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Los antiguos focos del escenario seguían en la zona destinada ahora al comedor y daba la impresión de que los comensales no eran más que un preludio de la actuación principal, o de que ellos mismos eran la actuación principal. Una panadería ocupaba la otra mitad del edificio, y a las once y media de la noche, cuando se servía la última ronda en el bar, el local se llenaba de olor a pan horneándose, cosa que provocaba en los clientes ataques de hambre cuando la cocina ya estaba cerrada.

En 1979 el bar cambió de manos y pasó a conocerse como el Grizzly Bear, hasta que una cadena de pizzerías de la Costa Oeste puso pegas al nombre y hubo que llamarlo Great Lost Bear, que en todo caso resultaba más evocador. El Bear se distinguía principalmente, aparte de por su cordialidad y la circunstancia de que servía comidas hasta muy tarde, por su surtido de cervezas: cincuenta y seis cervezas de barril a todas horas del día, a veces incluso sesenta. Pese a estar situado en una zona tranquila de la ciudad, no lejos del campus de la Universidad del Sur de Maine, se había labrado una notable fama a lo largo de los años, y ahora el verano, antes un periodo de inactividad, era la época de mayor afluencia.

Además de contar con la clientela del barrio, el Bear atraía a los aficionados a la cerveza, en su mayoría hombres, y hombres de cierta edad. No alborotaban, no incurrían en excesos, y casi todos se conformaban con hablar de lúpulos y toneles y cerveceras artesanales desconocidas de las que ni siquiera los camareros habían oído hablar. De hecho, cuanto más desconocidas eran, tanto mejor, ya que en el Bear se creaba una especie de competitividad entre determinado grupo de bebedores. De vez en cuando la aparición de una mujer podía distraerlos de la conversación durante un rato, pero siempre habría mujeres; en cambio, uno no siempre estaba sentado al lado de un hombre que había catado todas las cervezas de producción artesanal de Portland, Oregon, pero no sabía nada de Portland, Maine.

Yo era el encargado del Bear desde hacía unos cuatro meses. No andaba escaso de dinero, todavía no, pero me pareció oportuno buscar algún empleo mientras Aimee Price llevaba mi defensa. Tenía una hija que mantener, por más que la madre no me agobiase con los pagos. A veces me preguntaba si Rachel no habría preferido que me apartara de la vida de Sam por completo, pese a que nunca había hecho el menor comentario que me indujera a extraer tal conclusión. Me permitía visitar a Sam en Vermont siempre que quisiera, a condición de que la avisara con cierta antelación. Aun así, a veces sentía la necesidad de ver a Sam (y la verdad sea dicha, a Rachel, ya que aún quedaba algo pendiente entre nosotros) y viajaba a Burlington de improviso. Al margen de alguna que otra mirada de desaprobación por parte del padre de Rachel, ya que ella y Sam vivían en la casa contigua a la propiedad de sus padres, esas visitas improvisadas no habían causado hasta el momento fricciones entre nosotros.

Rachel y yo nos habíamos acostado un par de veces desde la separación, pero ninguno de los dos había planteado la posibilidad de reconciliarnos. Yo no creía que fuera posible, no de momento, pero no por eso iba a dejar de amarla. Así y todo, era una situación que no podía durar. Cada vez nos distanciábamos más. La relación se había acabado, pero ninguno de los dos lo había expresado con palabras.

Pasaba un poco de las cuatro de la tarde del jueves, y el Bear aún estaba tranquilo. Bueno, relativamente tranquilo. Había tres hombres sentados a la barra. Dos eran parroquianos, los arquetípicos personajes de Maine en invierno: botas gastadas, gorras de los Red Sox e incontables capas de ropa que habrían bastado para protegerse de los efectos de una segunda glaciación hasta que a alguien se le ocurriera abrir un bar en una caverna y empezar a producir cerveza otra vez. Se llamaban Scotty y Phil. Normalmente los acompañaba un tercer hombre, un tal Dan, también conocido como «Dan el Gran», «Danny el Niño» o, cuando él no estaba delante, «Dan el Patán», pero ese día en concreto Dan no había ido y ocupaba su lugar un hombre a quien no se consideraba parroquiano, pero parecía a punto de adquirir ese rango ahora que yo trabajaba allí.

