Faltaban aún dos horas para mi cita con Jimmy. Sabía que iba a misa todos los domingos, pero incluso si estaba en casa, le molestaría que llegase antes de tiempo. Ése era otro rasgo de Jimmy. Creía en la puntualidad, y no le gustaba la gente que se adelantaba ni la que se retrasaba, así que para matar el tiempo di un paseo por la Avenida Dieciocho con la intención de desayunar en la cafetería Stella's de la calle Sesenta y tres, donde mi padre y yo comimos con Jimmy un par de veces, porque, aunque estaba a casi veinte manzanas de su casa, Jimmy tenía una estrecha relación con los dueños, que siempre velaban por que fuese bien atendido.
Aunque la Avenida Dieciocho conservaba todavía el nombre de Cristoforo Colombo Boulevard, los chinos habían irrumpido en ella y sus restaurantes, peluquerías, tiendas de lámparas e incluso proveedores de material para acuarios se hallaban ahora junto a bufetes italianos y establecimientos como Gino's Foccaceria, Queen Anne's Gourmet Pasta y la tienda de música y DVDs Arcobaleno Italiano, frente a los cuales los viejos se sentaban en bancos de espaldas a la avenida, como dando a entender su insatisfacción con los cambios producidos allí. El viejo Cottilion Terrace estaba tapiado, y a ambos lados de la marquesina burbujeaban aún tristemente dos copas de cóctel de color rosa idénticas.
Cuando llegué al Stella's, ya no existía. Quedaba el nombre, y vi ante la barra unos cuantos taburetes, pero por lo demás la cafetería había sido desmantelada. Cuando comimos allí, nos sentamos a la barra, Timrny a la izquierda, mi padre en medio y yo en la punta. Para mí era lo más parecido a estar sentado en un bar, y yo observaba a las camareras servir café, y cómo los platos iban y venían entre la cocina y los comensales, y escuchaba fragmentos de conversación aquí y allá, mientras mi padre y Jimmy hablaban en voz baja de cosas de adultos. Di un ligero golpe en el cristal en señal de despedida y me fui con mi New York Times a la pizzería J & V, en la esquina de la calle Sesenta y cuatro, que existía desde hacía más tiempo que yo, y allí comí una ración. Cuando mi reloj marcaba las doce menos cuarto, me encaminé hacia la casa de Jimmy.
Vivía en la Setenta y uno, entre las avenidas Dieciséis y Diecisiete, una manzana compuesta básicamente de estrechas casas adosadas, en una pequeña vivienda unifamiliar de estuco con una verja de hierro forjado alrededor del jardín y una higuera en la parte de atrás, no lejos de la zona conocida aún como Nueva Utrecht. Aquello había sido una de las seis localidades originales de Brooklyn, pero quedó anexionada a la ciudad en la década de 1890 y perdió su identidad. Casi todo fueron tierras de labranza hasta 1885, cuando la llegada de la línea de ferrocarril de Brooklyn Bath y West End dio entrada a los promotores inmobiliarios, uno de los cuales, James Lynch, construyó un barrio residencial, Bensonhurst-by-the-Sea, para mil familias. Con el tren llegaron el abuelo de Jimmy Gallagher, que había sido ingeniero supervisor del proyecto, y su familia. Pasado un tiempo, después de ir de aquí para allá, los Gallagher regresaron a Bensonhurst y se instalaron en la casa que Jimmy aún ocupaba, no muy lejos de uno de los puntos emblemáticos de Nueva Utrecht, la Iglesia Reformada, en la esquina de la Avenida Dieciocho con la calle Ochenta y tres.
Más tarde llegó el metro, y con él las clases medias, incluidos judíos e italianos que abandonaban el Lower East Side a cambio de los espacios relativamente amplios de Brooklyn. Fred Trump, el padre de Donald, se forjó un nombre con la construcción de los apartamentos Shore Haven cerca de la autovía de circunvalación, que, con cinco mil viviendas, fueron el mayor proyecto urbanístico privado de Brooklyn. Por último aparecieron en tropel, allá por la década de 1950, los inmigrantes de la Italia meridional, y Bensonhurst pasó a ser de sangre italiana en un ochenta por ciento y a tener fama de barrio italiano en un ciento por ciento.
