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Stefania sentía que con ese aire de justificarse, el joven ocultaba un orgullo mordaz, un encono contra la ciudad dormida a su alrededor, la obstinación de sentirse diferente.

– No se ofenda, pero para mí ustedes los cazadores están locos -dijo el camarero-. Aunque sólo sea por esa manía de levantarse a semejantes horas.

– En cambio yo lo comprendo -dijo Stefania.

– Bueno, ¿quién sabe? -decía el cazador-. Una pasión como cualquier otra. -Ahora miraba a Stefania y la poca convicción que había puesto antes cuando hablaba de la caza parecía haberse perdido, y era como si la presencia de Stefania le hiciese sospechar que toda su forma de pensar estaba equivocada, que tal vez la felicidad era algo distinto de lo que él andaba buscando.

– De veras, lo comprendo, una mañana como ésta… -dijo Stefania.

Por un instante el cazador se quedó como quien tiene ganas de hablar pero no sabe qué decir.

– Cuando el tiempo está así, seco y fresco, el perro puede trabajar bien -dijo.

Había bebido el café, había pagado, el perro tironeaba para salir y él seguía allí, vacilante. Dijo torpemente:

– Dígame, ¿y por qué no viene usted también, señora?

Stefania sonrió.

– Digamos que otra vez que nos encontremos quedamos en algo, ¿eh?

El cazador hizo:

– Eh… -Echó otra vez una mirada alrededor para ver si encontraba otro pretexto para seguir conversando. Después dijo-: Bueno, me voy. Buenos días. -Se saludaron y él se dejó arrastrar por el perro.

Había entrado un obrero. Pidió un aguardiente.

– A la salud de todos los que madrugan -dijo alzando el vaso-, sobre todo de las mujeres bonitas. -Era un hombre no demasiado joven, de aire alegre.

– A su salud -dijo Stefania, amable.

– Por la mañana temprano te sientes dueño del mundo -dijo el obrero.

– ¿Y por la noche no? -preguntó Stefania.

– Por la noche tienes demasiado sueño -contestó- y no piensas en nada. Si no, cuidado…

– Yo por la mañana suelto tantas maldiciones una tras otra -dijo el camarero.

– Porque antes de trabajar hay que salir a dar una vuelta. Si hiciera como yo, que voy a la fábrica en velomotor, y el aire frío que da en la cara…

– El aire barre las preocupaciones -dijo Stefania.

– La señora me comprende -dijo el obrero-. Y ya que me comprende debería beberse una grapita conmigo.

– No, gracias, no bebo, de veras.

– Por la mañana es lo que se necesita. Dos grapitas, jefe.

– No bebo, en serio, beba usted a mi salud, por favor.

– ¿No bebe nunca?

– A veces, por la noche.

– ¿Ve? Ahí se equivoca.

– Una se equivoca tanto…

– A su salud -y el obrero se bebió un vasito y después el otro-. Uno y dos. Mire, le voy a explicar…

Stefania estaba sola, allí, entre esos hombres, esos hombres diferentes, y conversaba con ellos. Estaba tranquila, segura de sí misma, no había nada que la turbara. Este era el hecho nuevo de esa mañana.

Salió del bar para ver si habían abierto el portal. El obrero también salió, montó en el velomotor, se calzó los mitones.

– ¿No tiene frío? -preguntó Stefania. El obrero se golpeó el pecho; se oyó ruido de periódicos.

– Llevo la coraza puesta. -Y añadió en dialecto-: Adiós, señora. -También Stefania saludó en dialecto, y él partió.

Stefania comprendió que había sucedido algo y que ya no podía volver atrás.

Esta manera nueva de estar entre los hombres, el noctámbulo, el cazador, el obrero, la cambiaba. Había sido éste su adulterio, estar sola entre ellos, así, de igual a igual. De Fornero ni siquiera se acordaba ya.

El portal estaba abierto. Stefania R. entró en su casa muy de prisa. La portera no la vio.

La aventura de un matrimonio

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.

A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.

En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: «¿Qué tiempo hace?», y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el finaclass="underline" el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.

A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.

Pero de pronto Elide:

– ¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.

Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. «Lo ha atrapado», pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al «once», que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.

La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. El se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.

Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo hacía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.