Eso no era necesariamente motivo de satisfacción. Jackie Garner me caía bien. Era leal y valiente, y mantenía la boca cerrada acerca de las cosas que había hecho en mi nombre, pero algo suelto le bailaba en la cabeza cuando andaba, y yo tenía mis dudas respecto a su cordura. Era la única persona a quien conocía que, de forma voluntaria, había asistido a la academia militar en lugar de a un instituto normal porque le gustaba la idea de que le enseñaran a disparar, apuñalar y volar cosas. También era la única persona a quien conocía que había sido expulsada discretamente de la academia militar a causa de su excesivo entusiasmo por los disparos, las puñaladas y, muy en especial, las voladuras, entusiasmo que lo convertía en un individuo potencialmente letal tanto para sus camaradas como para sus enemigos. Al final, el ejército le encontró un puesto en sus filas, pero nunca consiguió controlarlo del todo, y no cuesta mucho imaginar el callado hurra de los militares estadounidenses cuando por fin Jackie fue considerado no apto para el servicio.

Peor aún, allí a donde Jackie iba, lo seguían normalmente los hermanos Fulci, Tony y Paulie, y al lado de los Fulci, dos búnkers de forma humana, Jackie parecía la madre Teresa. Hasta el momento no habían honrado el Bear con su presencia, pero era sólo cuestión de tiempo. Aun no sabía cómo explicarle a Dave que tendría que reforzar un par de sillas para ellos. Mucho me temía que en cuanto se enterase de que quizá los Fulci acabaran siendo clientes asiduos me despidiese; eso, o se proveería de un cargamento de armas y se prepararía para un asedio.

– ¿Dan no anda por aquí? -pregunté a Scotty.

– No, está otra vez ingresado. Cree que igual es esquizofrénico.

No me extrañaba. Seguro que era algo terminado en «ico», y esquizofrénico no era un mal punto de partida.

– ¿Sigue saliendo con aquella chica? -preguntó Phil.

– Bueno, una de sus personalidades, sí -contestó Scotty, y se echó a reír.

Phil arrugó el entrecejo. No era tan listo como Scotty. Nunca había votado porque, en su opinión, las máquinas eran demasiado complicadas. Uno de sus hermanos, aún menos dotado que él intelectual-mente, acabó en la cárcel después de escribir al reality show «Atrapar a un depredador» de Dateline NBC pidiendo que le concertaran una cita con una menor.

– Ya sabes cuáclass="underline" la que no es muy lista -prosiguió Phil como si Scotty no hubiese hablado. Se detuvo a pensar por un momento-. Se llama Lia. Más tonta que una caja de donuts.

Estaba claro que el viejo proverbio sobre la gente que vivía en casas de cristal no había hecho mella en Phiclass="underline" era la clase de individuo que arrojaría una piedra contra una pared de cristal y se sorprendería de que no rebotase.

– Ahí te quedas corto -dijo Scotty-. La chica se hizo un tatuaje en la cárcel y ni siquiera sabía escribir su nombre. Tres putas letras. ¿Tan difícil es? Ahora lleva «Lai» tatuado en el brazo y va por ahí diciendo a la gente que es medio hawaiana.

– ¿No estaba en una secta?

– Sí. Tampoco sabía escribir el nombre, o eso, o movió la mano mientras se lo hacían. Ahora tiene que llevar tapado el brazo izquierdo, sobre todo en la iglesia.

– En fin, tampoco es que Dan el Gran sea lo que se dice un buen partido -comentó Jackie-. Vive con su madre y duerme en una cama con forma de coche.