– Por entonces todo parecía complicado.
– No para Mike.
– Bueno, él no era una persona complicada.
– No, no lo era. -Cerró el grifo y dejó la jarra en la mesa-. Ni lo es ahora. Con el tiempo, me he dado cuenta de que eso no es malo.
– ¿A qué se dedica?
– Tiene un taller mecánico en Orangetown. Sigue jugando a los bolos, pero se morirá sin ser dueño de una bolera.
– ¿Y tú?
– Antes era maestra de primaria, pero lo dejé cuando nació mi segunda hija. Ahora trabajo por horas para una editorial que publica libros de texto. Digamos que soy vendedora. Pero me gusta.
– ¿Tenéis hijos? -No lo sabía.
– Dos niñas. Kate y Annie. Ahora están en el colegio. Aún no se han acostumbrado del todo a tener a mi padre en casa.
– ¿Y él cómo está?
Torció el gesto.
– No muy bien. Es cuestión de tiempo. Los medicamentos lo adormecen, pero suele estar mejor durante una o dos horas por la tarde. Pronto tendrá que ir a una residencia, pero no está listo para eso, todavía no. De momento se quedará aquí con nosotros.
– Lo siento.
– No lo sientas. Él mismo no lo siente. Ha tenido una buena vida y ahora que se le acaba está entre los suyos. Pero tiene ganas de verte. Apreciaba mucho a tu padre. También te apreciaba a ti. Creo que en su día le habría gustado que tú y yo termináramos juntos.
Su rostro se ensombreció. Me pareció que establecía una serie de asociaciones tácitas, concibiendo una existencia alternativa en la que habría podido ser mi mujer.
Pero mi mujer había muerto.
– Leímos en la prensa lo que pasó -dijo-. Fue terrible.
Permaneció callada por un momento. Se había sentido obligada a sacar el tema, y ahora no sabía cómo disipar el efecto.
– Yo también tengo una hija -anuncié.
– ¿Ah, sí? ¡Qué bien! -exclamó, quizá con demasiado entusiasmo-. ¿Cuántos años tiene?
– Dos. Su madre y yo ya no estamos juntos. -Me interrumpí-. Pero aún veo a mi hija.
– ¿Cómo se llama?
– Samantha. Sam.
– ¿Está en Maine?
– No, en Vermont. Cuando sea mayor de edad, podrá votar a los socialistas y firmar peticiones para segregarse de la unión.
Levantó un vaso de agua.
– Por Sam, pues.
– Por Sam.
Comimos y hablamos de antiguos amigos del instituto, y de su vida en Pearl River. Al final resultó que sí había ido a Europa, con Mike. El viaje fue un regalo por su décimo aniversario de boda. Visitaron Francia, Italia e Inglaterra.
– ¿Y es como esperabas? -pregunté.
– En parte. Me gustaría volver y ver más cosas, pero por ahora me basta.
Oí movimiento en el piso de arriba.
– Mi padre se ha despertado -dijo-. Tengo que subir para ayudarlo a organizarse.
Salió de la cocina y se fue al piso de arriba. Al cabo de un momento oí voces, y la tos de un hombre. Parecía una tos bronca, seca y dolorosa.
Pasados diez minutos, Amanda volvió con un anciano encorvado, rodeándole la cintura con el brazo para mayor tranquilidad suya. Estaba tan delgado que ella abarcaba su cuerpo por completo, pero incluso así de doblado era casi tan alto como yo.
Eddie Grace había perdido el pelo. No conservaba siquiera el vello facial. Su piel se veía húmeda y transparente, teñida de amarillo en las mejillas y amoratada bajo los ojos. Le quedaba muy poca sangre en los labios y, cuando sonrió, noté que se le habían caído muchos dientes.
– Señor Grace -dije-. Me alegro de verlo.
– Eddie -contestó-, llámame Eddie. -Su voz era áspera, como el ruido del esmeril contra un metal rugoso.
Me estrechó la mano. Aún tenía un apretón firme.
Su hija se quedó con él hasta que se sentó.
– ¿Te apetece un té, papá?
– No, estoy bien, gracias.
– Hay agua en la jarra. ¿Quieres que te ponga un poca? Eddie alzó la vista al cielo.
– Como ando despacio y duermo mucho, se cree que soy incapaz de servirme yo mismo el agua -dijo.
