No se mencionó a la mujer. No pregunté qué había sido de ella ni de su amante. No quería saberlo, pero lo imaginaba. Los habían ocultado en algún lugar profundo y oscuro, lejos el uno del otro, y allí se pudrirían.
– Hansen era de los nuestros -explicó Epstein-. Iba tras tus pasos desde que te marchaste de Maine. No debería haber entrado en la casa. No sé por qué lo hizo. Quizá vio a Maser y decidió cortarle el paso antes de que llegara a ti. De momento lo mantienen en un coma clínicamente inducido. Es poco probable que pueda reincorporarse al servicio.
– Mis amigos secretos -dije, recordando las palabras del Coleccionista-. Nunca habría adivinado que Hansen era uno de ellos. Debo de estar más solo de lo que pensaba.
Epstein tomó un sorbo de agua.
– Quizá demostrara un exceso de celo a la hora de asegurarse de que se le restringían a usted sus actividades. La decisión de retirarle las licencias no fue de él, pero estuvo más que dispuesto a imponer toda decisión tomada. Se consideró que usted atraía demasiado la atención y que era necesario protegerlo de sí mismo.
– Contribuyó también el hecho de que me tuviera tirria.
Epstein se encogió de hombros.
– Creía en la ley. Por eso lo elegimos.
– ¿Y hay otros?
– Sí.
– ¿Cuántos?
– No suficientes.
– ¿Y ahora qué?
– Esperaremos. Recuperará usted su licencia de investigador y le devolverán el permiso de armas de fuego. Si no podemos protegerlo de sí mismo, supongo que tendremos que darle la posibilidad de protegerse por sí solo. Pero puede que eso tenga un precio.
– Siempre lo tiene.
– Un favor de vez en cuando, nada más. Usted hace bien su trabajo. Se le allanará el camino con la policía del estado y las fuerzas del orden locales en caso de que su intervención resulte útil. Considérese un asesor, un consejero esporádico sobre ciertos asuntos.
– ¿Y quién va a allanar el camino? ¿Usted o algún otro de mis «amigos»?
Oí abrirse la puerta detrás de mí. Me volví. Entró el agente especial Ross, pero no se quitó el abrigo ni se sentó con nosotros a la mesa. Se limitó a apoyarse en el mostrador, con las manos entrelazadas, y me miró como un asistente social obligado a tratar con un delincuente habitual que empieza a desesperarlo.
– Será una broma, ¿no? -dije-. ¿Ése? -Ross y yo tenemos una historia pasada.
– Ése-dijo Epstein.
– La Unidad Cinco.
– La Unidad Cinco.
– Con amigos como ése…
– … uno necesita enemigos en consonancia -completó Epstein.
Ross saludó con la cabeza.
– Eso no significa que vaya a ser yo quien te saque las castañas del fuego cada vez que se te pierdan las llaves -dijo-. Conviene que mantengas las distancias.
– Eso no me resultará difícil.
Epstein levantó una mano en un gesto conciliador.
– Por favor, caballeros.
– Tengo otra pregunta -dije.
– Usted dirá -respondió Epstein-. Adelante.
– Esa mujer susurraba algo cuando se la llevaron. Antes de quedarme grogui, me pareció ver a Maser decir lo mismo. Sonaba a latín.
– Dominus meus bonus et benignitas est -recitó Epstein-. Mi señor es bueno y generoso.
– Eddie Grace casi empleó esas mismas palabras -señalé-, sólo que las dijo en inglés. ¿Qué quiere decir? ¿Es una oración o algo así?
– Es eso, y quizás algo más -contestó Epstein-. Es un juego de palabras. Un nombre ha aparecido una y otra vez a lo largo de muchos años. Consta en documentos, en actas. Al principio pensamos que era una coincidencia, o una especie de clave, pero ahora creemos que es otra cosa.
– ¿Como qué?
– Creemos que es el nombre de la Entidad, la fuerza controladora -dijo Epstein-. «Mi señor es bueno y generoso.» Bueno y generoso, «good» y «kind». Así llaman a aquel a quien sirven. Lo llaman «Goodkind».
– Señor Goodkind.
Tardé mucho en enterarme de lo que sucedió entre Ross y Epstein después de marcharme, sólo la mujer silenciosa les hizo compañía en la tenue luz de la cafetería.
– ¿Seguro que es aconsejable dejarlo a su aire? -preguntó Ross mientras Epstein buscaba la manga de su abrigo.
