Artie se detuvo a pensar y por fin accedió con un gesto de asentimiento. Peyton ató la correa de Molly a la cerca, por si captaba un rastro y decidía escaparse; a continuación, se agachó y entrelazó las manos para que Artie apoyara la bota en ellas. Cuando Artie tenía el pie bien asentado y parecía firmemente agarrado a la cerca, Peyton lo impulsó hacia arriba. O estaba más fuerte de lo que creía, o Artie pesaba menos de lo que parecía, pero, fuera como fuese, Peyton casi catapultó a Artie por encima de la cerca. Por suerte, Artie tuvo la sensatez de aferrarse a los tablones con la pierna izquierda y el brazo derecho, y sólo eso lo salvó de un torpe aterrizaje en el lado opuesto.
– ¿A qué demonios viene esto? -preguntó Artie cuando volvió a pisar tierra firme con ambos pies.
– Perdona -se disculpó Peyton. Procuraba no reírse, y lo conseguía sólo a medias.
– Sí, ya… En fin, no sé qué comes, pero a mí no me vendría nada mal tomar un poco.
Peyton empezó a trepar a la cerca. Estaba en buena forma para su edad, circunstancia que le proporcionaba no poca satisfacción. Artie le tendió una mano, y Peyton, aunque no la necesitaba, la aceptó.
– Es curioso -comentó Peyton al bajar de la cerca-, pero ya apenas como. Antes tenía un apetito voraz; ahora, en cambio, con el desayuno y un tentempié por la noche paso de sobra. Incluso he tenido que añadirme un agujero en el cinturón para que no se me caigan los condenados pantalones.
Al rostro de Artie Hoyt asomó una expresión inescrutable cuando, bajando la mirada, se examinó su propia barriga y se sonrojó un poco. Peyton contrajo el rostro en una mueca.
– No lo he dicho con segundas, Artie -añadió en voz baja-. Cuando Rina aún vivía, yo pesaba quince kilos más que ahora. Me cebaba como si fuese a sacrificarme por Navidad. Sin ella…
Dejó que su voz se apagara gradualmente y desvió la mirada.
– ¡Qué me vas a contar! -dijo Artie al cabo de un momento. Parecía deseoso de proseguir la conversación ahora que por fin se había roto el largo silencio entre ellos-. Para mi mujer, comida es sólo aquello que se fríe o va dentro de un panecillo. Creo que si pudiera, pasaría por la sartén hasta los caramelos.
– Sé de algunos sitios donde lo hacen -aseguró Peyton.
– ¿En serio? Dios santo, no se lo digas. Ya ahora lo más sano que come es el chocolate.
Se dirigieron hacia el embalse. Peyton soltó a Molly. Sabía que había percibido la presencia del agua, y no quería atormentarla obligándola a caminar a su paso. El perro se echó a correr, una mancha marrón y blanca, y pronto se perdió de vista entre la hierba.
– Un perro bonito -comentó Artie.
– Gracias -respondió Peyton-. Se porta bien. Para mí es como una hija, supongo.
– Ya -dijo Artie. Sabía que Peyton y su mujer no habían tenido hijos.
– Oye, Artie -continuó Peyton-, hace tiempo que quiero decirte una cosa. -Guardó silencio mientras buscaba las palabras adecuadas; al cabo de un momento, respiró hondo y fue derecho al grano-. En la iglesia, aquel día, cuando Lydia acababa de volver al pueblo, yo… En fin, quería disculparme por mirarle, ya me entiendes, mirarle el…
– El culo -concluyó Artie.
– Sí, eso. Lo siento, es lo único que quería decirte. No estuvo bien. Y menos en la iglesia. Fue poco cristiano. Pero no es lo que tú pensaste.
Peyton se dio cuenta de que se adentraba en terreno resbaladizo, por decirlo de algún modo. Ahora se enfrentaba a la posibilidad de tener que explicar tanto lo que creía que Artie pensaba que él pensó, como lo que en realidad él, Peyton, pensó, es decir, que la hija de Artie Hoyt parecía el Hindenburg antes de estrellarse.
– Mi hija está… tirando a rellena -admitió Artie con tristeza, ahorrándole a Peyton mayores bochornos-. Ella no tiene la culpa. Su matrimonio se fue a pique y los médicos le recetaron pastillas para la depresión, y de repente aumentó de peso. Si se pone triste, come más; entonces se pone más triste, y come más todavía. Es un círculo vicioso. No te culpo por mirarla. Demonios, si no fuera mi hija, yo también la miraría así. De hecho, y aunque me avergüence decirlo, a veces la miro así.
– En todo caso, lo siento -repitió Peyton-. Fue poco… considerado.
– Acepto la disculpa -contestó Arrie-. Invítame a una copa la próxima vez que nos veamos en el Dean's.
Tendió la mano y se dieron un apretón. Peyton sintió que se le empañaban un poco los ojos y lo achacó a los esfuerzos del día.
– ¿Y si te invito a una cerveza cuando acabemos con esto? No me vendría mal algo con que brindar al final de tan larga jornada.
– Hecho. Démosle de beber al perro y vayamos al…
Se interrumpió. El resguardado embalse estaba ahora a la vista. En su día lo frecuentaban parejas en busca de un rincón solitario, hasta que las tierras cambiaron de manos y el nuevo dueño, el hombre temeroso de Dios cuya herencia se disputaban ahora sus impíos familiares, dejó bien claro que no consentiría a los adolescentes viajes de descubrimiento sexual en las inmediaciones de su embalse. Las ramas de un haya enorme colgaban sobre el agua, casi rozando la superficie. Molly se hallaba a cierta distancia de ella. No había bebido. De hecho, se había detenido a unos pasos de la orilla. Ahora, con una pata en alto, movía la cola en actitud de incertidumbre. Los dos hombres alcanzaron a ver algo azul entre los juncos.
Bobby Faraday se hallaba de rodillas al borde del embalse, el torso inclinado en un leve ángulo, como si mirase su reflejo en el agua. Tenía una soga alrededor del cuello, atada por el otro extremo al tronco del árbol. Estaba hinchado por los gases, tenía el rostro de un color morado rojizo, las facciones casi irreconocibles.
– Dios mío -exclamó Peyton.
Se tambaleó un poco, y Artie le rodeó los hombros con el brazo. El sol se ponía a sus espaldas, el viento soplaba y el huésped se inclinaba en ademán de duelo.
2
Cogí el tren en Penn Station para llegar a Pearl River. De Maine a Nueva York no había ido en coche, ni me tomé la molestia de alquilar uno durante mi estancia en la ciudad. Sin vehículo, me sería más fácil ocuparme de lo que me había llevado allí. Cuando el tren de un solo vagón se detuvo en la estación, aún casi idéntica a como era en sus orígenes, los tiempos en que formaba parte de la compañía Erie Railroad, vi que los demás cambios en el centro del pueblo también eran sólo superficiales. Me apeé y crucé lentamente el Memorial Park, donde un cartel cerca del puesto de policía vacío del municipio de Orangetown anunciaba que Pearl River era «Aún el pueblo de la gente cordial».
El parque era obra de Julius E. Braunsdorf, el fundador de Pearl River, quien planificó asimismo el trazado urbanístico del propio pueblo después de comprar las tierras, amén de construir la estación, fabricar la máquina de coser Aetna y la prensa America & Liberty, desarrollar una bombilla incandescente e inventar la lámpara de arco voltaico que iluminaba no sólo el parque, sino también el Capitolio y sus inmediaciones en Washington D.C. En comparación con Braunsdorf, la mayoría de la gente parecía ociosa. Junto con Dan Fortmann, de los Bears de Chicago, era el mayor motivo de orgullo de Pearl River.
Las barras y estrellas ondeaban aún sobre el monumento conmemorativo en el centro del parque, en recuerdo de los jóvenes del pueblo caídos en combate. Curiosamente, entre éstos se incluía a James B. Moore y a Siegfried W. Butz, que no habían caído en combate, sino en el atraco a un banco en 1929, cuando Henry J. Fernekes, un famoso bandido de la época, intentó asaltar el First National Bank de Pearl River haciéndose pasar por electricista. Pero al menos se los recordaba. Hoy día rara vez se considera dignos de mención en los monumentos conmemorativos públicos a los empleados de banco asesinados.