Había ido a la casa de Jimmy sólo en un par de ocasiones, acompañando a mi padre; una de ellas para presentar nuestros respetos a Jimmy después de la muerte de su padre. Lo único que recuerdo de esa visita es un muro de policías, unos de uniforme, otros no, con mujeres de ojos enrojecidos que repartían copas y recordaban al difunto en susurros. Poco después, su madre se trasladó a una casa de Gerritsen Beach para estar más cerca de su hermana. Desde entonces, Jimmy siempre había vivido solo en Bensonhurst.
El exterior de la casa era poco más o menos como lo recordaba. El jardín bien cuidado, la pintura reciente. Cuando tendí la mano hacia el timbre, se abrió la puerta, ahorrándome la molestia de llamar, y allí estaba Jimmy Gallagher, mayor y más canoso pero reconocible, todavía el mismo hombre corpulento que me aplastaba la mano al estrechármela para ver si me ganaba el dólar que había en juego. Ahora tenía el rostro más rubicundo, y si bien era obvio que había tomado el sol durante su ausencia, el tono rosado de la nariz inducía a pensar que le daba a la botella más de lo que le convenía.
Por lo demás, se lo veía en buena forma. Llevaba una camisa blanca bien planchada, con el cuello desabrochado, y un pantalón gris con raya impecable. Sus zapatos negros, bien lustrados, resplandecían. Parecía un chófer disfrutando de sus últimos momentos de ocio antes de dar los últimos toques a su uniforme.
– Charlie -dijo-, cuánto tiempo.
Nos estrechamos la mano y él me dirigió una cálida sonrisa, dándome una palmada en el hombro con su robusta zarpa izquierda. Me sacaba aún diez o quince centímetros de estatura, y yo me sentí al instante como si volviera a tener doce años.
– ¿Esta vez me he ganado el dólar? -pregunté cuando me soltó la mano.
– Te lo gastarías en bebida -respondió, y me invitó a entrar.
El recibidor contenía un enorme perchero y un antiguo reloj de pared que aún parecía dar la hora perfectamente. Su ruidoso tictac debía de resonar por toda la casa. No entendí cómo podía dormir Jimmy con ese sonido en la cabeza, pero supuse que lo oía desde hacía tanto tiempo que ya apenas lo notaba. Un tramo de escalera de caoba tallada llevaba a la primera planta, y a la derecha estaba el salón, amueblado por completo con antigüedades. Numerosas fotografías, algunas de hombres de uniforme, adornaban la repisa de la chimenea y las paredes. Entre ellos vi a mi padre, pero no le pregunté a Jimmy si me permitía mirarlas con mayor detenimiento. El papel pintado del pasillo era rojo y blanco, aparentemente nuevo, pero tenía un aspecto de principios de siglo, acorde con el resto de la decoración.
En la mesa de la cocina esperaban dos tazas junto con un plato de pastas, y en el fogón hervía una cafetera. Jimmy sirvió el café, y tomamos asiento en lados opuestos de la pequeña mesa.
– Prueba una pasta -ofreció Jimmy-. Son de Villabate. Las mejores de la ciudad.
Partí una y la probé. Estaba buena.
– No sabes lo que nos reímos tu padre y yo de las cervezas que compraste con el dinero que te di. Él nunca te lo habría dicho, porque a tu madre le pareció el fin del mundo cuando encontró aquella botella; él, en cambio, comprendió que estabas creciendo, y hasta le vio la gracia. Aunque no te lo creas, siempre decía que fui yo quien te metió la idea en la cabeza, pero cuando se enfadaba nunca le duraba mucho tiempo, y menos tratándose de ti. Tú eras su mayor debilidad. Era un buen hombre, que Dios lo tenga en su gloria. Que los tenga a los dos.
Mordisqueó pensativamente su pasta, y guardamos silencio un momento. De pronto Jimmy consultó su reloj. No fue un gesto natural. Quería que yo lo viera, y en mi cerebro se disparó una alarma. Jimmy estaba nervioso. No se trataba sólo de que el hijo de su antiguo amigo, un hombre que había matado a dos personas y luego se había suicidado, estuviera allí en su cocina interesado obviamente en remover las cenizas de fuegos extintos hacía mucho tiempo. Se percibía algo más. Jimmy no me quería allí. Quería que me fuese, y cuanto antes, mejor.