– No lo dejamos a su aire -respondió Epstein-. Aunque él no lo sepa, es una cabra amarrada. Sólo tenemos que esperar y ver de qué viene a cebarse.
– ¿Goodkind? -preguntó Ross.
– Al final, quizá sí, si de verdad existe -contestó Epstein, encontrando por fin la manga-. O si nuestro amigo vive el tiempo suficiente…
Me marché de Nueva York esa noche después de realizar un servicio más por los difuntos, éste postergado durante mucho tiempo. En un rincón del cementerio Bayside, al pie de una sencilla lápida, puse flores en la tumba de una joven y una niña desconocida, la última morada de Caroline Carr.
Mi madre.
Epílogo
Mi corazón pide paz…
Pasan los días, y cada hora se lleva
un trocito de vida; pero tú y yo, ambos,
prevemos una larga vida…
«Es la hora, amigo mío, es la hora»,
Alexander Pushkin (1799-1837)
Pasé el resto de la semana solo. No vi a nadie. No hablé con nadie. Viví absorto en mis pensamientos, y en el silencio intenté conciliarme con todo lo que había averiguado.
La noche del viernes fui al Bear. Dave Evans atendía en la barra. Ya le había dicho por teléfono que dejaba el empleo, y no se lo había tomado a mal. Seguramente sabía ya que era cuestión de tiempo. Yo había recibido confirmación extraoficial de que me devolverían la licencia de investigador privado al cabo de unos días, tal como Epstein me había anunciado, y todas las objeciones a mi permiso de armas se habían retirado.
Pero esa noche saltaba a la vista que Dave no daba abasto. La zona principal del bar estaba hasta los topes, y sólo quedaba espacio de pie. Me aparté para dejar pasar a Sarah con una bandeja de cervezas en una mano y varios platos de comida en la otra. Tenía los nervios a flor de piel, lo cual no era raro, pero en ese momento advertí que todos los demás empleados del local se hallaban en su mismo estado.
– Gary Maser me avisó con veinticuatro horas de antelación y se marchó -protestó Dave mientras mezclaba un cóctel Alexander a la vez que permanecía atento a tres jarras de cerveza que se llenaban simultáneamente bajo los surtidores-. Es una lástima. Me caía bien. Pensaba que podría quedarse un tiempo. ¿Tienes idea de qué le ha pasado?
– No -contesté.
– Lo contrataste tú.
– Un error por mi parte.
– Qué más da. No ha tenido consecuencias fatales. -Señaló el vendaje en mi cuello-. Aunque eso parece que sí podría haberlo sido. Mejor no preguntar, supongo.
– Podrías preguntar, pero tendría que mentirte.
Uno de los surtidores empezó a borbotear y soltar espuma.
– Maldita sea -dijo Dave. Me miró-. ¿Puedes hacerle un favor a un viejo amigo?
– Allá voy -contesté.
Pasé al otro lado y cambié el barril. Mientras estaba allí, se acabaron otros dos, así que los cambié también. Cuando volví a salir, Dave estaba tras la parte de la barra reservada a los camareros, donde entregaba los pedidos al restaurante. Además, al menos diez personas esperaban sus copas, y en la barra había sólo un camarero para atenderlos.
Así pues, por una noche más, recuperé mi antigua función. No me importó. Como ahora sabía que volvería a dedicarme a lo que se me daba mejor, lo pasé bien trabajando una última vez para Dave, y enseguida me acoplé en las antiguas rutinas. Entraban los clientes, y yo los recordaba por sus pedidos pese a que no me venían sus nombres a la memoria: el tipo de la ginebra Tanqueray; la chica del Margarita; cinco treintañeros que iban todos los viernes y siempre pedían cinco de la misma cerveza, sin experimentar jamás con algunas de las marcas más exóticas, tanto era así que habíamos bautizado su llegada como la Carga de la Brigada Ligera de Coors. Los hermanos Fulci aparecieron seguidos de Jackie Garner, y Dave consiguió dar la impresión de que se alegraba de verlos. Estaba en deuda con ellos por mantener a raya a los periodistas tras la muerte de Mickey Wallace, aunque sospechaba que su presencia había ahuyentado también a parte de la clientela habitual. Pero en ese momento, sentados en un rincón, comían hamburguesas y se trincaban una cerveza Belfast Bay Lobster Red tras otra como hombres a punto de volver a la cárcel al día siguiente, experiencia que no era ajena a los Fulci.