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nombre aparentemente incompatible con la sobriedad del aspecto de su nuevo

vecino, Maribel interpretó el silencio de Sara como una señal de asentimiento–. A

mí también me lo parece. Si algún día tengo una niña, igual la llamo así, no le

digo más… Bueno, pues la sobrina es igual que el tío. Con algo más dulce en la

cara, como más fina, y esa blandura de todos los críos, pero en lo demás igual

igual, lo que se dice escupida, una copia, tendría usted que verla.

Los mismos ojos, la misma boca, la forma de la nariz, todo todo.

Parece que era hija de un hermano de él, que debían de ser clavados, vamos,

digo yo, aunque vete a saber, porque no me he enterado de mucho más, no crea,

que éste se parece a usted, no es de los que cuentan su vida, qué va… Me ha

dicho que la niña era huérfana, a secas, y eso porque he preguntado, que si no…

Yo creo que es por lo del tonto. Es que además viven con un tonto, un retrasado,

¿sabe?, y esas cosas, cuanto menos se hablen y a menos gente se cuenten, pues

mejor, ¿no? Eso me figuro yo, por lo menos… Hermano de él también, el tonto,

como el padre de la niña.

En cuanto que lo vea por aquí, lo va a conocer enseguida, porque escalvo y se le

nota mucho el retraso, al moverse, y al hablar, y eso.

¡Qué pena!, ¿verdad? Pues de un mal parto, fíjese, y lleva toda la vida así, treinta

y dos años, uno encima de otro, que se dice pronto… Me lo ha contado el doctor.

Claro que yo, gracias a Dios, no me voy a quedar nunca a solas con él, porque a

mí esa gente, pobrecitos y todo, pero me dan un poco de repelús, y hasta miedo,

ésa es la verdad, que le da un ataque estando los dos en la casa y a ver qué hago

yo… Porque a esa gente les dan ataques y se ponen muy brutos, no crea, que

una vecina mía tiene una hija así y le pega a su madre de vez en cuando unas

palizas que para qué… Pero no. Éste parece tranquilo y además va a ir a una

especie de colegio para personas como él, en El Puerto, y se va a quedar allí a

comer y todo. Igual que la niña, aunque ella estará en el colegio de aquí al lado,

claro…

Total, que a mí el plan me viene estupendamente, porque yo me voy de aquí a la

una, echo otras cuatro horas en el 37 y cuando vuelvan, a las cinco y pico, ya

tienen la casa limpia y recogidita y yo, a la mía, a descansar, porque voy a acabar

molida, eso sí, pero tranquila, sin más ahogos de dinero, que ya me tocaba… He

estado pensando que, si no dejo la escalera que tengo en el pueblo, entre su casa

y la del doctor me voy a sacar un jornal de albañil, conque figúrese si estoy

contenta, a ver, como para no estarlo… Lo malo van a ser las navidades, y luego

el verano que viene, porque en el colegio del tonto, Alfonso se llama, les dan

vacaciones como a los niños pequeños, que ya me lo ha advertido el doctor, y no

se atreve a dejarlo todo el día solo con su sobrina, así que tendré que estar más

tiempo allí, pero, bueno, ya nos arreglaremos, ¿verdad, Andrés?

Se volvió hacia el niño y le tendió una mirada larga y sólida como un puente antes

de que sus labios sonrieran solos, acatando lanecesidad de una sonrisa

autónoma, independiente de la voluntad del rostro al que pertenecían. Sara, que

había asistido otras veces a escenas semejantes, volvió a quedarse atrapada en

aquel misterio, la secreta intensidad de la relación que unía a Maribel con Andrés,

como una corriente subterránea que aflorara de trecho en trecho, por la propia

violencia de su caudal, a la superficie de la actitud a veces indiferente, y hasta

levemente desdeñosa, que aquella mujer, tan pendiente siempre de pintarse las

uñas de los pies, adoptaba frente a su propio hijo.

En momentos así, Sara ponía en duda sus incipientes teorías sobre la debilidad

moral de su asistenta, y se acercaba a la auténtica brutalidad de su historia, un

destino resumido en la infantil adicción de Maribel a cualquier cosa que brillara,

cosméticos y adornos de las tiendas de todo a cien en los que ella situaba la

frontera entre las personas de verdad y las bestias de carga. Pero la certeza de

que aquel niño tan serio, tan responsable de su propia madre que era capaz de

jugar durante semanas enteras con uno de esos juguetitos que traen los huevos

de chocolate, nunca se había sentido desamparado por dentro, no impedía que

Sara sintiera la necesidad de protegerle al verle cada mañana, tan delgadito, tan

repeinado, tan incómodo en sus ropas heredadas, un absurdo bañador de flores

que le quedaba largo y una camiseta verde, tan estrecha que permitía contarle las

costillas. Por eso aprovechó el primer resquicio de silencio que le ofreció Maribel

para tratar de incluirlo en la conversación.

