Al principio hacía un calor impropio de esa época del año, un curioso falso deshielo que pronto terminaría, y las dificultades que presentaban la tierra blanda y la nieve fundida minaron las fuerzas de muchos antes del descanso para el almuerzo alrededor de la una y media. A esas alturas algunas de las personas de mayor edad ya habían vuelto a casa, contentándose con haber realizado cierto esfuerzo por los Faraday, pero los demás prosiguieron la búsqueda. Fuera como fuese, al día siguiente era lunes. Tendrían que ir a trabajar, atender sus obligaciones. Ése era el único día que podían dedicar a buscar al chico, así que más les valía aprovecharlo bien. Pero al declinar la luz, también bajó la temperatura, y Peyton se alegró de haber decidido atarse la cazadora Timberland a la cintura por si la necesitaba en lugar de dejarla en el coche.
Llamó con un silbido a su perra, una spaniel de tres años llamada Molly, y volvió a detenerse a esperar a su compañero. Artie Hoyt: con tanta gente como había, y tenía que acabar precisamente al lado de él. Hacía ya un año o más que ambos mantenían las distancias, desde que Artie sorprendió a Peyton mirándole el culo a su hija en la iglesia. A Artie poco le importaba que en realidad él no estuviera viendo lo que parecía estar viendo. Sí, era cierto que Peyton miraba el culo a su hija, pero no por un sentimiento de lujuria o atracción. Tampoco es que él estuviera por encima de esos bajos instintos: a veces los sermones del párroco eran tan soporíferos que lo único que mantenía despierto a Peyton era contemplar formas femeninas jóvenes y gráciles vestidas de domingo. Peyton había dejado atrás hacía mucho la edad en que podían inquietarle las posibles consecuencias para su alma inmortal de esos pensamientos carnales en la iglesia. Imaginaba que Dios tenía cosas más importantes de que preocuparse como para estar pendiente de si Peyton Carmichael, a sus sesenta y cuatro años, ya viudo, prestaba más atención a la belleza femenina que al viejo fanfarrón del púlpito. Como se complacía en decirle a Peyton su médico, vive a base de vino, mujeres y canciones, todo con moderación y siempre de la cosecha adecuada. La esposa de Peyton había muerto hacía tres años a causa de un cáncer de mama, y si bien en el pueblo eran muchas las mujeres de la cosecha correcta que acaso estuvieran dispuestas a proporcionar consuelo a Peyton alguna noche de invierno, a él eso no le interesaba, así de sencillo. Amaba a su esposa. De vez en cuando aún se sentía solo, aunque ya no tanto como antes, pero esos sentimientos de soledad eran concretos, no generales: echaba de menos a su mujer, no la compañía femenina, y ese ocasional placer que obtenía en la contemplación de una mujer joven y atractiva lo consideraba sólo una señal de que no estaba del todo muerto de cintura para abajo. Dios, después de arrebatarle a su esposa, bien podía consentirle ese pequeño capricho. Si Dios iba a concederle mucha importancia a una cosa así, pues bien, Peyton tendría unas palabras con él llegado el momento.
El problema con la hija de Artie Hoyt residía en que si bien era joven, no era atractiva ni mucho menos. Tampoco era grácil. De hecho, era todo lo contrario de grácil y, ya puestos, también lo contrario de ligera. Nunca había sido lo que se dice esbelta, pero un día abandonó el pueblo y se fue a vivir a Baltimore, y a su regreso había acumulado unos cuantos kilos más. Peyton habría jurado que, cuando ella entraba en la iglesia, sentía temblar el suelo bajo sus pies. Un poco más voluminosa, y habría tenido que entrar de medio lado; o eso, o no habría quedado más remedio que ensanchar los pasillos.
A todo esto, el primer domingo después de su retorno al seno de la familia, la chica entró en la iglesia con sus padres, y Peyton, sin querer, fijó la vista en aquel culo con fascinación y horror, viendo sacudirse las carnes bajo el vestido floreado rojo y blanco igual que un seísmo en una rosaleda. Incluso es posible que estuviera boquiabierto cuando, al volver la cabeza, se encontró con la mirada colérica de Artie Hoyt; después de eso…, en fin, las cosas cambiaron entre ellos. Tampoco antes del incidente mantenían una estrecha relación, pero al menos se demostraban la cortesía de rigor siempre que se cruzaban sus caminos. Ahora casi nunca intercambiaban siquiera un gesto de saludo, y no se dirigieron la palabra hasta que el destino, y el chico desaparecido, Faraday, los unió por la fuerza. Formaban parte de un grupo que esa mañana, al partir, se componía de ocho personas. Pronto se redujo a seis, cuando el viejo Blackwell y su mujer, casi a punto de desmayarse, se vieron obligados a regresar a casa; más tarde disminuyó a cinco, luego a cuatro, a tres, y así hasta ese momento, en que quedaban sólo Artie y él.
Peyton no entendía por qué Artie no se rendía de una vez por todas y se marchaba también. Incluso el paso moderado que llevaban Peyton y Molly parecía superarlo, y habían tenido que detenerse repetidamente para que Artie recobrara el aliento y bebiera agua a tragos de la cantimplora que llevaba en la mochila. Peyton tardó un rato en comprender que Artie, ni aunque le fuera la vida en ello, no iba a darle la satisfacción de verlo desistir mientras él seguía adelante. Con eso en la cabeza, Peyton se regodeó en forzar la marcha a lo largo de un trecho, hasta que se dio cuenta de que su innecesaria crueldad anulaba el efecto de sus esfuerzos previos en el campo de la oración y el arrepentimiento, dejando de lado alguna que otra mirada a las jóvenes.
Se aproximaban a la cerca entre esa finca y la siguiente, un campo en barbecho invadido por la mala hierba, con un pequeño embalse en el centro al abrigo de árboles y juncos. A Peyton le quedaba poca agua, y Molly tenía sed. Supuso que podía dejarla beber en el embalse y luego dar el día por concluido. Imaginaba que Artie no pondría ninguna pega, siempre y cuando la propuesta de poner fin a la búsqueda partiese de Peyton, no de él.
– Entremos a echar un vistazo en ese campo -sugirió Peyton-. En cualquier caso, tengo que dar de beber a la perra. Después podemos atajar hasta la carretera y volver tranquilamente hasta los coches. ¿Te parece bien?
Artie asintió. Llegó a la cerca, apoyó las manos en ella e intentó encaramarse para saltarla. Tenía ya un pie en el aire, pero el otro se resistió a seguirlo. Sencillamente no le quedaban fuerzas para continuar. Viéndolo así, Peyton pensó que el pobre hombre deseaba tumbarse allí mismo y morir, pero no lo hizo. Su persistencia era en cierto
modo admirable, aunque tuviese menos que ver con su preocupación por Bobby Faraday que con su enfado con Peyton Carmichael. A la postre, sin embargo, no le quedó más remedio que admitir la derrota, y volvió a dejarse caer en el mismo lado de la cerca.
– Maldita sea -exclamó.
– Espera -dijo Peyton-. Te ayudaré a pasar.
– Puedo hacerlo yo solo -replicó Artie-. Pero déjame recuperar el aliento.
– Vamos, ni tú ni yo somos ya lo que éramos. Te ayudaré a saltar, y luego tú me echas una mano desde el otro lado. Es absurdo que nos matemos los dos sólo para demostrarnos algo.