No se arrepintió. Maribel era trabajadora y animosa, tan capaz de tomar la iniciativa cuando le parecía necesario como de aceptar cualquier clase de instrucciones sin discutirlas entre dientes. Incluso los dos inconvenientes contra los que Sara se había prevenido a sí misma antes de empezar a conocerla, acabaron revelando sus propias ventajas. Andrés, el hijo de Maribel, que se veía
obligado a desperdiciar sus vacaciones acompañando a su madre al trabajo todas
las mañanas, era un niño solitario y taciturno, un adulto prematuro que no hacía
ruido y se quedaba sentado en una silla, leyendo un tebeo con un cochecito de
juguete o un robot en miniatura encerrado en el puño, hasta que Sara, que se
encariñó muy deprisa con él, le animaba a salir a jugar al Jardín o se ofrecía a
llevarlo con ella a la playa.
Por otra parte, y desmintiendo de un plumazo todas las leyes de la herencia, su
madre era incapaz de estar callada. Maribel hablaba como si en cada pausa se
diera cuerda a sí misma, pero el apretado chorro de palabras que brotaba de su
boca mientras sus manos sordas permanecían impasibles, estrechamente
concentradas en el trabajo,representaba la mejor fuente de información de la que
su patrona, una vez relajada su efímera amistad con el vendedor Martínez,
disponía para enterarse de cómo se vivía en aquel pueblo, qué cosas ocurrían, y
qué clase de gente lo habitaba.
Fue también Maribel quien, el primer día laborable después del puente de agosto,
le contó a Sara que los recién llegados se apellidaban Olmedo.
—¡Ay, perdóneme, que ya sé que llego un poco tarde! –proclamó, como todo
saludo, al entrar taconeando en la cocina y encontrar a la dueña de la casa
sentada en una de aquellas sillas plateadas, tan raras, a las que no acababa de
acostumbrarse–. Es que vengo de casa del doctor Olmedo, ya sabe, ¿no?
—No, no sé –respondió Sara, y prestó más atención a la huidiza silueta del niño,
al que acababa de distinguir en el filo de la puerta, asomado sólo a medias–. Ven,
Andrés, pasa… Siéntate conmigo, aquí… Muy bien. ¿Has desayunado ya? –Él
afirmó con la cabeza–.
¿Seguro? ¿No te apetece tomar nada? –Él volvió a responder sin palabras,
negando esta vez, y Sara le cogió de la mano por encima de la mesa y la apretó
un momento entre sus dedos, mientras se preparaba para escuchar una historia
de médicos–. ¿No estará malo el niño, verdad?
—¿Qué niño?
—Pues tu hijo, Maribel, ¿qué niño va a ser?
Ella frunció el ceño para demostrar que esa última aclaración había acabado de
confundirla, y preguntó de nuevo.
—¿Y por qué iba a estar éste malo?
—Pues… –Sara resopló un momento, como si no pudiera seguir forcejeando con
tanto aire en el cuerpo, una sensación que solía acompañar al asombro cada vez
que aquella mujer inculta, pero de inteligencia despierta, se quedaba atascada en
una de sus profundaslagunas de incomprensión–, porque me acabas de decir que
venís de la casa de un médico.
—¡Ah, por eso! Ya me había asustado, y todo… Pero no, qué va –prosiguió ella,
mientras desembarazaba sus pies con cierta dificultad de las escarpadas sandalias
de tiras finísimas que imprimían un sonrosado relieve de líneas cruzadas sobre sus
empeines y alrededor de cada tobillo, para calzarse unas alpargatas muy viejas,
con el esparto deshilachado en el talón–, el doctor Olmedo es el dueño del
número 37, que acaba de llegar…
Anoche me llamó Jero para decírmelo, que el señor le había preguntado si conocía
a alguna mujer que pudiera ir a limpiarle, y yo…
Pues como loca, figúrese, después de haberla encontrado a usted, colocarme en
otra casa, aquí mismo, al lado, y tan cerca de la mía…
Voy a cambiarme.
