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– Jackie -señalé-, tú también vives con tu madre.

– Ya, pero no duermo en una cama con forma de coche.

Los dejé con lo suyo, planteándome si no serían aquellos tres los primeros a quienes debía prohibir la entrada en el bar, y fui a ayudar a Gary Maser a almacenar las botellas de cerveza nacional. Había contratado a Gary poco después de ponerme al frente del bar, y trabajaba bien. Cuando acabamos y serví sendos cafés para él y para mí, por desgracia seguían allí Jackie, Phil y Scotty. Jackie leía algo del periódico en voz alta.

– Ya está otra vez aquel tío, el de Ogunquit, aquel al que abdujeron los alienígenas -explicó-. Ahora sale con que ya no puede encender la tele. Dice que los canales empiezan a cambiar solos sin que él toque el mando, y entonces le zumba la cabeza. -Jackie reflexionó un momento-. ¿Por qué será que estas cosas siempre pasan en Ogunquit?

– O en Fort Kent -añadió Scotty.

– Uy, sí, Fort Kent, no veas -coincidió Phil.

Los tres asintieron con un gesto de solemne conformidad. En la Costa Este corría la idea de que en ciertas zonas recónditas del norte de Maine la gente se volvía muy rara. Como Fort Kent se encontraba tan al norte, en el territorio que había justo antes de adoptar la nacionalidad canadiense, se deducía que sus habitantes eran la rareza personificada.

– Porque, a ver -prosiguió Jackie-, ¿qué se piensan esos alienígenas que van a averiguar metiéndole una sonda por el culo a un fulano de Ogunquit?

– Aparte de lo evidente -señaló Phil.

– Como, por ejemplo, que no conviene volver a hacerlo -comentó Scotty.

– Lo lógico sería que abdujesen a generales o a científicos nucleares -continuó Jackie-, y en cambio lo único que hacen, al parecer, es llevarse a tarados y paletos.

– Soldados de a pie -dijo Phil.

– Es la primera tanda -apuntó Scotty-. A ésos es a quienes los alienígenas tendrán que…, ya sabéis, someter.

– Pero ¿para qué la sonda? -preguntó Jackie-. ¿Qué sentido tiene?

– Igual alguien les ha tomado el pelo -aventuró Phil-. Algún venusiano les habrá dicho: «Sí, cuando vas y les metes una sonda por el culo, se encienden».

– O suena música -agregó Scotty.

– La verdad es que no me lo explico -concluyó Jackie.

En el otro extremo de la barra un hombre escribía rápidamente en un cuaderno. Me sonaba su cara, y pensé que tal vez había estado allí la semana anterior, aunque no era un cliente asiduo. Tenía cincuenta y tantos años y vestía una chaqueta de tweed marrón y camisa blanca con el cuello desabrochado. Llevaba el pelo corto, y envejecía bien o gastaba mucho dinero en Grecian. Un rato antes, al servirle, había percibido el aroma de un aftershave caro. Le quedaba un dedo de cerveza en el vaso. Me acerqué a él.

– ¿Le sirvo otra?

Cuando me vio aproximarme, cerró el cuaderno y consultó el reloj.

– No, gracias. Tráigame la cuenta.

Asentí y se la di.

– Un local agradable -comentó.

– Sí, lo es.

– ¿Trabaja aquí desde hace mucho?

– No. Ni siquiera estaría trabajando hoy si uno de los camareros habituales no se hubiese puesto enfermo.

– ¿Y qué hace aquí? ¿Es el encargado?

– Soy el encargado del bar.

– Ah. -Mordiéndose el labio inferior, pareció estudiarme por un momento-. En fin, ya me voy. Hasta la próxima.

– Eso -dije. Lo observé marcharse. Jackie advirtió mi expresión.

– ¿Pasa algo? -preguntó.

– Seguramente no.

