Emily Kindler estaba sentada a la mesa de la cocina. Detrás de ella, la mujer de Daniel preparaba un té.
– Señor Faraday -dijo Emily.
Daniel descubrió que era capaz de sonreírle. Fue la mínima expresión de una sonrisa, pero traslucía sincera calidez. Ya no podía culparla por lo sucedido, y ahora ella representaba más bien un lazo con su hijo, leña para el fuego de su memoria.
– Emily -dijo él-, ¿qué tal?
– Bien, supongo.
Ella no podía mirarlo a la cara. Daniel sabía que, con su rechazo, la había herido profundamente, y si bien acababa de absolverla de toda culpa, ella aún no lo había perdonado. Era la primera vez que se veían desde aquel día, y podía decirse, pues, que no la había resarcido de ninguna manera por el desaire.
Su esposa se acercó y acarició el pelo a la chica con la palma de la mano, arreglándole los mechones sueltos. Daniel pensó que se parecían un poco: las dos pálidas y sin maquillar, con ojeras a causa del dolor.
– He venido a deciros que me marcho después del funeral.
– Oye, Emily, te debo una disculpa -dijo Danny, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas. Alargó el brazo, y ella le permitió cogerle la mano-. Aquel día, el día que encontraron a Bobby, yo estaba fuera de mí. Sentía tal dolor, tal conmoción, que no era capaz…, no era capaz…
Le faltaron las palabras. No quería mentirle, pero tampoco quería decirle la verdad.
– Entiendo que no pudieras mirarme -dijo ella-. Pensaste que yo era la culpable. Quizás aún lo piensas.
Daniel se dio cuenta de que le temblaba el mentón y le escocían los ojos. No quería llorar delante de ella. Cabeceó.
– Lo siento -se disculpó-. Perdóname por haber pensado eso de ti.
Emily, vacilante, le tomó de la mano mientras su esposa colocaba tres tazas en la mesa y servía el té en una vieja tetera de porcelana.
– Gracias.
– El jefe Dashut ha pasado por aquí hace un rato -prosiguió él-. Ha dicho que Bobby no se quitó la vida. Fue asesinado. Nos ha pedido que de momento lo mantengamos en secreto. No se lo hemos dicho a nadie más, pero tú…, tú debes saberlo.
La chica dejó escapar un leve gemido. Perdió por completo el escaso color que aún le teñía el rostro.
– ¿Cómo?
– Las heridas no concuerdan con un suicidio. -Daniel ahora lloraba-. Bobby murió asesinado. Primero le impidieron respirar hasta que perdió el conocimiento; luego apretaron el lazo alrededor de su cuello hasta que murió. ¿Quién sería capaz de semejante cosa? ¿Quién podría hacerle algo así a mi hijo?
Daniel intentó retenerle la mano, pero ella la retiró y se puso en pie, tambaleándose sobre sus zapatos de tacón bajo.
– No -dijo ella. De pronto se dio media vuelta y, con la brusquedad del movimiento, tiró con la mano la taza más cercana, que se hizo añicos contra el suelo de baldosas-. Tengo que irme. No puedo quedarme aquí.
Daniel dejó de llorar en el acto al percibir algo extraño en el tono de su voz.
– ¿Qué quieres decir?
– No puedo quedarme, sólo eso. Debo irme.
Ella sabía algo. Daniel lo vio en sus ojos.
– ¿Qué sabes? -preguntó-. ¿Qué sabes de la muerte de mi hijo?
Oyó hablar a su mujer, pero no la escuchó. Tenía toda su atención puesta en la chica. Emily, con los ojos desorbitados, miraba fijamente hacia la ventana detrás de él, donde su rostro se reflejaba en el cristal. Parecía desconcertada, como si no fuera ésa la imagen que esperaba ver.
– Cuéntamelo -rogó él-. Por favor.
Emily siguió callada. Al cabo de un momento, en voz baja, contestó:
– Yo he sido la causante de esto.
– ¿Qué? ¿Cómo?
– Traigo mala suerte. La llevo conmigo. Me sigue a todas partes.
