazo a la casa siquiera, pretextando que no podía esperar más tiempo sin arriesgarse a perder el último avión a Madrid. Sin embargo, en el par de minutos que tardó en abrir el talonario, tomar nota de la cantidad que dejaba como señal y rellenar los espacios en blanco, le advirtió que quería en los baños azulejos de colores lisos, que prefería que todos los muebles de la cocina estuvieran adosados a una sola pared, y que le agradecería mucho que, antes de que empezaran los pintores, le advirtiera a los electricistas que no quería focos en el techo, sólo un cable con una bombilla en cada punto de luz, porque pensaba poner lámparas en todas las habitaciones.
Por supuesto, daba por descontado que sería verdad que la casa estaría terminada a primeros de agosto.
El vendedor, que nunca había visto a nadie capaz de pensar tan deprisa, asintió mansamente a todo con la cabeza. Un rato después, cuando se paró en el bar, como todas las tardes, para tomarse una copa antesde ir a casa a cenar, lo contó en voz alta, y todos sus conocidos le confirmaron que nunca habían oído nada igual.
Aunque no estuviera dispuesto a admitir ese verbo ni siquiera mientras hablaba consigo mismo, caminando a solas por una playa desierta, Juan Olmedo había salido huyendo de Madrid. Incluso eso lo había hecho por Tamara, pensando principalmente en ella, y sin embargo, aquella noche, la segunda de todo lo que quedaba por pasar, presintió que él mismo aprendería a disfrutar antes que la niña de las ventajas de aquel lugar, y dejó de pesarle la idea de tener que coger el coche cada día para recorrer treinta kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, siempre pendiente de los horarios del autobús de Alfonso. Esa repentina conformidad con el inconveniente más rutinario de su futuro inmediato atenuó la inquietud que le inspiraban conflictos mucho más graves, como si el placer de caminar solo por las tardes, al borde del mar, fuera en sí mismo una promesa de armonía capaz de disolver todas sus dudas, y cuando giró sobre sus talones para regresar a casa estaba de mucho mejor humor.
En el camino de vuelta sólo se cruzó con un par de solitarios que paseaban a sus respectivos perros y, al llegar casi a la altura del sendero por el que debería abandonar la playa, con una mujer que le llamó la atención por las mismas razones a las que su propia aprensión había atribuido antes el interés de los tardíos bañistas que se habían esfumado ya, sin dejar rastro. La luz era tan escasa que apenas la distinguió al principio como un bulto de color crema, atravesado en su mitad superior por una serie de delgadas líneas oscuras, horizontales. Mientras ambos caminaban en sentido opuesto, como si tuvieran previsto encontrarse, distinguió ya con más precisión unatuendo de esos que la gente del interior considera como específicamente marineros, pantalones anchos de punto y un jersey a juego estampado con rayas azul marino, signos indelebles del origen de aquella desconocida a la que Juan Olmedo identificó sin dudar como otra aspirante al título de «madrileña recién llegada que va hecha un brazo de mar». Por eso se fijó en ella. Representaba la edad incierta de esas mujeres que llegan a los cuarenta años bien conservadas para instalarse después, a veces durante mucho tiempo, en una ambigua apariencia de madurez juvenil que sólo se rinde a los primeros síntomas de la vejez, y tenía una cara agradable, incluso atractiva, aunque la belleza de sus ojos no bastara para definirla exactamente como una mujer guapa. Juan no tuvo tiempo de distinguir nada más, pero aquellos pocos detalles le bastaron para estar seguro de que no la conocía de nada. Sin embargo, ella, que había corregido la trayectoria de sus pasos para aproximarse a él, le saludó cuando estuvo a su altura.
Él respondió al saludo sin esfuerzo, por un mecanismo de pura cortesía, como si aquel impulso de desearse mutuamente buenas noches formara parte de una
ceremonia de reconocimiento entre iguales, madrileños recién llegados con un criterio confuso de la elegancia costera. Si su sobrina, mucho más observadora, hubiera presenciado la escena, le habría aclarado que aquella mujer, sin dejar de ser una desconocida, era además la vecina de enfrente.
I
El cansancio y la necesidad
En la cocina de la casa número 31, los muebles se habían dispuesto en forma de ele. El espacio libre, menor del que se habría obtenido adosando la encimera a una sola pared, estaba ocupado por un pequeño velador de aluminio y dos sillas plegables del mismo material, que aportaban un toque funcional, industrial casi, a un conjunto significativo de la libertad con la que su única ocupante adaptaba las sugerencias de las revistas de decoración a sus propias ideas. Sara Gómez siempre había tenido muy buen gusto, poco tiempo y menos dinero. Ahora, la ubérrima cosecha de ceros que florecía en los extractos de su cuenta corriente como una garantía de vacaciones perpetuas estaba produciendo magníficos resultados.