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– Tenías mi número -dijo-. Sólo que nunca lo utilizaste.

Dicho esto cerró la puerta, y yo me marché cuesta abajo hacia el Muddy Brook Café, donde me esperaba Walter para llevarme al aeropuerto.

12

Sentí frustración por tener que marcharme de Nueva York sin obtener respuesta a las preguntas sobre el paradero de Jimmy Gallagher el día que mi padre se convirtió en asesino, pero no me quedaba más remedio: estaba en deuda con Dave Evans, y éste había dejado muy claro que me necesitaba en el Bear la mayor parte de la semana entrante. Por otro lado, la palabra de Eddie era mi única prueba de que Jimmy y mi padre se habían visto aquel día. Quizás Eddie estaba confundido, y yo quería constatar los hechos antes de llamar embustero a la cara a Jimmy Gallagher.

Recogí el coche en el Portland Jetport y volví a casa con el tiempo justo para ducharme y cambiarme de ropa. Inconscientemente, me encaminé hacia casa de los Johnson en busca de Walter, pero de pronto recordé dónde estaba mi perro y me sumí en un desánimo del que sabía que no iba a salir en toda la noche.

Pasé la mayor parte de la velada detrás de la barra con Gary. A pesar de la considerable concurrencia, dispuse de algún que otro rato para charlar con los clientes e incluso para ocuparme del papeleo en el despacho de la trastienda. El único momento emocionante se produjo cuando un adicto a los esteroides, tras despojarse de sus capas de ropa invernal y quedarse sólo con una camiseta de tirantes y un pantalón corto de gimnasia manchado, se acercó a una rubia llamada Hillary Herman, que medía un metro cincuenta y cinco y, por su aspecto, daba la impresión de que una suave brisa podía llevársela igual que a una hoja. Cuando Hillary dio la espalda a aquel individuo y sus proposiciones, él cometió la estupidez de apoyar la mano en su hombro en un esfuerzo por recuperar su atención, momento en que Hillary, que era la experta en judo oficial del Departamento de Policía de Portland, giró sobre los talones y le dobló el brazo a su pretendiente por detrás de la espalda hasta el punto de obligarlo a tocar el suelo con la frente y las rodillas simultáneamente. Acto seguido, lo acompañó a la puerta, lo arrojó a la nieve y lanzó su ropa detrás de él. Los compinches del individuo parecieron tentados de manifestar su descontento, pero gracias a la intervención de los otros policías de Portland con quienes Hillary tomaba unas copas, ella se ahorró tener que echar a patadas también a los otros.

Cuando quedó claro que las aguas volvían a su cauce y no había ningún herido que no se lo mereciese, empecé a trasladar cajas de botellas desde la despensa hasta los frigoríficos. Aún faltaba una hora para el cierre, pero no parecía que fuera a invadirnos una multitud imprevista, y así adelantaba el trabajo de la noche. Mientras sacaba la tercera caja, vi al hombre que acababa de ocupar un taburete en el extremo de la barra. Vestía la misma chaqueta de tweed de la vez anterior y tenía un cuaderno abierto junto a la mano derecha. Era la parte de la barra correspondiente a Gary, pero cuando se disponía a atender al recién llegado, le indiqué que ya me encargaría yo, y él siguió hablando con Jackie Garner, por quien aparentemente había desarrollado un preocupante afecto. Jackie, pese a que intentaba entablar conversación con una cuarentona pelirroja, guapa pero tímida, parecía agradecer la compañía de Gary. Jackie tenía poco éxito con las mujeres. A decir verdad, ni siquiera recordaba haberlo visto salir nunca con una mujer. Por lo general, cuando una representante del sexo opuesto le dirigía la palabra, él adoptaba una expresión de desconcierto, como un niño a quien hablan en un idioma extranjero. En ese momento estaba ruborizado, como también la pelirroja. Daba la impresión de que Gary actuaba de intermediario entre ellos a fin de mantener la conversación. De no haber sido por su ayuda, quizá se habrían sumido en un silencio absoluto o, caso de sonrojarse un poco más, sencillamente habrían estallado.

– ¿Qué tal? -dije al tipo del cuaderno-. ¿Ha vuelto a por más?

– Eso parece -contestó. Estaba quitándose la chaqueta. Llevaba la corbata floja y el cuello de la camisa desabrochado e iba arremangado hasta los codos. Pese a la informalidad de su indumentaria, parecía dispuesto a meterse en faena.

