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Earle utilizaba a Cassie con suma cautela. No quería que llamase la atención, ni que su rostro acabase resultando demasiado familiar a los policías de Port Authority en la terminal de autobús o en las estaciones de Amtrak. A menudo dejaba pasar varios meses sin enviarla a ninguna misión sobre el terreno, conformándose con el abundante suministro de chinas y coreanas que a él le resultaban de fácil acceso pero que para las autoridades, en cambio, eran difícilmente localizables una vez que él las introducía en el negocio; sin embargo, siempre había demanda de caucasianas y negras, y Earle se preciaba de ofrecer cierta variedad.

Y así fue como Cassie se acercó a Emily y le preguntó si se encontraba bien, y luego añadió:

– ¿Acabas de llegar a la ciudad?

Emily la miró, y Cassie se arredró. Por un momento tuvo la certeza de que había cometido un error. Esa chica parecía joven, pero su aspecto, como el de Cassie, era engañoso, y tenía más años de los que aparentaba a primera vista. El problema para Cassie fue que, por un instante, experimentó algo así como una súbita sacudida atávica, la sensación de que esa chica no sólo era mayor, sino muy mayor. Se veía en sus ojos, que eran oscurísimos, y se percibía en el olor a moho que parecía envolverla. Cassie estaba a punto de echarse atrás para minimizar sus pérdidas, cuando la actitud de la chica cambió sutilmente. Sonrió, y Cassie se sintió cautivada por ella. Miró a la chica a los ojos y le dio la impresión de que nunca había conocido a nadie tan hermoso. Earle estaría contento con ésta, y por tanto la recompensa para Cassie sería proporcionalmente mayor.

– Sí -contestó Emily-, acabo de llegar. Ahora mismo. Busco alojamiento. ¿Puedes ayudarme?

– Claro que puedo ayudarte -aseguró Cassie. Me encantaría, pensó. Haría cualquier cosa por ti, cualquier cosa-. ¿Cómo te llamas?

La chica se detuvo a pensar la respuesta.

– Emily -dijo por fin.

Cassie supo que era mentira, pero le dio igual. En cualquier caso, si servía, Earle le cambiaría el nombre.

– Yo me llamo Cassie.

– Bien, Cassie -contestó Emily-, tú dirás adónde vamos.

Juntas, las dos chicas fueron a pie al apartamento de Earle. Éste no estaba, para sorpresa de Cassie, pero ella tenía llave y una historia preparada: que ya había estado allí un rato antes y él le había dado la llave diciéndole que volviera más tarde porque estaban limpiando el apartamento. Emily se limitó a sonreír, y Cassie se quedó la mar de tranquila.

Una vez dentro, Cassie se ofreció a enseñarle a Emily el apartamento. No había mucho que ver, porque era muy pequeño, constaba sólo de un espacio de exiguo tamaño que hacía las veces de salón y cocina y un par de dormitorios minúsculos, cada uno con cabida para poco más que un colchón individual.

– Y aquí el baño -dijo Cassie, abriendo la puerta a un cuarto tan pequeño que el lavabo y el inodoro, en paredes opuestas, casi se superponían, y el hueco para la ducha era escasamente un ataúd en posición vertical.

Emily agarró a Cassie por el pelo y le golpeó la cara contra el borde del lavabo. Lo repitió una y otra vez hasta matarla; luego la dejó recostada contra la pared y cerró la puerta del baño con cuidado. Tomó asiento en el viejo sillón maloliente de la sala de estar, encendió el televisor y cambió de canales hasta que encontró el informativo local. Subió el volumen cuando el locutor abordó la noticia del asesinato de Jimmy Gallagher. Pese a los esfuerzos de la policía y el FBI, alguien se había ido de la lengua. Apareció en la pantalla un periodista y habló de una posible conexión entre la muerte de Gallagher y el asesinato de Mickey Wallace en Hobart Street. Emily se arrodilló y tocó la pantalla con las yemas de los dedos. Seguía en esa posición cuando entró Earle Yiu. Cuarentón, le sobraban unos kilos, cosa que disimulaba con trajes de buen corte.

– ¿Quién eres? -preguntó.

Emily le sonrió.

– Soy una amiga de Cassie -respondió.

Él le devolvió la sonrisa.

– Pues cualquier amiga de Cassie es también amiga mía -dijo-. ¿Dónde está?

– En el cuarto de baño.

Instintivamente, Earle dirigió la mirada hacia el baño, que estaba a su izquierda. Arrugó la frente. En la moqueta, al pie de la puerta, se extendía una mancha.