– Ya sé que puedes servirte el agua. Lo decía sólo por amabilidad. Caray, vaya un viejo desagradecido estás hecho -protestó Amanda con afecto, y cuando lo abrazó, él le dio una palmada en la mano y sonrió.
– Y tú eres una buena chica -dijo él-. Mejor de lo que merezco.
– En fin, mientras seas consciente de eso. -Le besó la calva-. Y ahora os dejo solos para que habléis. Si me necesitas, estaré arriba.
Amanda me miró desde detrás de él y me pidió en silencio que no lo cansara. Yo contesté con un parco gesto de asentimiento, y ella nos dejó en cuanto se aseguró de que él estaba cómodamente sentado, tocándole el hombro con delicadeza antes de dejar la puerta entornada.
– ¿Cómo va, Eddie? -pregunté.
– Así así -contestó-. Pero aquí sigo. Me pesa el frío. Echo de menos Florida. Me quedé allí tanto como pude, pero cuando enfermé no podía valerme. Andrea, mi mujer, murió hace unos años. Me era imposible pagar a una enfermera privada. Amanda me trajo aquí, dijo que ella cuidaría de mí si el hospital daba su conformidad. Y aún tengo amigos de los viejos tiempos, ya sabes. No está tan mal. Sólo que este maldito frío puede conmigo.
Se sirvió un poco de agua, temblando la jarra sólo un poco en su mano, y tomó un sorbo.
– ¿Por qué has vuelto, Charlie? ¿Qué haces aquí hablando con un moribundo?
– Es por mi padre.
– Ah -dijo. Un hilo de agua se le escapó de la boca y resbaló por su mentón. Se lo secó con la manga de la bata-. Perdona -se disculpó, claramente avergonzado-. Sólo cuando viene alguien nuevo a casa me acuerdo de la poca dignidad que me queda. ¿Sabes qué me ha enseñado la vida? No hay que envejecer. Hay que evitarlo mientras puedas. Enfermar tampoco ayuda.
Por un momento dio la impresión de que le pesaban los párpados, como si se adormilara.
– Eddie -dije con suavidad-. Quisiera hablar contigo de Will.
Dejó escapar un gruñido y volvió a fijar la atención en mí.
– Sí, Will. Uno de los buenos.
– Eras amigo de él. Esperaba que pudieras decirme algo sobre lo que ocurrió, el porqué de todo aquello.
– ¿Después de tanto tiempo?
– Después de tanto tiempo.
Tamborileó en la mesa con los dedos.
– Tu padre hacía las cosas discretamente. Sabía apaciguar a la gente, ¿sabes? Ése era su mérito. Nunca se enfadaba de verdad. Nunca se dejaba llevar por el mal genio. Incluso el traslado temporal del Distrito Noveno a la parte alta de la ciudad fue decisión suya. Probablemente no le benefició en cuanto al historial, eso de solicitar el traslado tan pronto en su vida profesional, pero lo hizo a cambio de una vida tranquila. Si me hubieran preguntado quiénes eran capaces de cometer un crimen como ése, jamás hubiera pensado en él, ni por asomo.
– ¿Recuerdas por qué pidió el traslado?
– Ah, no acababa de llevarse bien con los mandos de la comisaría del Distrito Noveno, ni él ni Jimmy. Vaya un equipo formaban esos dos. A donde iba uno, lo seguía el otro. Entre el uno y el otro pusieron en evidencia a mucha gente de peso. Ésa era la otra cara de tu padre. Tenía un demonio dentro, pero lo mantenía encadenado la mayor parte del tiempo. En cualquier caso, había un sargento en la comisaría, un tal Bennett. ¿Has oído hablar de él?
– No, nunca.
– No duró mucho. Tu padre y él se las tuvieron, y Jimmy respaldó a Will, como siempre.
– ¿Recuerdas el motivo del enfrentamiento?
– No. Incompatibilidad de caracteres, creo. A veces pasa. Y Bennett era un hombre corrupto, y a tu padre nunca le gustaron mucho los policías corruptos, por más galones que llevaran. El caso es que Bennett encontró la manera de desatar al demonio que tu padre llevaba dentro. Una noche se liaron a puñetazos, y eso no se hace si uno va de uniforme. Dio una mala imagen de Will, pero no podían perder a un buen policía. Imagino que alguien hizo alguna que otra llamada en su nombre.
– ¿Quién?