– ¿Qué le pongo?

– Sólo un café, por favor.

Cuando regresé con una taza de café recién hecho, un poco de leche y edulcorante, vi una tarjeta de visita junto al cuaderno, de cara a mí. Coloqué todo encima de la tarjeta sin mirar qué había escrito.

– Disculpe -dijo el hombre. Levantó la taza, recogió la tarjeta y me la entregó. La cogí, la leí y volví a dejarla en la barra.

– Bonita tarjeta -comenté, y lo era.

El nombre, Michael Wallace, aparecía grabado en letras doradas, junto con un apartado de correos de Boston, dos números de teléfono, una dirección de correo electrónico y una página web. En la tarjeta constaba su profesión: ESCRITOR Y PERIODISTA.

– Quédesela -dijo.

– No, gracias.

– Lo digo en serio.

Su cara reflejaba una determinación que no me gustó mucho, la misma que asomaba al rostro de los policías cuando se plantaban ante la puerta de un sospechoso y éste no acababa de captar el mensaje.

– ¿«En serio»? -Me desagradó su tono.

Metió la mano en su cartera y extrajo un par de libros encuadernados en rústica. Eran de no ficción, y me pareció recordar que el primero lo había visto en las librerías: trataba de un hombre del norte de California que, después de matar a su mujer y sus dos hijos, estuvo a punto de quedar impune declarando que se habían ahogado al naufragar su barco en una tormenta. Se habría salido con la suya si un técnico de laboratorio no hubiese detectado en el agua salada hallada en los pulmones de los cuerpos rescatados un mínimo rastro de residuos químicos y lo hubiese comparado con manchas de disolvente encontradas en el fregadero de la cocina del barco, prueba inequívoca de que el marido había ahogado a las tres víctimas en el fregadero antes de arrojar los tres cadáveres por la borda. La razón de los asesinatos, cuando por fin el individuo confesó, fue que «siempre llegaban tarde a todas partes». El segundo libro parecía más antiguo, uno de tantos sobre asesinos en serie, centrado en torno a los crímenes sexuales. El título era casi tan morboso como el tema: Sangre en las sábanas.

– Éste soy yo -dijo de manera un tanto innecesaria-. Michael Wallace. A esto me dedico. Escribo libros sobre crímenes reales. -Me tendió la mano-. Mis amigos me llaman Mickey.

– No vamos camino de hacernos amigos, señor Wallace.

Se encogió de hombros, como si no esperase menos.

– He aquí la cuestión, señor Parker. He leído mucho sobre usted. Es un héroe. Ha acabado con gente francamente mala, pero hasta el momento nadie ha escrito la historia completa de lo que ha hecho. Deseo escribir un libro sobre usted. Deseo contar su historia. Las muertes de su mujer y su hija, cómo persiguió al responsable, y más tarde a otros iguales que él. Ya tengo editor y título. Se llamará El ángel vengador. Es bueno, ¿no le parece?

No contesté.

– En fin, el anticipo no es gran cosa, del orden de quinientos mil, aunque tampoco está mal para un libro de este género. En todo caso, si cuento con su cooperación, nos lo repartiremos al cincuenta por ciento. En cuanto a los derechos, podemos negociar. Mi nombre saldrá en la tapa, pero la historia será suya, tal como usted quiera contarla.

– Mire, yo no quiero contar mi historia. Esta conversación se ha acabado. El café corre de mi cuenta, pero le aconsejo que no lo alargue demasiado.

Me di la vuelta, pero él siguió hablando.

– Creo que no me ha entendido, señor Parker. No quiero conflictos con usted, pero voy a escribir este libro tanto si me ayuda como si no. Ya hay abundante información de dominio público, y averiguaré muchas más cosas conforme avance con las entrevistas. He llevado a cabo ya cierto trabajo de fondo y he encontrado a un par de personas en Nueva York dispuestas a hablar. Habrá también gente de su antiguo barrio, y de por aquí, que me permitirá ahondar en su vida. Le ofrezco la oportunidad de dar forma al material, de responder a él. Lo único que quiero es que me conceda unas cuantas horas de su tiempo durante una o dos semanas. Trabajo deprisa, y no me entrometeré más allá de lo absolutamente necesario.