Aquel día se había puesto su mejor ropa, la más nueva, un vestido rojo, ajustado,
de esa licra barata de mercadillo que pierde elasticidad en cada lavado, pero no
habría sido menos cuidadosa si hubiera aparecido con modelos de otras
temporadas, su traje largo, negro, estampado con florecitas minúsculas y
abotonado por delante, o el de piqué blanco, corto y siempre resplandeciente,
aunque el relieve de la tela estuviera ya desgastado por el roce. Antes de tocar un
grifo, Maribel se encerraba en el baño para reaparecer enseguida con una bata de
algodón rosa, muy vieja y rociada de salpicaduras blanquecinas, que le quedaba
estrecha, llevando entre las manos el paquetito meticulosamente doblado en el
que se había convertido lo que ella llamaba su ropa buena.
Aquella mañana hizo lo mismo que todas las demás, pero estaba tan excitada por
las novedades que siguió hablando desde el baño, forzando la voz para impulsarla
a través de la puerta cerrada.
—Así que esta mañana hemos madrugado, y me he ido derechitaa verles, y muy
bien, ¿sabe?, porque yo me temía que fuera sólo para el verano, pero no, se han
venido para vivir aquí todo el año…
Ellos también son de Madrid, fíjese qué casualidad, él es médico, trabaja en el
hospital de Jerez, igual usted los conoce, Olmedo se llaman…
—Sí, pero no los conozco.
—¿Seguro? –embutida ya en la bata rosa, guardó su vestido nuevo en una bolsa
de lona antes de dar a su señora una segunda oportunidad–.
Si son de Madrid…
—Que no, Maribel –Sara sonrió ante la terca desconfianza de su asistenta, que
nunca se acababa de creer que todos los madrileños a los que ella conocía no
fueran a la vez sus propios conocidos–.
Te lo he dicho muchas veces. Madrid es más de cien veces mayor que este
pueblo. Yo no puedo conocer a toda la gente que vive allí, en serio. Y no es
ninguna casualidad que nos encontremos en todas partes, porque somos como
las moscas.
Muchísimos.
—Ya… –pareció aceptar ella, inclinándose sobre el lavavajillas–. Bueno, el caso es
que son de allí, y han venido por lo del trabajo de él, que ya le he contado…
—¿Y ella? –la interrumpió Sara–. ¿Trabaja también?
—¿Cuál ella? –la asistenta se enderezó para volverse a mirarla.
—Pues… la mujer del médico.
Estará casado, ¿no?
—No. Y eso es lo raro, fíjese… –Maribel volvió a esconder la cara en las tripas de
la máquina, y desde allí siguió hablando–.
Porque pinta de mariquita no tiene, y eso que es guapo, ¿eh? Bueno, lo que se
dice guapo, así, bonito de cara, rubio y todo eso, ya me entiende, pues a lo mejor
no, pero que es muy atractivo, desde luego. Verá… –abandonó por un momento
la vajilla para enumerar los atributos del doctor Olmedo mientras los contaba con
los dedos de una mano–. Alto, delgado peronada esmirriado, con el pelo negro,
sin entradas, bien vestido… Un tío como para estar pillado y requetepillado,
vamos, digo yo, y siendo médico y todo, que ganará un pastón… Pues no tiene
mujer.
Igual está separado, ahora, que la niña no es suya, eso seguro, porque le llama
tío Juan…
—Vive con una niña –comentó Sara sin asombro alguno, para desviar aquel
torrente de noticias hacia la dirección que más le interesaba.
—Sí, igual de grande que éste y bien guapa, ella sí, guapísima, aunque tampoco
sea rubia ni tenga los ojos azules ni nada. Tamara se llama, que suena precioso,
¿verdad? –de espaldas a su interlocutora, que dio un respingo al escuchar aquel