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Pero se advertía otra marca en la corteza, y muy reciente a juzgar por el color de la madera que asomaba debajo. Era una especie de símbolo, algo que Dashut nunca había visto.

Se aseguró de que lo fotografiaran, y tenía la intención de informarse al respecto al día siguiente. Quizás el símbolo no significaba nada, claro, o no tuviera relación alguna con el asesinato de Faraday, pero su presencia en el lugar del hecho lo inquietaba. Incluso durante la fiesta, pese a sus esfuerzos por quitárselo de la cabeza, volvió a recordarlo una y otra vez y, con el dedo húmedo, lo reprodujo en la mesa, como si así pudiera revelarse su significado.

Cuando acabó la fiesta, eran más de las dos de la madrugada. Daniel Faraday, decidió el jefe, tendría que esperar hasta el día siguiente.

Daniel Faraday y su mujer murieron esa noche. Los mandos de la cocina de gas estaban abiertos al máximo. Tanto las ventanas como las puertas delantera y trasera ajustaban perfectamente en sus marcos, ya que Daniel, supervisor en una de las compañías locales de suministros, conocía el coste de las fugas de calor en invierno, por lo que no escapó de la casa ni un poco de gas. Al parecer, su esposa flaqueó en algún momento (o cabía también la horrenda posibilidad de que aquello no hubiese sido un pacto entre los dos, sino un asesinato seguido de un suicidio por parte del marido), porque su cuerpo apareció tendido en el suelo del dormitorio. En la mesa de la cocina se encontró una fotografía de los Faraday con su hijo, junto con un ramillete de flores de invierno. Se dio por supuesto que se habían quitado la vida a causa del dolor, y el jefe se sintió abrumado por la culpa, acordándose de que no había devuelto la llamada. Ante eso tomó la determinación, más firme si cabe, de encontrar al autor de la muerte de Bobby Faraday, a la par que crecía su extrañeza ante aquellos tres aparentes suicidios, todos en una misma familia, uno de los cuales, como se había demostrado ya, no era lo que aparentaba en un principio.

Emily acabó de hacer la maleta al volver de casa de los Faraday. Se había preparado para abandonar el pueblo desde la desaparición de Bobby, presintiendo (aunque no lo expresó de viva voz) que Bobby no regresaría, que una terrible desgracia le había ocurrido. El hallazgo del cadáver y la naturaleza de su muerte no hicieron más que confirmar lo que ya sabía. Habían dado con ella. Ya era hora de ponerse en marcha otra vez.

Emily huía desde hacía años de aquello que la perseguía. Cada vez se escondía mejor, pero no hasta el punto de poder permanecer oculta para siempre. Al final, sospechaba, la atraparía.

La atraparía y la consumiría.

8

Al día siguiente libré, y por primera vez desde hacía tiempo tuve ocasión de ver lo alterado que estaba Walter. Golpeaba la puerta con la pata para que lo dejara salir; luego, al cabo de unos minutos, suplicaba que lo dejara entrar. Parecía no querer apartarse de mi lado durante mucho rato, pero le costaba dormir. Cuando Bob Johnson se acercó a saludar durante su paseo de cada mañana, Walter no quiso acercarse a él, ni siquiera al ofrecerle Bob media galleta que llevaba en el bolsillo.

– Ya se comportaba así cuando te fuiste a Nueva York -dijo Bob-. Ese fin de semana llegué a pensar que estaba enfermo, pero por lo que veo sigue igual.

Esa tarde llevé a Walter a la veterinaria, que no advirtió nada anormal.

– ¿Se queda mucho tiempo solo? -me preguntó.

– Bueno, trabajo, y a veces paso una o dos noches fuera de casa. Cuando yo no estoy, se lo dejo a unos vecinos.

Le dio unas palmadas a Walter.

– Sospecho que eso no le gusta mucho. Aún es un perro joven. Necesita compañía y estímulo. Necesita una rutina.

Al cabo de dos días tomé la decisión.