– ¿Cassie? -Llamó a la puerta-. Cassie, ¿estás ahí?

Probó el picaporte, y la puerta se abrió. Apenas había asimilado la visión del rostro destrozado de Cassie Coemer cuando un cuchillo de cocina penetró en su espalda y le traspasó el corazón.

Tras asegurarse de que Earle Yiu había muerto, Emily lo registró y encontró una pistola de calibre 22 con cinta adhesiva alrededor de la culata y casi setecientos dólares en efectivo. Cogió el móvil de Yiu e hizo una llamada. Cuando acabó, sabía dónde iban a enterrar a Jimmy Gallagher y cuándo.

La puerta del apartamento estaba provista de cerraduras de seguridad, para impedir tanto la salida de quienes se quedaban dentro como cualquier entrada sin permiso. Emily echó todos los cerrojos. Luego apagó el televisor y se quedó sentada, quieta y en silencio, en el sofá, mientras el día se convertía en noche y la noche, por fin, daba paso a la mañana.

34

Elija el terreno: eso me había dicho Epstein. Elija el lugar donde se enfrentará a ellos. Habría podido huir. Habría podido esconderme con la esperanza de que no me encontrasen, pero hasta la fecha siempre me habían encontrado. Podría haber optado por regresar a Maine y hacerles frente allí, pero ¿cómo habría podido conciliar el sueño, con el miedo a que en el momento menos pensado vinieran por mí? ¿Cómo habría podido trabajar en el Bear sabiendo que mi presencia allí pondría en peligro a otros?

Así que hablé con Epstein, y luego con Ángel y Louis, y elegí el terreno donde lucharía.

Los atraería hacia mí, y acabaríamos con aquello.

En el funeral concedieron a Jimmy honores de inspector: todo el paripé del Departamento de Policía de Nueva York, incluso más que cuando murió mi padre. Seis agentes con guantes blancos acarrearon en hombros el féretro cubierto por una bandera desde la iglesia católica de Santo Domingo, ocultas sus placas bajo crespones negros. Al pasar el ataúd, policías jóvenes y viejos, algunos en uniforme de diario, otros en traje de gala, otros con abrigos y sombreros de jubilados, saludaron todos a una. Nadie sonreía, nadie hablaba. Todos permanecían callados. Un par de años antes se vio a una fiscal de Westchester reír y charlar con un senador del estado mientras sacaban de una iglesia del Bronx el féretro de un agente asesinado, y un policía la mandó callar. Ella obedeció al instante, pero nadie olvidó su afrenta. Esas cosas tenían que hacerse de determinada manera, y quien jugaba con ellas debía atenerse a las consecuencias.

Jimmy fue enterrado en el cementerio de la Santa Cruz, en Tilden, junto a su padre y su madre. Su hermana mayor, que ahora residía en Colorado, era su pariente vivo más cercano. Se había divorciado, y estaba junto a la tumba con sus tres hijos; uno de ellos era Francis, el sobrino de Jimmy que había venido a casa la noche de los homicidios de Pearl River, y ella lloró por el hermano al que no veía desde hacía cinco años. La banda policial de gaitas y tambores tocó Steal Away, y nadie habló mal de él, pese a que para entonces se había filtrado ya la palabra que llevaba grabada en el cuerpo. Algunos quizá cuchichearían después (y allá ellos: los hombres así poco valían), pero no entonces, no ese día. De momento se le recordaría como policía, y además muy querido.

También yo me encontraba presente, a la vista de todos, porque me constaba que estarían vigilando con la esperanza de que apareciese. Me mezclé con la gente, hablé con aquellos a quienes reconocí. Después del entierro fui a un bar llamado Donaghy's con hombres que habían servido al lado de Jimmy y mi padre, e intercambiamos anécdotas sobre los dos, y me contaron cosas sobre Will Parker que me llevaron a quererlo más aún, porque también ellos lo habían querido. Durante todo el tiempo permanecí cerca de un corrillo u otro. Ni siquiera fui al lavabo solo, y controlé lo que bebía, pese a dar la impresión de que tomaba con los otros una cerveza detrás de otra, un trago detrás de otro. Era fácil disimularlo, porque ellos, si bien no rechazaban mi compañía, estaban más pendientes unos de otros que de mí. Uno, un antiguo sargento llamado Griesdorf, llegó a preguntarme por la supuesta conexión entre la muerte de Mickey Wallace y lo ocurrido a Jimmy. Por un momento se produjo un incómodo silencio, hasta que un policía rubicundo de pelo negro teñido exclamó: