Viví. Eso hice. A ellas se las llevaron, pero yo seguí aquí. Encontré al que las había matado y yo lo maté a él, pero no me produjo satisfacción alguna. No alivió el lancinante dolor. No por eso me fue más fácil sobrellevar la pérdida, y casi me costó el alma, si es que tengo alma. El Coleccionista, depositario de antiguos secretos, me dijo en cierta ocasión que no tenía, y a veces tiendo a creerle.
Aún siento su pérdida todos los días. Es lo que me define.
Soy la sombra proyectada por todo lo que existió en otro tiempo.
7
Sentado en el sótano, Daniel Faraday sintió que poco a poco el dolor daba paso a la ira. El cuerpo de su hijo, muerto hacía cuatro días, yacía aún en el depósito. Les habían asegurado que entregarían sus restos para el entierro al día siguiente. El jefe de policía se lo había prometido esa misma tarde durante su visita, unas horas antes.
En los días posteriores al hallazgo del cadáver de Bobby, Daniel y su mujer se convirtieron en fantasmas en su propia casa, criaturas definidas únicamente por la pérdida, y la ausencia, y la pena. Su único hijo ya no estaba entre ellos, y Daniel sabía que su fallecimiento señalaba también la muerte de su matrimonio en todos los sentidos salvo nominalmente. Bobby había mantenido unida a la pareja, pero su padre no se dio cuenta de cuánto le debían hasta que se marchó a la universidad y luego volvió. Gran parte de las conversaciones con su esposa giraban en torno a las actividades de su querido hijo: las esperanzas depositadas en él, los temores, alguna que otra decepción, aunque éstas se le antojaban a Daniel tan triviales que ahora se reprochaba habérselas planteado siquiera al chico. Lamentaba cada palabra en mal tono, cada discusión, cada hora de hosco silencio transcurrida después del conflicto. Al mismo tiempo, recordaba los detalles de cada desavenencia, y sabía que todas las palabras pronunciadas con ira habían sido pronunciadas también por amor.
Se encontraba en lo que fue el espacio de su hijo. Había un televisor y un aparato estéreo, y un soporte para la iPod, aunque Bobby era uno de los pocos chicos del pueblo que, en casa, aún prefería escuchar la música en vinilo. Había heredado la vieja colección de discos de su padre, la mayor parte clásicos de los años sesenta y setenta, incorporando álbumes de los estantes de tiendas de discos de segunda mano y alguna que otra subasta en casas particulares. Aún había un elepé en el plato del tocadiscos, una copia de After the Gold Rush de Neil Young; la superficie era una maraña de minúsculas rayas y, sin embargo, al menos por lo que se refería a Bobby, todavía audible, los chasquidos y susurros formaba parte de la historia del disco, su calidez y humanidad realzados por los defectos que había acumulado a lo largo de los años.
Una enorme alfombra que siempre olía ligeramente a cerveza derramada y patatas fritas rancias cubría la mayor parte del suelo del sótano. Había estanterías y un archivador gris con los cajones llenos de viejas fotografías, apuntes de la facultad, libros de texto y, sin que lo supiera la madre del chico, un poco de pornografía light. En un extremo, de cara al televisor, estaba el maltrecho sofá rojo, con un cojín azul manchado. En éste se dibujaba aún la huella de la cabeza de su hijo, y el sofá conservaba la forma de su cuerpo, de modo que en la exigua luz proyectada por la única lámpara del sótano daba la impresión de que el fantasma de Bobby había regresado allí de alguna manera, ocupando su antigua posición, una cosa invisible y sin embargo con peso y sustancia. Daniel deseó hacerse un ovillo allí, amoldar su cuerpo a los rebordes y huecos del sofá, fundirse con su hijo perdido, pero se contuvo. De haberlo hecho, habría alterado la señal allí dejada por él y se habría desvanecido así algo de su esencia. No se tumbaría en ese sofá. Nadie se tumbaría. Sería un monumento conmemorativo a todo lo que le habían arrebatado a él, a ellos.
