los señores elegantes de la España de los primeros años cincuenta, excepto que todos aquellos trajes, tan intrínsecamente grises que parecían de ese color hasta cuando eran azul marino, habían sido fabricados en Inglaterra, mientras que las corbatas, con su tímida audacia de lunares o estrellitas sobre un fondo liso que a veces se atrevía hasta a ser granate, eran siempre italianas y de seda natural. Estos hombres de gris compensaban la seca monotonía de su aspecto con una sofisticada elegancia que alcanzaba a todos sus gestos, desde la calculada despreocupación con la que entregaban su sombrero a la doncella que les había abierto la puerta, hasta la pericia con la que golpeaban, siempre tres veces y con la fuerza justa, la base del cigarrillo que iban a encender contra la pitillera de plata que se habían sacado del bolsillo interior de la americana con dedos de prestidigitador. Sarita, que los contemplaba a hurtadillas desde la rendija de una puerta entreabierta, disfrutaba de todos los detalles de esas visitas, sobre todo cuando sus protagonistas eran don César y don Rafael, tan bromistas y juveniles siempre que su sola aparición bastaba para iluminar con los brillos de una fiesta improvisada el sombrío salón de aquella casa. Pero la niña, a la que apenas se le consentía aparecer para saludar y para despedirse, se divertía asistiendo de lejos a aquellas reuniones de adultos incluso cuando don Antonio y doña Sara las celebraban a solas con el director espiritual del dueño de la casa, fray José, un dominico de aspecto imponente, alto, gordo, barbudo, que sudaba a chorros hasta en invierno y tenía unos ojos de loco que daban miedo. El padre, como solían llamarle entre ellos, sólo tenía un tema de conversación, El Pardo, dos palabrasque pronunciaba con la contundencia que suele reservarse para los nombres de persona, pero abusando tanto de los sobrentendidos y las medias palabras que resultaba imposible descifrar qué quería contar en realidad. Lo que yo te diga, Antonio, solía concluir doña Sara en voz alta después de despedirle, éste, mucho alardear y mucho darse importancia, pero luego no sabe de la misa la media… Aunque Sarita no entendía el sentido de este reproche mejor que el galimatías verbal de aquel grosero confesor, acabó cogiéndole manía, y aunque seguía espiándole de lejos, nunca más se hizo la remolona para quedarse un rato más en el salón cuando era él quien se sentaba en el sofá de los invitados. Pero ni siquiera fray José, con su hábito ceñido por aquel cordón de soga basta rematado con un nudo, y el rosario de madera que le golpeaba el muslo derecho a cada paso, y la pechera manchada con restos de comida, era un hombre tan oscuro como Arcadio Gómez Gómez, una figura solitaria en el extremo de la escala más opuesto al reflejo nacarado de los auténticos caballeros, un habitante de la frontera donde el gris se aproxima peligrosamente al negro, su padre. Todos los domingos, a mediodía, su padre estaba esperándola delante del portal. Ni una sola vez faltó a su cita, y nunca jamás se retrasó. En invierno y en verano, si llovía o si hacía sol, aterido de frío o disuelto en sudor, él siempre estaba allí, apoyado en el mismo árbol, cuando ella volvía con su madrina de oír misa de once. Al doblar la esquina, distinguían el bulto agrisado y opaco de su cuerpo como una grotesca incorrección del paisaje, una imagen recortada al azar de una fotografía antigua, sin color y sin relieve, implantada por error en la elegancia de
aquella calle, ante un portal inmenso como el atrio de una iglesia, en el centro de un mundo que le desconocía.
Cuando sus miradas se cruzaban porprimera vez con la del intruso, todos se ponían nerviosos. Él se quitaba la gorra a toda prisa para estrujarla entre sus dedos sin darse mucha cuenta de lo que hacía, y empezaba a moverse de lado, midiendo la anchura de la acera con los pies, tres o cuatro pasos en una dirección y tres o cuatro pasos en la dirección contraria, sin dejar nunca de mirarlas ni atreverse tampoco a acortar la distancia que le separaba de ellas. Doña Sara, en cambio, frenaba en seco y buscaba en su bolso con la mano derecha, la izquierda siempre firme alrededor de la mano de la niña, un cigarrillo que encendía inmediatamente, como si no se sintiera capaz de afrontar sin el consuelo del tabaco un nuevo encuentro con aquel hombre desarmado. Sarita se dividía entre su propia inquietud, que la obligaba a girar la cabeza hacia atrás y a cada lado para comprobar que ninguna compañera de colegio estaba cerca, y el miedo de ambos, ese misterioso temor que el visitante de los domingos inspiraba en su madrina y el desasosiego que su padre expresaba metiendo el dedo índice dentro del cuello de su camisa, para tirar de él hacia fuera con gestos bruscos, repetidos, como si se ahogara o el contacto de la tela le abrasara el pecho. En aquella época, a los siete, a los ocho, a los nueve años, no se preguntaba qué era exactamente lo que sentía ella cada mañana de domingo.
No era una niña como las demás, nunca lo había sido, no podía saber qué había ganado y qué había perdido cuando le asignaron un destino que no le correspondía. —Ya está ahí el tío ese…
–después de consumir la mitad del cigarrillo en tres o cuatro chupadas ansiosas, doña Sara masticaba su disgusto entre dientes–. Mira que se lo tengo dicho a tu madre, que venga ella, ella, que a este atravesado no quiero ni verlo. Pues nada, que me lo tengo que tragar todas las semanas, maldita sea su estampa. ¡Qué barbaridad¡Lo que tiene que aguantar una, por Dios… A ella no le gustaba que su madrina hablara así, incumpliendo sus propias normas con una vehemencia que la desconcertaba. En la casa de la calle Velázquez no se hablaba de los padres de Sara, ni bien ni mal, jamás. Cuando la señora tenía que aludir a la madre de la niña, la llamaba por su nombre de pila, como si ya no tuviera nada que ver con ella, Sebastiana lavó hace muchos años unas cortinas como éstas y se las cargó, Sebastiana ponía el pollo asado muy rico, Sebastiana limpiaba los cristales con agua y amoniaco y, a pesar del olor, la verdad es que quedaban muy bien… Al recuperar a su ahijada, los domingos por la tarde, nunca le preguntaba qué tal lo había pasado, si había ido de paseo a alguna parte o si le había gustado la comida, el sonriente interrogatorio al que la sometía sin falta cuando regresaba de una fiesta de cumpleaños o de las excursiones organizadas por su colegio. Aquellas horas permanecían fuera del tiempo, suspendidas en un paréntesis de silencio, desterradas de la realidad, que se desvanecía los domingos a mediodía para recomenzar, ocho horas más tarde, con el baño, la cena y los rezos de todos los días. Ésas eran las reglas de su vida, inmutables y firmes
siempre excepto a la vuelta de misa de once, en aquellos cien metros de acera
que se tambaleaban bajo sus pies, acusando la grieta que aquel lenguaje vulgar,
insólito en su madrina, abría en su cómoda existencia de niña distinta. No le
gustaba oírla hablar así, como si un cuchillo invisible desnudara en cada sílaba
que pronunciaba a la mujer buena y cariñosa que había conocido siempre para
revelar la existencia de una piel ignorada, más dura y más seca, como una
imprecisa amenaza que le obligaba a hacerse preguntas que no quería responder.