En esos momentos trabajaba de encargado en el Great Lost Bear, un bar de Portland; no era un mal empleo y normalmente me exigía sólo cuatro días por semana, pero no era lo mío. Las fuerzas del orden locales no se compadecían demasiado de mis penosas circunstancias. No entendía cómo me había granjeado tantos enemigos, pero Aimee se tomó la molestia de explicármelo, y entonces todo me quedó un poco más claro.
Por raro que parezca, todo eso no me preocupaba tanto como quizá pensasen Hansen y sus superiores. Me había herido el orgullo, y mi abogada luchaba en mi nombre por una cuestión de principios, pero sobre todo porque no quería darles la impresión de que iba a rendirme sólo porque ellos lo dijeran. Sin embargo, en cierto modo me complacía no poder ejercer como detective privado: así me veía descargado de la obligación de ayudar a los demás y disponía de libertad. Si aceptaba un caso, aunque fuese de manera informal, seguramente acabaría en la cárcel. La policía del estado, con su actuación, me había autorizado a ser egoísta y concentrarme en mis propios intereses. Había tardado unos meses en decidir que eso era lo que haría.
Pese a lo que hubiera dicho el viejo Durand unas horas antes, yo no había decidido a la ligera ahondar en mi pasado e indagar en las circunstancias de la muerte de mi padre. Un hombre, un mal hombre que se hacía llamar Kushiel pero que era más conocido como el Coleccionista, me había susurrado al oído que mi familia tenía secretos, que mi grupo sanguíneo no podía ser resultado en modo alguno de la paternidad de mis supuestos progenitores. Durante un tiempo me resistí a afrontarlo. No quería creerlo. Acepté el empleo en el bar, sospecho, como una forma de huida. Sustituí mis obligaciones para con los clientes por mis obligaciones para con Dave Evans, uno de los propietarios del Bear y el hombre que me había ofrecido el puesto. Con el paso del tiempo, y la llegada de otro invierno más, me decidí.
Porque el Coleccionista no había mentido, no del todo. Los grupos sanguíneos no coincidían.
A comienzos del nuevo año empecé a plantear preguntas. En primer lugar intenté ponerme en contacto con aquellos que conocieron a mi padre, en concreto los policías que trabajaban con él. Unos habían muerto. Otros estaban ilocalizables desde su jubilación, como a veces sucede con quienes, una vez cumplido su periodo de servicio, sólo quieren cobrar la pensión y alejarse de todo. Pero conocía los nombres de los dos compañeros de mi padre a quienes había estado más unido, agentes de a pie que se habían graduado en la academia con éclass="underline" Eddie Grace, un par de años mayor, y Jimmy Gallagher, el antiguo compañero de ronda y amigo más íntimo de mi padre. Mi madre a veces aludía con cierto cariño a mi padre y Jimmy como los «Chicos de los Cumpleaños», referencia a sus dos salidas nocturnas anuales por la ciudad. Ésas eran las únicas dos veces al año que mi padre pasaba fuera toda la noche y aparecía por fin poco antes de las doce de la mañana siguiente, entrando con sigilo, casi como si se disculpara, un poco desfallecido pero nunca mareado ni tambaleante, y dormía hasta el atardecer. Mi madre nunca hacía el menor comentario. Era una licencia que le consentía, y él era un hombre que se tomaba pocas licencias, o esa impresión tenía yo.
Y en cuanto a Jimmy Gallagher, no había vuelto a verlo desde poco después del funeral, una vez que vino a casa para interesarse por mi madre y por mí, y ella le dijo que tenía intención de marcharse de Pearl River y regresar a Maine. Mi madre me había mandado a la cama, pero ¿qué adolescente no se habría quedado escuchando en lo alto de la escalera, en busca de la información que, según creía, le ocultaban? Y oí decir a mi madre:
– ¿Tú qué sabías, Jimmy?
– ¿A qué te refieres?
– A todo: la chica, esa gente que vino. ¿Qué sabías?
– Sabía lo de la chica. En cuanto a los otros…
Casi lo vi encogerse de hombros.