Durante el resto de la velada no tuve tiempo para pensar en el desconocido. En el Bear, el jueves se organizaba siempre la noche de la cerveza artesanal, y se presentaba una en particular como la marca del día; esa noche habíamos elegido una pequeña cervecera llamada Andrew's Brewing Company, un negocio familiar de Lincolnville. Al cabo de unos minutos estábamos con el agua al cuello, y nos las vimos y nos las deseamos para no acabar desbordados. Dos fiestas de cumpleaños con gran número de invitados, uno de los grupos casi íntegramente masculino, el otro sólo femenino, llegaron al restaurante al mismo tiempo y en el transcurso de la noche empezaron a fundirse en un todo indiscernible de carnalidad alimentada por el alcohol. Rara vez quedaba más de un taburete libre en la barra y daba la impresión de que todo el mundo quería comer además de beber. Escasos de personal como andábamos, Gary y yo tuvimos que trabajar seis horas sin descanso. Ni siquiera recuerdo ver marcharse a Jackie; yo debía de estar cambiando un barril cuando él salió.

– Todavía estamos en febrero, ¿no? -preguntó Gary mientras preparaba unos margaritas para Sarah, una de las camareras de mesa habituales, que siempre llevaba un pañuelo en la cabeza, por lo cual era fácil localizarla en noches como ésa.

– Eso creo.

– Entonces, ¿de dónde demonios ha salido toda esta gente? Es febrero.

A eso de las diez y media las cosas se tranquilizaron un poco y dispusimos de un rato para reabastecernos y ocuparnos de nuestras bajas. Uno de los cocineros se había hecho un buen corte en la palma de la mano con un cuchillo y la herida necesitaba unos puntos. Ahora que reinaba una relativa calma en el Bear, podía ir él mismo en coche a urgencias. Aparte de eso, en la cocina la situación era la de siempre: unas cuantas quemaduras menores y los ánimos exaltados. Algo debo decir en favor de los cocineros: siempre proporcionaban entretenimiento. Los que trabajaban en el Bear eran mejores que la mayoría. Conocía a gente en el sector que dedicaba una considerable parte de su tiempo a sacar de la cárcel bajo fianza a sus cocineros, encontrarles sitio donde dormir cuando sus medias naranjas los ponían de patitas en la calle y, de vez en cuando, someterlos a palos sólo para mantenerlos bajo control.

Un grupo de policías de Portland se había apostado cerca de la puerta. Gary venía atendiéndolos la mayor parte de la noche. El Bear era un local muy frecuentado por las fuerzas del orden de la ciudad: había aparcamiento, la cerveza era buena, servía cenas hasta la hora de cierre y estaba a una distancia prudencial del Puerto Antiguo y de la jefatura de policía de Portland, suficiente para darles la sensación de hallarse fuera del alcance del radar. Quizá también los atraía su aspecto de búnker. El Bear no tenía muchas ventanas, y si se apagaban todas las luces, dentro quedaba oscuro como boca de lobo.

De pronto, mientras yo los observaba, el grupo de policías se dispersó un poco y una figura conocida se abrió paso hasta la barra. Yo pensaba que todos eran policías de Portland, pero me equivocaba. Al menos uno de ellos era del estado: Hansen, el inspector de la jefatura de Gray, quien se deleitaba más que nadie con mi situación. Tenía un aspecto saludable, los ojos más verdes que azules, el pelo muy negro y una permanente sombra en la cara después de años de afeitarse con maquinilla eléctrica. Como de costumbre, vestía mejor que el policía medio. Llevaba un traje azul marino de buen corte y una corbata azul turquesa. Una aguja de oro destellaba al reflejarse en ella las luces de encima de la barra.

Tomó asiento lejos del grupo principal y colocó su vaso casi vacío en la barra. Luego entrelazó las manos y aguardó a que me acercase. Dejé pasar un par de segundos y me resigné a tener que tratar con él.

– ¿Qué le pongo, inspector?

No contestó. Apretando los dientes inferiores contra los incisivos superiores tensó la mandíbula. Me pregunté cuánto habría bebido ya y decidí que seguramente no mucho. No parecía un hombre a quien le gustase perder el control.

– Me he enterado de que trabaja usted en este bar -dijo.

– Ha tardado lo suyo en dejarse caer por aquí.

– Esto no es una visita de cortesía.

– Ya lo supongo. Dudo mucho que la cortesía forme parte de su manera de ser.

Apartó la mirada con un ligero cabeceo: un hombre razonable ante otro que no lo era en absoluto.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó, abarcando el bar, la clientela, quizás el mundo entero, con un gesto de desdén.