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Encima de la puerta de entrada había una ventana doble, con un cristal roto, remendado con cartón, y allí detrás, en otro tiempo, un niño se sentaba a contemplar el pueblo que constituía su mundo. Algo de mí mismo se quedó en esa habitación al morir mi padre, cierto grado de inocencia, quizás, o el último vestigio de la infancia. Me fue arrebatado con el sonido de un disparo, que me obligó a despojarme de aquello como de una piel de reptil, o el capullo de una crisálida. Casi me parecía verlo, a ese pequeño fantasma: una silueta de cabello oscuro y ojos entornados, demasiado introspectivo para su edad, demasiado solitario. Tenía amigos, pero nunca superó la sensación de que molestaba al presentarse en sus casas, y de que ellos jugaban con él o lo invitaban a ver la televisión como si le hicieran un favor. Le resultaba más fácil cuando, en verano, salían en pandilla, para jugar al softball en el parque, o al fútbol si Danny Yates -la única persona a quien yo conocía que seguía con entusiasmo lo que sucedía en el Cosmos y recibía la revista Shoot!, que le enviaba un tío suyo, miembro de las fuerzas aéreas destinado en Inglaterra- había vuelto de los campamentos o no se había marchado aún. Danny tenía un par de años más que el resto, y los demás respetaban su opinión en casi todo.

Me pregunté qué habría sido de aquellos antiguos amigos (entre los cuales no se incluía ningún negro, porque Pearl River era un pueblo de blancos, y sólo nos cruzábamos con niños negros en los campeonatos interescolares). Perdí el contacto con ellos al marcharme a Maine, pero era probable que algunos aún vivieran allí. Al fin y al cabo, Pearl River -con estructura de clan, ferozmente protector con los suyos- era la clase de pueblo que retenía a la gente durante generaciones. Bobby Gretton vivía en la otra acera, dos puertas más abajo. Sus padres sólo tenían Chevrolets y conservaban cada coche un máximo de dos años antes de cambiarlo por un modelo nuevo. Miré a mi izquierda y vi un Chevrolet Uplander marrón en el camino de acceso de lo que siempre había sido la casa de los Gretton. En el parachoques trasero llevaba una pegatina descolorida de la campaña presidencial de 2008, en apoyo a Obama, y al lado una cinta amarilla. Tenía el indicativo de veterano de guerra en la matrícula. Ése era, sin duda, el coche del señor Gretton.

Por efecto de una nube que pasaba, la luz cambió en la ventana de mi antigua habitación creándose en el interior una impresión de movimiento, y volví a sentir la presencia del niño que fui en otro tiempo. Allí estaba sentado, con la esperanza de ver llegar a su padre, o quizá de vislumbrar a Carrie Gottlieb, que vivía en la acera de enfrente. Carrie tenía tres años más que él, y en general se la consideraba la chica más guapa de Pearl River, aunque había quienes sostenían por lo bajo que ella eso también lo sabía y que, por el mero hecho de saberlo, resultaba menos atractiva y tratable que otras jóvenes sin tanto encanto natural pero más discretas. Tales cuchicheos traían sin cuidado al chico. Traían sin cuidado a la mayoría de los chicos del pueblo. Era precisamente la distancia que interponía Carrie Gottlieb, la sensación de que iba por la vida caminando sobre pedestales erigidos en exclusiva para ella, la razón por la que era tan deseable. De haberse mostrado más cercana y menos segura de sí misma, no habría despertado tanto interés.

Carrie se marchó a la ciudad para ser modelo. Su madre contaba, al menos a todo aquel que se quedaba quieto el tiempo suficiente, que Carrie estaba destinada a adornar las páginas centrales de las revistas de moda y las pantallas de televisión, pero en los meses y años posteriores no aparecieron tales imágenes de Carrie, y con el tiempo la mujer dejó de hablar de su hija en esos términos. Cuando otros le preguntaban por Carrie (normalmente con un brillo en la mirada, percibiendo sangre en el agua), ella contestaba «Bien, bien», con una sonrisa un tanto tensa, y acto seguido cambiaba de tema y llevaba la conversación a terreno más seguro o, si su interlocutor insistía, sencillamente se marchaba. A su debido tiempo, supe que Carrie había regresado a Pearl River y conseguido un empleo de acomodadora en un bar y restaurante del pueblo, para ascender finalmente a encargada después de casarse con el dueño. Seguía siendo guapa, pero la ciudad le había pasado factura, y su sonrisa reflejaba menos seguridad que antes. Con todo, había regresado a Pearl River y sobrellevaba la frustración de sus sueños con cierta elegancia. La gente la admiraba por ello, y quizá por ese mismo motivo despertaba mayor simpatía. Carrie era uno de ellos, y estaba en su pueblo, y cuando iba a Franklin Avenue a ver a sus padres, el fantasma de un niño la veía y sonreía.