Lo miró por primera vez, y él se estremeció. Nunca había visto tal desolación en los ojos de un ser humano, ni siquiera en los de su mujer cuando le comunicó la muerte de su hijo, ni siquiera en los suyos cuando se miró en el espejo y vio al padre de un hijo muerto.
– ¿Qué es lo que te sigue?
A los ojos de Emily asomaron las primeras lágrimas, y aunque continuó hablando, Daniel tuvo la sensación de que su presencia y la de su mujer en la cocina le eran indiferentes. Hablaba con otros, o quizá consigo misma.
– Algo me persigue -dijo-, alguien me persigue, va tras mis pasos. Nunca me dejará en paz. No me dará tregua. Hace daño a las personas que yo amo. Yo les traigo la desgracia. Aunque no quiero, es así.
Lentamente, Daniel se acercó a ella.
– Emmy -dijo, usando el apelativo cariñoso que empleaba su propio hijo-, eso no tiene pies ni cabeza. ¿Quién es esa persona?
– No lo sé -respondió ella con la cabeza gacha-. No lo sé.
Daniel deseó sacudirla, arrancarle la información a golpes. Ignoraba si hablaba de una persona real o de una sombra imaginada, un espectro invocado para explicar su propio suplicio. Un ente desconocido había matado a Bobby. Y ahora estaba allí la ex novia de su hijo diciendo que alguien la seguía. Eso requería una explicación.
Emily pareció adivinarle el pensamiento, porque cuando él hizo ademán de sujetarla, se escabulló.
– ¡No me toques!
Daniel se quedó inmóvil ante la vehemencia de sus palabras.
– Emily, tienes que explicarlo. Debes decirle a la policía lo que acabas de decirnos a nosotros.
Ella apenas pudo contener la risa.
– ¿Decirles qué? ¿Que algo me persigue? -En ese momento, ya en el recibidor, retrocedía hacia la puerta-. Lamento lo que le pasó a Bobby, pero no pienso quedarme aquí. Me ha encontrado. Es hora de seguir mi camino.
Buscó a tientas el picaporte y lo giró. Fuera, Daniel presintió la inminente nevada. Aquel veranillo tocaba a su fin. Pronto arreciarían las ventiscas y la tumba de su hijo sería un hoyo oscuro, como una herida en medio de la blancura, cuando depositaran allí su ataúd.
Se echó a correr cuando Emily se dio media vuelta para marcharse, pero ella era más rápida que él. Llegó a rozar la tela de su falda y entonces, tropezando en el peldaño del porche, cayó pesadamente de rodillas. Para cuando consiguió ponerse en pie, ella ya corría calle abajo. Intentó seguirla, pero le dolían las piernas y estaba aturdido por la caída. Se apoyó en la verja, sus facciones contraídas por el dolor y la frustración, mientras su mujer lo sujetaba por los hombros y le hacía preguntas que él era incapaz de contestar.
Daniel llamó a la policía en cuanto entró en su casa. La agente de la centralita apuntó su nombre y su número y prometió transmitirle su mensaje al jefe. Él insistió en que era urgente y pidió el número del móvil de Dashut, pero ella le dijo que el jefe no estaba en el pueblo y había dejado orden de que, al menos durante esa noche, no lo molestaran por nada. Al final prometió comunicárselo al jefe tan pronto como Daniel desocupase la línea. Sin más opción, Daniel le dio las gracias y colgó.
El jefe no le devolvió la llamada esa noche, pese a que la agente de la centralita le informó de la llamada de Daniel Faraday. Estaba pasándoselo en grande con su familia en la fiesta del cuadragésimo cumpleaños de su hermano, y consideraba que se lo tenía bien merecido. No había contado a Daniel Faraday y su mujer todo lo que había descubierto. Esa mañana, uno de sus hombres había llamado la atención de Dashut sobre una señal en el pie del árbol al que habían atado a Bobby Faraday. Eran tantas las iniciales grabadas en la corteza a lo largo de los años por los chicos que iban allí a pegarse el lote que el árbol se había convertido en un monumento al amor y la lujuria, tanto los efímeros como los imperecederos.