—Así que esa niña irá a tu clase, ¿no? –recapituló, dedicando al niño su propia

sonrisa.

—A lo mejor –respondió él–.

Del mismo curso sí que es, pero igual la ponen en otro grupo.

—¿Y qué tal, te ha caído bien?—Bueno… –Andrés se quedó pensando–. Sí. Pero

habla muy fino.

—Igual que yo.

—Sí, pero en usted no me da risa.

—Ande, quite, quite… –terció su madre, recuperando vigorosamente su aspereza–. Qué risa ni qué nada, si no ha abierto la boca, que este hijo mío es más corto

que las mangas de un chaleco. ¿Se puede creer que no ha querido ni acercarse a

la Tamara esa? Me he enfadado con él y todo. La niña venga a enseñarle cosas y

él sin decir nada, como si fuera sordomudo…

¡Qué fatiga de niño, por Dios!

—Pues ella tampoco quería –protestó Andrés, irguiéndose en la silla–. Que se lo

ha tenido que mandar su tío, que si no, no hubiera sacado ni un juguete. Y yo sí

que me he acercado a verlos, que conste.

—¡Anda ya! Qué vas a haber visto tú…

—Pero si son cosas de críos, Maribel –intervino Sara. A veces los niños son muy

tímidos, les cuesta hacer amigos. No hay que tomárselo en cuenta.

—¡Ea! Usted defiéndale, ande… Déle la razón, désela…

Como siempre, porque, hay que ver, no se me vaya a ofender, pero la verdad es

que lo tiene usted más consentido que si fuera su abuela, todo el día

contemplando al dichoso niño, y así está él, pues la señora Sara dice esto, pues la

señora Sara dice lo otro, dale que te pego, llevándome la contraria desde que se

levanta hasta que se acuesta, que me lo va a echar a perder de tanto mimarle…

Sara se echó a reír mientras acariciaba la cabeza de Andrés, despeinándole para

volverle a peinar con los dedos.

—¡Qué tonterías dices, Maribel!

Ella tenía su propio secreto con aquel niño, y nunca se lo podría contar a nadie, ni

siquiera a Maribel, porque no lo entendería.Nadie llegaría a entender jamás lo que

sintió Sara Gómez la primera vez que se dio cuenta de que, cuando pensaba en

Andrés, sólo podía recordarlo en blanco y negro.

Arcadio Gómez Gómez era un hombre oscuro. En aquella época, casi todos los hombres lo eran, pero Sarita había aprendido a distinguir con precisión en una escueta gama de grises. En un extremo de la escala estaban todos esos señores que venían de visita a la casa de la calle Velázquez, don Julio, el médico del marido de su madrina, y don Fernando, el abogado, y don César y don Rafael, que eran amigos de don Antonio desde mucho antes de que cayese enfermo, desde antes de ganar la guerra con el ejército al que se alistaron los tres la misma mañana, desde que estudiaron juntos de pequeños en el mismo colegio de los padres jesuitas. Todos ellos se parecían mucho entre sí, de la cabeza, que solían cubrirse con un sombrero rígido adornado con una cinta, hasta los pies, calzados con zapatos de piel terminados en punta y acribillados de agujeritos minúsculos a ambos lados de un pespunte como una ventana gótica alrededor de los cordones. Todos llevaban un bigotito tan fino y tan recto que parecía una línea dibujada con un pincel para dividir en dos mitades escrupulosamente iguales el espacio comprendido entre la base de la nariz y el labio superior. Todos iban siempre vestidos de gris, con trajes de telas ligeras que algunas veces desprendían a la luz reflejos metálicos, o con otros más abrigados, de una franela oscura que daba gusto tocar, y siempre llevaban una insignia en el ojal de la chaqueta, menos don Julio, que se había quedado viudo y se ponía un botón forrado de tela negra para que se supiera que estaba de luto. Doña Sara, su madrina, se entretenía enseñando a la niña a identificarlos tejidos, los cortes y los estilos de su propia ropa, pero nunca le explicó gran cosa acerca de lo que casi parecía el uniforme de