Al principio sintió sólo la conmoción. Bobby no podía haberse ido de este mundo. No podía estar muerto. La muerte era para los viejos y para los enfermos. La muerte era para los hijos de otros hombres. Su hijo era mortal, pero la mortalidad aún no había proyectado su sombra sobre él. Su fallecimiento debía haber sido algo lejano en el tiempo, y sus padres debían haber abandonado la vida antes que él. Él tenía que haber guardado luto por ellos. No era justo, no era natural, que ahora ellos se vieran obligados a llorar sobre sus restos, a contemplar cómo descendía su ataúd en la fosa. Volvió a recordar la imagen del cadáver sobre la camilla en el depósito, cubierto con una sábana, hinchado por los gases de la descomposición, una profunda marca roja alrededor del cuello donde se le había hincado la soga.
Suicidio. Ése fue el veredicto inicial. Bobby se había asfixiado rodeándose el cuello con un lazo, atando el otro extremo de la soga a un árbol y echándose hacia delante con todo el peso de su cuerpo. En algún momento había comprendido el horror de lo que estaba a punto de ocurrir y forcejeó para liberarse, arañándose y desgarrándose la carne, incluso arrancándose una uña, pero para entonces la soga le había ceñido la garganta con fuerza, diseñado el nudo de manera tal que si le fallaba el valor, no fallase el instrumento de su autodestrucción.
El jefe de policía les había preguntado, en esas primeras horas, si conocían alguna razón por la que Bobby desease suicidarse. ¿Era desdichado? ¿Existían en su vida tensiones fuera de lo común? ¿Debía dinero a alguien? La autopsia reveló que había bebido mucho antes de morir, y su moto apareció en una zanja en el borde del campo. Según el juez de instrucción, era un milagro que el chico hubiese conseguido llegar tan lejos en moto teniendo en cuenta la cantidad de alcohol consumido.
Y a Daniel Faraday no se le ocurrió más razón para el comportamiento de su hijo que aquella chica, Emily, la que había considerado que su hijo no era lo bastante bueno para ella.
Pero esa tarde el jefe de policía había vuelto a pasar por la casa, y ahora las circunstancias parecían muy distintas. Era una cuestión de ángulos y fuerza, les había explicado, aunque él y los inspectores de la policía del estado ya habían expresado sus sospechas entre sí, por el carácter de las heridas dejadas por la soga en la piel. Su hijo tenía dos marcas en el cuello, pero la primera ocultaba la segunda, y había sido necesaria la intervención de la forense jefe del estado para confirmar las sospechas de su ayudante. Dos marcas: la primera causada por la asfixia desde atrás, posiblemente mientras el chico yacía en el suelo, a juzgar por algunas magulladuras en la espalda, debido quizás a que el agresor se había arrodillado sobre él. La herida inicial no fue mortal, pero causó la pérdida del conocimiento. La muerte se había producido como consecuencia de la segunda herida. Con el lazo alrededor del cuello y el otro extremo de la soga atado al tronco del árbol, lo habían puesto de rodillas. El asesino, o los asesinos, había aplicado entonces mayor presión en la espalda obligándolo a caer hacia delante de modo que se estrangulase lentamente.
Según el jefe, se requería una fortaleza física y un esfuerzo considerables para matar así a un joven grande y fuerte como Bobby Faraday. Estaban analizando la soga en busca de restos de ADN, y también la parte inferior del árbol, pero…
Aguardaron a que continuase.
El autor o autores de la muerte de Bobby habían actuado con sumo cuidado, explicó. Habían empapado con agua y barro del embalse la ropa y el pelo de Bobby, además de las uñas y la piel de sus manos. Sin duda la intención era contaminar cualquier prueba residual, y lo consiguieron. Las autoridades no iban a rendirse en su búsqueda del asesino, les aseguró, pero habían complicado mucho su labor. Les pidió que no divulgaran esa información de momento, y ellos accedieron.