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Sara también se había hecho popular en las oficinas de la in–mobiliaria, pero por razones muy distintas de las que cimentaban la leyenda de Juan Olmedo. Había llegado hasta allí después de recorrer otros puntos de la costa andaluza, estudiando todas las casas en venta tan concienzudamente que, con un simple vistazo, ya era capaz de seleccionar las que merecía la pena visitar. Su expedición había comenzado a mediados de marzo, y no iba a terminar en ninguna fecha concreta, porque Sara Gómez tampoco iba a volver a Madrid. Cuando cruzó la línea divisoria entre las provincias de Málaga y Cádiz, su intención era explorar la costa atlántica hasta la frontera portuguesa antes de escoger un lugar para pasar el resto de su vida, pero estaba ya tan cansada de viajar, y tan desalentada por los resultados de su viaje, que se decidió mucho antes de llegar al final, aceptando el desafío de la única casa que, tras dos meses de infructuosas excursiones inmobiliarias, había logrado sorprenderla.

Podría haber pagado sin esfuerzo un precio muchísimo más alto por cualquiera de los lujosos chalets que le habían ofrecido en la Costa del Sol, pero, aunque algunos le gustaron mucho, todos habían acabado pareciéndole demasiado ostentosos. Tampoco le apetecía vivir rodeada de extranjeros, para destacar contra su voluntad en una palidísima comunidad de vecinos. Si hubiera querido llamar la atención, recapitulaba para sí misma después de cada fracaso, se habría quedado en Madrid y se habría comprado un chalet en El Viso. Lo que buscaba era exactamente lo contrario, y al fin lo encontró en aquella urbanización aislada, concebida según las reglas de la versión más discreta del lujo, habitada por profesionales de clase media alta entre los que le resultaría muy fácil camuflarse, y situada en las afueras de un pueblo de turismo popular, desprovisto de los alicientes de dudosa elegancia que podríanatraer, entre manadas de jeques

árabes, a unos flamantes nuevos ricos como los López Ruiz, esos primos postizos a los que no quería volver a ver nunca más. Resguardado de los vientos y de la curiosidad ajena por unos muros tan altos que apenas consentían divisar desde la carretera los tejados de las casas, ningún detalle visible en el exterior traicionaba la privilegiada naturaleza de aquel mundo aparte que se cerraba sobre sí mismo como las hojas de una planta nocturna, buscando siempre el centro. Al penetrar en él por primera vez, y aunque había recorrido ya docenas de caminos parecidos en los últimos tiempos, Sara se quedó asombrada por la inteligencia de aquel trazado regular, tan sencillo mientras avanzaba como secretamente laberíntico cuando volvía la vista atrás, que hacía difícil relacionar incluso la ardua monotonía de la pared trasera de cada vivienda con el jardín al que se abrían las fachadas principales. Ni siquiera ella habría podido calcular desde fuera el tamaño de las piscinas, las áreas de juego para niños y los campos de deporte que albergaba un recinto que parecía crecer un poco más en cada uno de sus pasos. Esa enigmática elasticidad del espacio adquiría proporciones aún más llamativas en la distribución del chalet piloto, una construcción cúbica de dos plantas coronada por una gran azotea, y tan bien resuelta que tuvo que pedirle al vendedor una cinta métrica para medir las habitaciones una por una antes de admitir que su amplitud no era un efecto óptico. Pero hacía falta mucho más que el ingenio de un buen arquitecto para convencer a Sara Gómez.

