El tabique entre la cocina y el salón había desaparecido. Lo habían echado abajo para crear un único espacio de planta abierta, de modo que la pequeña cocina de mi infancia, con su mesa para cuatro, ya no estaba.
Imaginé a mi madre en ese nuevo espacio.
– ¿La nota muy cambiada? -preguntó Durand.
– Sí. Todo esto es distinto.
– Lo hicieron los anteriores dueños. No los Harrington, los Bildner. Ellos le compraron la casa a su familia, ¿no?
– Exacto.
– Estuvo desocupada durante un tiempo. Un par de años. -Apartó la mirada, preocupado ante el nuevo derrotero de la conversación-. ¿Le apetece tomar algo? Hay cerveza, si quiere. Yo ya no bebo apenas. Me cae como agua por una cañería. Apenas entra por un extremo sale por el otro. Y después tengo que echar una siesta.
– Para mí aún es un poco temprano. Pero acepto una taza de café si no tengo que tomarla solo.
– Café sí podemos tomar. Al menos no tendré que hacer una siesta después.
Encendió la cafetera y tomó un par de tazas y cucharillas.
– ¿Le importaría si echo un vistazo a mi antigua habitación? -pregunté-. Es la pequeña en la parte delantera, la del cristal roto.
Durand, un tanto incómodo, volvió a hacer una mueca.
– Ese maldito cristal. Lo rompieron unos niños jugando al béisbol, y no he encontrado el momento de arreglarlo. Por otra parte…, en fin, usamos esa habitación poco más que de trastero. Está llena de cajas.
– Da igual. Me gustaría verla de todos modos.
Asintió y subimos. Me detuve en la puerta de mi antigua habitación, pero no entré. Como Durand había dicho, contenía una montaña de cajas, carpetas, libros y antiguos electrodomésticos que ahora acumulaban polvo.
– Soy de los que no tiran nada -explicó Durand en tono de disculpa-. Todo eso aún funciona. No pierdo la esperanza de que un día venga alguien que lo necesite y me lo quite de encima.
Mientras me hallaba allí de pie, las cajas desaparecieron evaporándose junto con la chatarra y los libros y las carpetas. Quedó sólo una habitación con moqueta gris; las paredes blancas cubiertas de fotografías y pósteres; un armario con un espejo en la puerta en el que me veía reflejado; un hombre de más de cuarenta años, con el pelo algo canoso y los ojos oscuros; estantes llenos de libros, minuciosamente ordenados por autor; una mesilla de noche con un despertador digital, el no va más de la tecnología del momento, indicando las 12:54.
Y la detonación procedente del garaje detrás de la casa. Por la ventana vi a hombres correr…
– ¿Está usted bien, señor Parker?
Durand me tocó el brazo con delicadeza. Intenté hablar, pero no pude.
– ¿Por qué no bajamos? Le prepararé ese café.
Y la figura en el espejo se convirtió en el fantasma del niño que fui en otro tiempo, y lo miré a los ojos hasta que se desvaneció lentamente y desapareció por completo.
Durand y yo nos sentamos en la cocina. Por la ventana vi un bosquecillo de abedules donde antes estaba el garaje. Durand siguió mi mirada.
– Sé lo que pasó -dijo-. Terrible.
En la cocina flotaba el aroma a estofado. Olía bien.
– Sí, lo fue.
– Lo echaron abajo, el garaje.
– ¿Quiénes?
– Los Harrington. Me lo contaron los vecinos, los señores Rosetti, que debieron de llegar al barrio un par de años después de marcharse ustedes.
– ¿Por qué lo echaron abajo? -Pero al hacer la pregunta ya supe la respuesta. Lo que me sorprendía era que hubiese permanecido en pie tanto tiempo.