– Will dijo que eran las mismas personas.
Jimmy tardó un momento en contestar. Por fin dijo:
– Eso es imposible, y tú lo sabes. Yo maté a una, y el otro murió meses antes. Los muertos no regresan, no así.
– Me lo susurró al oído, Jimmy. -Contenía las lágrimas, pero a duras penas-. Fue una de las últimas cosas que me dijo. Me aseguró que fueron ellos.
– Estaba asustado, Elaine, asustado por ti y por el chico.
– Pero él los mató, Jimmy. Los mató y ni siquiera iban armados.
– No sé por qué…
– Yo sí lo sé: quería detenerlos. Sabía que al final volverían. No necesitaban armas. Lo harían con sus propias manos si era necesario. Quizá…
– ¿Qué?
– Quizás incluso habrían preferido hacerlo con sus propias manos -concluyó.
Entonces se echó a llorar. Oí levantarse a Jimmy y supe que la abrazaba, ofreciéndole consuelo.
– Una cosa sí sé: te quería. Os quería a los dos, y lamentaba todo el daño que te había hecho. Creo que pasó dieciséis años intentando compensarte, pero no lo consiguió. No por ti, sino porque él mismo fue incapaz de perdonarse, así sin más. Sencillamente fue incapaz…
Los sollozos de mi madre eran ahora más intensos, y yo me di la vuelta y regresé con el mayor sigilo a mi habitación, desde donde contemplé la luna por la ventana, y Franklin Avenue, y los caminos que mi padre nunca volvería a recorrer.
El camarero se acercó a recoger nuestros platos. Pareció impresionado por el trabajo de demolición de Ángel y Louis con su comida y decepcionado en igual medida conmigo. Pedimos café y vimos que el local empezaba a vaciarse.
– ¿Podemos hacer algo? -preguntó Ángel.
– No. Creo que esto es cosa mía.
Debió de detectar que algo se agitaba en mi mente, algo cuyos movimientos se reflejaban en mi cara.
– ¿Qué te estás callando? -preguntó.
– Durand me contó que un hombre, de alrededor de treinta años, se acercó a su casa hace un par de meses. Lo sorprendió mientras fisgoneaba. Le llamó la atención y el hombre contestó que estaba «cazando».
– ¿En Pearl River? -dijo Ángel-. ¿Qué cazaba? ¿Duendes?
– Puede que no tuviera nada que ver contigo -intervino Louis.
– Es posible -concedí-. Pero le preguntó a Durand si sabía qué había ocurrido allí.
– Un buscador de emociones. Un turista de crímenes. Ya te has topado con gente así.
– Durand dijo que ese hombre lo puso nervioso, sólo eso; no logró explicarse la razón.
– Entonces poco puedes hacer, a menos que aparezca otra vez.
– Ya, un tipo de cerca de treinta años en Nueva York que pone nerviosa a la gente. No será difícil localizarlo. Joder, esa descripción abarca incluso a la mitad de la alineación titular de los Mets.
Pagamos la cuenta y nos adentramos en la noche.
– Llámanos cuando quieras -dijo Ángel-. Estaremos por aquí.
Pararon un taxi, y los vi alejarse hacia la parte alta de la ciudad. Cuando se perdieron de vista, regresé al restaurante y me senté a la barra para tomarme lentamente otra copa de vino. Pensé en el cazador y me pregunté si era a mí a quien pretendía dar caza.
Y parte de mí deseó que apareciese.
5
El Great Lost Bear era toda una institución en Portland. Ocupaba un local de Forrest Avenue, lejos de la principal ruta turística del Puerto Antiguo, que en su día había albergado un bar, el Bottom's Up. Antes tocaban allí semi big bands, grupos en trayectoria ascendente o descendente, o que habían llegado a un estancamiento en el que lo único importante era tener bolos más o menos bien pagados delante de un público razonablemente numeroso, y a ser posible que no empezara a lanzar botellas cada vez que se apartaban de los grandes éxitos para interpretar una canción nueva.