Pearl River no se había desprendido de sus raíces irlandesas desde que yo me marché de allí. Al otro lado del parque, en North Main, el Muddy Brook Café ofrecía aún un desayuno celta, y no muy lejos estaban la carnicería irlandesa de Gallagher, la tienda de regalos Irish Cottage y la agencia de viajes Healy-O'Sullivan. En la otra acera de East Central Avenue, junto a la ferretería Handeler, se encontraban Ha'Penny Irish Shop, que vendía té, caramelos y patatas fritas irlandeses y camisetas de fútbol gaélico, y, a un paso del viejo hotel Pearl Street, el bar irlandés G.F. Noonan. Como a menudo comentaba mi padre, ya puestos, podrían haber pintado todo el pueblo de verde. Pero ahora el cine de Pearl River había cerrado, y tiendas cursis que vendían objetos de artesanía y regalos caros se alternaban con establecimientos más funcionales, como talleres mecánicos y tiendas de muebles.
Ahora tengo la sensación de haber pasado toda la infancia en Pearl River, pero no fue así. Nos trasladamos allí poco antes de cumplir yo los ocho años, cuando mi padre se cansó del largo desplazamiento diario a la ciudad desde otro pueblo situado más al norte, donde vivíamos sin demasiados gastos gracias a la casa heredada por mi padre a la muerte de su madre. Para él, aquello representaba un esfuerzo considerable, sobre todo las semanas en que le tocaba el turno de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, que equivalía en realidad a un turno de siete a cuatro y media. Tenía que levantarse a las cinco de la madrugada, a veces incluso antes, para ir a la comisaría del Distrito Noveno, un barrio violento que abarcaba unos dos kilómetros cuadrados y medio en el Lower East Side, pero presentaba un balance de setenta y cinco homicidios anuales. Esas semanas, mi madre y yo apenas lo veíamos. Tampoco es que los demás turnos del ciclo de seis semanas fueran mucho mejores. Se le exigía que trabajara una semana de ocho a cuatro, una semana de cuatro de la tarde a, doce de la noche, otra semana de ocho a cuatro, dos semanas de cuatro a doce (esas semanas yo sólo lo veía el sábado y el domingo, porque él aún dormía cuando yo me iba al colegio por la mañana y ya se había marchado al trabajo cuando yo volvía), más un turno obligatorio de doce de la noche a ocho de la mañana, que le trastornaba hasta tal punto el reloj biológico que a veces, al terminar, casi deliraba por el cansancio.
Los policías del Distrito Noveno trabajaban con arreglo a lo que se conocía como «esquema de nueve»: nueve brigadas de nueve hombres, cada una con un sargento; un sistema que se remontaba a los años cincuenta y se eliminó en los ochenta, poniendo fin en gran medida al ambiente de camaradería que había generado. El sargento de mi padre en la brigada primera se llamaba Larry Costello, y fue él quien le sugirió que contemplase la posibilidad de trasladarse a Pearl River. Allí, un pueblo que se jactaba de celebrar el segundo mayor desfile del día de San Patricio en el estado después de Manhattan, vivían todos los policías irlandeses. Además, era una localidad relativamente rica, con una renta per cápita que casi doblaba el promedio nacional y una apariencia de holgada prosperidad. Albergaba, por tanto, a policías fuera de servicio más que suficientes para constituir un estado policial; tenía dinero y poseía su propia identidad, definida por una nacionalidad común. Aunque mi padre no era irlandés, sí era católico, conocía a muchos vecinos de Pearl River y se sentía a gusto en su compañía. Mi madre no se opuso al cambio. Con tal de que le proporcionase más tiempo con su marido y a él lo librase de parte del estrés y la tensión que, a esas alturas, ya se traslucían claramente en su rostro, habría estado dispuesta a trasladarse a un hoyo en el suelo cubierto con una lona, y le habría sacado el mayor partido posible.
Así que nos marchamos al sur, y como todo lo que se torció posteriormente en nuestras vidas parecía, desde mi punto de vista, vinculado a Pearl River, el pueblo acabó dominando mis recuerdos de infancia. Compramos una casa en Franklin Avenue, cerca de la esquina con John Street, donde está aún la iglesia metodista unida. Era una casa «a precio de ganga por necesidad de reformas», según el peculiar lenguaje de las agencias inmobiliarias: la anciana que vivió allí la mayor parte de su vida había muerto recientemente, y todo indicaba que desde 1950 no había hecho en la casa mucho más que pasar la escoba de vez en cuando. Pero era una casa más grande de lo que nos podíamos permitir, y algo en la ausencia de cercas, en aquellos jardines abiertos entre las viviendas de la calle, atrajo a mi padre. Eso le daba una sensación de espacio, de comunidad. La idea de que una buena valla contribuía a establecer buenas relaciones de vecindad no contaba con muchos adeptos en Pearl River. Por el contrario, había en el pueblo quienes consideraban un tanto preocupante el concepto de valla: una señal de falta de compromiso, de automarginación quizá.
Mi madre se sumergió en la vida del pueblo. Comité que aparecía, ella se incorporaba. Para una mujer que, según mis primeros recuerdos, era muy reservada, que se mantenía muy alejada de sus iguales, fue una transformación asombrosa. Puede que mi padre llegase a pensar que tenía una aventura, pero ese cambio no fue más que la reacción de alguien que se ve de pronto en un sitio mejor, con un marido más satisfecho que antes, pese a que ella aún sufría cuando él salía de casa a diario y respondía con un alivio apenas disimulado cuando regresaba sano y salvo después de cada turno.
Mi madre… En aquel momento, mientras ahondaba en los detalles de nuestra vida allí, mi relación con ella empezó a parecerme menos normal, si es que realmente puede emplearse esa palabra para referirse a una interacción familiar. Si a veces daba la impresión de estar desconectada de sus iguales, también con mi padre y conmigo mantenía una actitud distante. No era que no mostrase afecto, ni que no velara por mí. Se deleitaba con mis triunfos y me consolaba en mis derrotas. Me escuchaba, me daba consejos, me quería. Pero durante gran parte de mi infancia actuó en respuesta a mis demandas. Si yo acudía a ella, me ofrecía todo eso; ahora bien, nunca tomaba la iniciativa. Era como si yo fuese un experimento o algo así, una criatura en una jaula a la que, para asegurar su supervivencia, había que supervisar y observar, dar de comer y beber, además de afecto y estímulo, pero nada más que eso.
O tal vez me engañaba la memoria cuando revolvía el lodo en el estanque del pasado y, una vez depositada de nuevo la tierra en el fondo, lo examinaba para ver qué quedaba a la vista.
Después de los asesinatos, y de lo que vino luego, ella huyó al norte, a Maine, llevándome consigo, de regreso al lugar donde se había criado. Hasta su fallecimiento, cuando yo aún era un estudiante universitario, se negó a entrar en detalles sobre los sucesos que llevaron a la muerte de mi padre. Se refugió en sí misma, y dentro de ella sólo encontró el cáncer que le quitaría la vida, colonizando poco a poco las células de su cuerpo como malos recuerdos que anulan los buenos. Ahora me pregunto cuánto tiempo llevaba el cáncer esperándola, si una grave herida emocional pudo haber desencadenado esa reacción física, con lo que se vio traicionada en dos frentes: por su marido y por su propio cuerpo. En tal caso, el cáncer inició su labor en los meses anteriores a mi nacimiento. A mi manera, fui el estímulo en igual medida que los actos de mi padre, ya que lo uno fue consecuencia de lo otro.
La casa apenas había cambiado, si bien los desconchones en la pintura, la mugre en las ventanas superiores y las tejas de madera rotas como dientes astillados y oscuros revelaban cierto grado de abandono. Era de un gris más tenue que cuando yo vivía allí, pero el jardín seguía sin vallar, igual que en las viviendas contiguas. Una mosquitera cubría ahora todo el porche, y en él una mecedora y un canapé de ratán, ambos sin cojines, miraban a la calle. Los marcos de las ventanas y la puerta ya no estaban pintados de blanco sino de negro y ahora en los arriates donde antes crecían flores primorosamente cuidadas sólo había césped, que asomaba débil y disperso entre los montones de nieve helada. Aun así, aquél era claramente el lugar donde me crié. Se movió una cortina en lo que antes era el salón y vi a un anciano mirarme con curiosidad. Bajé el mentón en reconocimiento de su presencia y él retrocedió entre las sombras.