– Hay quienes piensan, supongo, que cuando algo malo ocurre en un sitio, el eco permanece -explicó Durand-. Yo no sé si es verdad o no. Personalmente soy poco sensible a esas cosas. Mi mujer cree en los ángeles. -Señaló una figura alada envuelta en ropa vaporosa y suspendida de un gancho en la puerta de la cocina-. Pero para mí todos sus ángeles se parecen a Campanilla, y dudo mucho que ella misma distinga un ángel de un hada.
»En cualquier caso, a los hijos de los Harrington no les gustaba entrar en el garaje. La niña, la menor, se quejaba de lo mal que olía. La madre le dijo a la señora Rosetti que a veces olía…
Se calló y por tercera vez hizo una mueca. Parecía una reacción involuntaria ante todo aquello que lo incomodaba.
– No se preocupe -dije-. Siga, por favor.
– Según ella, allí olía como si se hubiese disparado un arma.
Los dos guardamos silencio un momento.
– ¿A qué ha venido, señor Parker?
– La verdad es que no sabría qué decirle. Creo que necesito respuesta a ciertas preguntas.
– Verá, llega un momento en la vida en que uno siente el impulso de escarbar en el pasado -dijo Durand-. Yo tomé por banda a mi madre antes de morir y la obligué a contarme toda la historia de la familia, todo lo que recordase. Quería conocerlo antes de que se fuera para siempre la única persona que podía aclararme las cosas, imagino, para entender aquello de lo que formé parte. Y eso es bueno, saber de dónde viene uno. Se lo transmite a los hijos, y así todos se sienten menos a la deriva en la vida, menos solos.
»Pero ciertas cuestiones es mejor dejarlas en el pasado. Sí, ya sé que los psiquiatras y los terapeutas le dirán lo contrario, pero se equivocan. No es necesario meter el dedo en todas las llagas, como tampoco hace falta reexaminar toda mala acción ni sacarla a la luz por la fuerza, caiga quien caiga. Es mejor dejar que cicatrice la herida, aun cuando no cicatrice del todo bien, o dejar enterradas las malas acciones, y recordar que, por poco que pueda evitarse, no conviene adentrarse en las tinieblas.
– Bueno, ésa es precisamente la cuestión: a veces las tinieblas no pueden evitarse.
Durand se tiró del labio.
– No, puede que no. ¿Y esto es el principio o el final?
– El principio.
– Tiene por delante un largo camino, pues.
– Eso me temo.
Oí abrirse la puerta de la calle. Entró una mujer menuda, con unos kilos de más y una permanente en el pelo plateado.
– Soy yo -anunció. Sin dirigir la vista hacia la cocina se quitó el abrigo, los guantes y la bufanda y se miró el pelo y la cara en el espejo del perchero-. ¡Qué bien huele! -comentó. Se volvió hacia la cocina y me vio.
– ¡Cielo santo!
– Tenemos visita, Elizabeth -dijo Durand, y me levanté cuando su mujer entró en la cocina-. Te presento al señor Parker -añadió-. Vivió en esta casa, de niño.
– Mucho gusto, señora Durand -saludé.
– Ah, usted es…
Se interrumpió al caer en la cuenta y vi asomar a su rostro las sucesivas emociones. Al final quedó fija en su semblante la que, sospeché, era su expresión por defecto: de amabilidad, teñida de esa tristeza que viene dada por la experiencia de toda una vida y la conciencia de que las cosas tocan a su fin.
– Bienvenido -se limitó a decir al cabo de un momento-. Siéntese, siéntese. ¿Se queda a cenar?
– No, no puedo. Tengo que seguir mi camino. Ya le he robado demasiado tiempo a su marido.
Pese a su educación y buen carácter naturales, advertí que sentía alivio.
– Si lo tiene ya decidido…
– Así es. Gracias.
Sin volver a sentarme, me puse el abrigo, y Durand me acompañó a la puerta.
– Le diré que antes, al verlo, he pensado que era usted otra persona, y no me refiero a un hijo de los Harrington. Pero sólo por un segundo, eh.