Mi padre no era un hombre corpulento en comparación con algunos de sus compañeros. Apenas alcanzaba la estatura mínima obligatoria para incorporarse al Departamento de Policía de Nueva York y era de constitución menos robusta que los demás. Sin embargo, para mí, en la infancia, era una figura imponente, sobre todo vestido de uniforme, con la Smith & Wesson de diez centímetros prendida del cinturón y los botones resplandecientes en contraste con la tela de color azul oscuro.

– ¿Qué serás de mayor? -me preguntaba.

Yo siempre respondía:

– Policía.

– ¿Y qué clase de policía serás?

– Un policía de Nueva York. ¡D! ¡P! ¡N! ¡Y!

– ¿Y qué clase de policía de Nueva York serás?

– Uno bueno. El mejor.

Y mi padre me alborotaba el pelo, la otra cara del ligero pescozón que recibía cuando mi comportamiento le disgustaba. Jamás una bofetada, jamás un puñetazo: bastaba un pescozón con la palma de su mano encallecida, el aviso de que me había pasado de la raya. A veces venían después otros castigos: la prohibición de salir de casa, la retirada de una o dos semanadas, pero el pescozón era la señal de peligro. Era una advertencia concluyente, y la única clase de violencia física, por leve que fuera, que yo relacioné con mi padre hasta el día de la muerte de los dos adolescentes.

Algunos de mis amigos, rebelándose contra un pueblo donde vivían rodeados de policías, se andaban con cautela ante mi padre. Frankie Murrow en concreto se replegaba en sí mismo como un caracol asustado siempre que aparecía mi padre. El suyo era guardia de seguridad en unas galerías comerciales, así que quizás esa reacción tuviese algo que ver con los uniformes y los hombres que los llevaban. El padre de Frankie era un gilipollas, y quizá Frankie simplemente daba por supuesto que los otros hombres que vestían uniforme y protegían cosas eran también gilipollas. En cierta ocasión, cuando Frankie tenía siete años, su padre le preguntó si era marica porque él le cogió la mano para cruzar la calle. El señor Murrow era un «cabrón de tomo y lomo», dijo una vez mi padre. El señor Murrow detestaba a los negros, a los judíos y a los hispanos, y siempre tenía a punto una sarta de palabras despectivas para cada uno de ellos. Pero también detestaba a la mayoría de los blancos, así que no podía decirse que fuera racista. Sencillamente lo suyo era detestar.

A los catorce años, Frankie Murrow fue a parar a un reformatorio por provocar un incendio. Pegó fuego a su propia casa mientras su padre estaba en el trabajo. Calculó bastante bien el momento, con la idea de que el señor Murrow doblase la esquina de su calle justo cuando los coches de bomberos aparecían detrás de él. Sentado en la tapia de la casa de enfrente, Frankie observaba las llamas elevarse, riendo y llorando a la vez.

Mi padre no bebía demasiado. No necesitaba el alcohol para relajarse. Era el hombre más tranquilo que yo conocía, motivo por el que costaba entender la relación entre él y su compañero de ronda y mejor amigo, Jimmy Gallagher. Éste, que siempre ocupaba un puesto cerca de la cabecera en el desfile del día de San Patricio, que llevaba en las venas sangre de color verde irlandés y azul policía, se deshacía en sonrisas y daba puñetazos en broma, o en broma relativamente. Medía ocho o diez centímetros más que mi padre y era también más ancho de hombros. Cuando Jimmy venía a casa y se colocaban uno al lado del otro, mi padre parecía un poco avergonzado, como si se sintiese un tanto deficiente en comparación con su amigo. Jimmy daba un beso y un abrazo a mi madre en cuanto llegaba, el único hombre, aparte de su marido, que se permitía tales confianzas, y luego se volvía hacia mí.