Era domingo y me puse en camino temprano, con Walter en el asiento delantero a mi lado, a ratos adormecido y a ratos viendo pasar el mundo. Llegué a Burlington antes del mediodía, y allí compré en una pequeña juguetería una muñeca de trapo para Sam y entré en la panadería para llevarme unas madalenas. Aprovechando la parada, tomé un café en un establecimiento de Church Street e intenté leer el New York Times, con Walter a mis pies. Rachel y Sam vivían en las afueras del pueblo, a sólo diez minutos; aun así, me quedé allí un rato. Incapaz de concentrarme en el diario, acariciaba a Walter, que cerraba los párpados de placer.

Una mujer salió de la galería en la acera de enfrente, con la melena roja y suelta a la altura de los hombros. Era Racheclass="underline" sonreía, pero no a mí. La seguía un hombre, y ella reía por algún comentario de él. Plácido y barrigudo, aparentaba más edad que ella. Mientras caminaban, el hombre apoyó la palma de la mano ligeramente en la parte baja de la espalda de Rachel. Walter la vio y, moviendo el rabo, intentó levantarse, pero yo lo sujeté del collar para retenerlo. Doblé el periódico y lo dejé a un lado.

Ése iba a ser un mal día.

Cuando llegué a la propiedad de los padres de Rachel, su madre, Joan, se encontraba delante de la casa principal, jugando a la pelota con Sam. La niña ya tenía dos años y estaba en ese punto en que conocía los nombres de sus comidas preferidas y entendía el concepto «mío», que venía a abarcar todo aquello por lo que había desarrollado cierta atracción, desde las galletas ajenas hasta algún que otro árbol. Yo envidiaba a Rachel la posibilidad de ver evolucionar a Sam. Tenía la impresión de que yo, en cambio, sólo lo presenciaba a rachas, como una película con cortes en la que se hubieran eliminado los encuadres cruciales.

Sam me reconoció en cuanto salí del coche. De hecho, creo, reconoció antes a Walter que a mí, porque pronunció a gritos una distorsionada versión de su nombre, algo así como «Walnut», y extendió los brazos en un gesto de bienvenida. Nunca le había tenido miedo a Walter. Por lo que a Sam se refería, Walter entraba en la categoría de «mío», y Walter, sospechaba yo, sentía lo mismo por Sam. Trotó hacia la pequeña, pero al llegar a medio metro de ella aminoró el paso para no derribarla. Sam lo abrazó. Después de lamerla un poco, el perro se tendió y, meneando alegremente el rabo, permitió que la niña se desplomara sobre él.

Si Joan hubiese tenido rabo, dudo que lo hubiese meneado. Con visible esfuerzo, desplegó una sonrisa en el rostro cuando me acerqué y me dio un leve beso en la mejilla.

– No te esperábamos -dijo-. Rachel ha ido al pueblo. No sé cuándo volverá.

– Puedo esperar -contesté-. De todos modos, venía a ver a Sam, y a pedir un favor.

– ¿Un favor? -La sonrisa volvió a vacilar.

– Lo dejaremos para cuando vuelva Rachel.

Sam accedió a separarse de Walter el tiempo imprescindible para acercarse a mí con sus pasitos cortos y rodearme las piernas con los brazos. La levanté y la miré a los ojos a la vez que le daba la muñeca.

– Hola, preciosa -saludé.

Ella se rió y me tocó la cara.

– Papi -dijo, y sentí un escozor en los ojos.

Joan me invitó a pasar y me ofreció un café. Yo ya había rebasado mi cupo de café por ese día, pero así ella tenía algo en qué ocuparse. De lo contrario, habríamos acabado mirándonos el uno al otro, o utilizando a Sam y Walter como distracción. Joan se disculpó, y la oí cerrar una puerta y empezar a hablar en voz baja. Supuse que había llamado a Rachel. Durante su ausencia, Sam y yo jugamos con Walter, y escuché a mi hija mientras hablaba en una mezcla de palabras reconocibles y su idioma particular.