Y así transcurrió la velada.
Eddie Grace despertó al oír la fricción de una cerilla en la oscuridad de su habitación. Los fármacos habían adormecido un tanto el dolor, pero también habían adormecido sus sentidos, de modo que inicialmente tuvo que hacer un esfuerzo para saber qué hora era y por qué estaba despierto. Creyó que tal vez había oído el sonido en un sueño. Al fin y al cabo, en aquella casa no fumaba nadie.
De pronto resplandeció el ascua de un cigarrillo y una figura cambió de posición en el sillón a su izquierda; advirtió el brillo de la cara de un hombre. Flaco y de aspecto poco saludable, llevaba el pelo peinado hacia atrás y las uñas largas y amarillentas, al parecer por la nicotina. Vestía de oscuro. Incluso en su maloliente lecho de enfermo, Eddie percibió el hedor que aquel individuo despedía.
– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó Eddie-. ¿Quién es?
El hombre se inclinó hacia él. En la mano sostenía un viejo silbato de policía, suspendido de una cadena de plata. Había pertenecido al padre de Eddie, y se lo dejó a él al jubilarse.
– Esto me gusta -dijo el desconocido, sosteniendo el silbato por la cadena-. Creo que lo añadiré a mi colección.
Eddie buscó con la mano derecha la alarma con la que llamaba a Amanda. Sonaría en su dormitorio, y ella o Mike acudirían. Pulsó el botón, pero no oyó nada.
– Me he tomado la molestia de desconectarlo -explicó el hombre-. Ya no va a necesitarlo.
– Le he preguntado qué hace aquí -insistió Eddie con voz ronca. Ahora tenía miedo: era la única reacción lógica en presencia de aquel hombre. Todo en él inquietaba. Todo.
– He venido para castigarlo por sus pecados.
– ¿Por mis pecados?
– Por traicionar a su amigo. Por poner en peligro al hijo de su amigo. Por la muerte de Caroline Carr. Por las chicas a las que hizo daño. Estoy aquí para hacerle pagar por todos ellos. Ha sido juzgado y declarado culpable.
Eddie dejó escapar una risotada hueca.
– Anda y que te jodan -contestó-. Mírame. Me estoy muriendo. Padezco dolor a diario. ¿Qué puedes hacerme que no se me haya hecho ya?
Y de pronto el silbato fue sustituido por una esquirla de metal afilada al mismo tiempo que el hombre se levantaba y se inclinaba sobre Eddie, y Eddie creyó ver otras siluetas apiñarse detrás de él, hombres de ojos vacíos y bocas oscuras que estaban allí y a la vez no estaban.
– Ah -susurró el Coleccionista-. Seguro que se me ocurrirá algo…
A las doce de la noche el bar ya casi se había vaciado. Según el parte meteorológico, volvería a nevar a partir de la medianoche, y la mayoría de la gente había decidido marcharse temprano para no arriesgarse a tener que conducir en plena ventisca. Jackie y los Fulci seguían allí, con las botellas acumuladas ante ellos, pero los clientes de la zona ya estaban de pie y se ponían los abrigos. Dos hombres en el extremo opuesto de la barra pidieron la cuenta, me dieron las buenas noches y se marcharon, dejando sola a una última clienta en la barra. Un rato antes se encontraba en compañía de un grupo de policías de Portland, pero, en cuanto se fueron, sacó un libro del bolso y se puso a leer tranquilamente. Nadie la molestó. Aunque era menuda, morena y bonita, despedía ciertas vibraciones, e incluso los jugadores de hockey guardaron las distancias. Aun así, me sonaba de algo. Al final caí en la cuenta. Alzó la vista y me vio mirarla.
– De acuerdo -dijo-. Ya me voy.
– No hace falta -contesté-. El personal suele quedarse a tomar una copa, o incluso un bocado, los viernes por la noche. No estorbas a nadie.
Señalé la copa de vino tinto que tenía junto a la mano derecha. Le quedaba sólo un trago.
– ¿Te la lleno? -pregunté-. A cuenta de la casa.
– ¿Eso no es ilegal después de la hora de cierre?
– ¿Vas a denunciarme, agente Macy?
Arrugó la nariz.
– ¿Sabes quién soy?
– He leído sobre ti en los periódicos, y te he visto por aquí alguna vez. Interviniste en aquel asunto en Sanctuary.
– Como tú.
– Sólo en la periferia. -Le tendí la mano-. Mis amigos me llaman Charlie.
– A mí los míos me llaman Sharon.
Nos dimos la mano.
– ¿Te has cortado afeitándote? -preguntó, señalando mi cuello.
– Me tiembla el pulso -contesté.
– Mala cosa para un camarero.
– Por eso voy a dejarlo. Lo de esta noche es un favor a un viejo amigo.
– ¿Y ahora qué harás?
– Lo que hacía antes. Me retiraron la licencia durante un tiempo. Pronto la recuperaré.
– Ya pueden andarse con cuidado los malhechores -dijo. Tenía una sonrisa en la cara, pero su mirada permanecía seria.
– Algo así.
Le cambié la copa por otra limpia y se la llené con el mejor vino californiano que teníamos.
– ¿Beberás conmigo? -preguntó, y al pronunciarlas, esas palabras parecieron prometer, en un futuro, algo más que una copa en un bar poco iluminado.
– Claro -contesté-. Será un placer.
John Connolly