Después de acompañarla dos veces, la segunda como auxiliar de mediciones, en un recorrido tan exhaustivo que le permitió reparar en detalles que no había visto aún, a pesar de llevar más de seis meses desempeñando diariamente aquel trabajo, el vendedor se atrevió a sen–tarse en el quicio de la puerta para descansar un rato de aquella clienta a la que, a pesar de su aspecto de señora de toda la vida, no dudó en adjudicar un título de aparejadora como mínimo. Pero ella no mostró la menor consideración por su actitud, y siguió reclamándole sin pausa para descargar sobre sus limitados conocimientos la inagotable metralla de su curiosidad, hasta que consiguió dejarlo clavado en cada pared de la casa. Tuvo que contestar tantas veces que no sabía, que al final optó por arrugar la cara en una convencional mueca de escepticismo solidario, para ahorrarse la vergüenza de articular siempre la misma respuesta. Nadie le había preguntado todavía por qué uno de los puntos de luz del salón estaba desplazado del lugar donde parecía lógico poner una mesa baja, por qué no había una toma de agua para conectar una manguera en cada terraza de la casa, por qué, a juzgar por la distancia que mediaba entre los interruptores de la luz, se había asumido que todas las camas de matrimonio tenían que medir un metro y medio, por qué en los armarios empotrados había solamente dos cajones, por qué el armario alto que contenía un escurridor se había alineado con el seno izquierdo del fregadero, como si todas las amas de casa fueran zurdas, y por qué se había optado por una solución determinada para resolver otro centenar de detalles de semejante y aproximadamente nula importancia.

Estaba seguro de que aquella señora se desvanecería en el aire como un mal sueño cuando, después de haber revelado todos los defectos de una construcción

por cuya calidad él mismo se habría jugado las dos manos al levantarse aquella mañana, le sonrió para anunciarle que estaba casi decidida a comprar. Su contrincante se condecoró mentalmente a sí mismo con la medalla al mérito del vendedor más tenaz de la provincia y le devolvió la sonrisa, convencido de que ya había superado la prueba más dura de sucarrera profesional. Pero ella le desengañó enseguida, y después de dar por supuesto que ambos estarían de acuerdo en la importancia de estudiar la orientación antes de elegir, le preguntó a qué hora del día siguiente le vendría bien quedar para enseñarle todas las casas disponibles. Luego, en un arranque de inteligencia compasiva que él no dejó de apreciar, añadió que tenía muchísimo tiempo libre.

Sara Gómez, compradora, y Ramón Martínez, vendedor, llegaron a hacerse casi amigos durante las siguientes semanas. Ella, que había alquilado un apartamento amueblado en el pueblo para vigilar de cerca el acabado de los últimos detalles, se convirtió en la persona con la que él pasaba más tiempo de lunes a viernes, sin contar a su mujer. Todos los días aparecía por la oficina con una idea nueva, y él tenía que reconocer que casi siempre eran buenas, aunque le exigieran invariablemente estar colgado del teléfono durante un buen rato, averiguando nombres y direcciones que luego tenía mucho cuidado en conservar, para sugerir a los sucesivos clientes las mejoras que iban perfeccionando la casa de Sara como si se le acabaran de ocurrir sobre la marcha. A ella le divertía mucho esta pequeña astucia de Martínez, y aunque se daba cuenta de que pensaba en beneficio de los dos, solía recompensar su ayuda invitándole a tomar el aperitivo en alguna venta de los alrededores. A cambio, él se empeñaba en pagar en días alternos, y metía prisa a electricistas y pintores para que el número 31 estuviera listo antes incluso del plazo señalado, el 1 de julio del año 2000. Lo único que no pudo hacer por la nueva propietaria fue recomendarle una asistenta de confianza, pero acertó al dirigirla a Jerónimo, el jardinero de la urbanización, que se acordó enseguida de su prima Maribel.

La asistenta de Sara tenía treinta años, un hijo de once, unmatrimonio desgraciado a cuestas y bastantes kilos de más, armoniosamente integrados en una figura de estampa decimonónica, un cuerpo redondo y macizo al que sacaba el mejor partido posible gracias a una colección de vestidos ceñidos, muy escotados, cuya sola visión podría haber bastado para que cualquier auténtica señora de toda la vida la rechazara sin llegar a saber cuánto cobraba por hora. Pero Sara no era exactamente lo que parecía, y los bordes oscurecidos, comidos por la lejía, que destrozaban el efecto de las aparatosas sortijas doradas que aquella mujer, arreglada a su manera para causar la mejor impresión posible en una entrevista de trabajo, se había ensartado en todos los dedos, la conmovió tanto que decidió contratarla enseguida.