2. Así funcionaban las idas y venidas en la habitación de una prostituta en el cuento «Un letto di passaggio», que estilísticamente pertenece al primer Calvino «hemingwaiano» (pero que en homenaje a esta unidad temática se integra en Los amores difíciles con el título «La aventura de un bandido»), y así funcionarán las persecuciones por la autopista en uno de los cuentos más recientes, «El conductor nocturno» (que aquí cierra la serie con el título «La aventura de un automovilista»). Además de estos dos «traspasos», Los amores difíciles se enriquecen en esta edición con dos obras inéditas en forma de libro: «La aventura de un esquiador», de 1959, y «La aventura de un fotógrafo» que es la «puesta en cuento» (como se dice «puesta en escena») de un ensayo («Le follie del mínimo», // contemporáneo, Roma, 30 de abril de 1955).
3. «La aventura de un soldado» inspiró un sketch cinematográfico dirigido e interpretado por Nino Manfredi, "La aventura de un bandido", unsketch teatral (Un letto di passaggio), realizado por Franco Zeffirelli; "La aventura de un matrimonio", una canción de Sergio Liberovici (Canzonetriste); «La aventura de un matrimonio» inspiró también un episodio cinematográfico de Mario Monicelli; «La hormiga argentina» fue ilustrada por Franco Gentilini.
4. «La nube de smog» (así como «La especulación inmobiliaria», la otra«novela breve» con que terminaba el volumen / racconti) atrajo la atención de la crítica socialista y comunista (Alberto Asor Rosa, Mondo Operario, n.os 3-4, 1958; Michele Rago, L'Unita, Roma, 17 de enero de 1959; Mario Socrate, Italia Domani, 28 de diciembre de 1958; Cario Salinari, Vie Nuove, 27 dediciembre de 1958) que destaca en el pesimismo de Calvino y en su calidad deobservador oportuno «un sentido nuevo que no es el de la desilusión que sucede a la Resistencia o de la ilusión suscitada por la social democracia.»(Mario Socrate).
5. Pietro Citati (// Punto, 7 de febrero de 1959; L'lllustrazione Italiana, enero de 1959); Elémire Zoila (Tempo Presente, diciembre de 1958); RenatoBarilli (// Mulino, n.° 90; ahora en La barriera del naturalismo, Mursia, 1964);Francpis Wahl (La Revue de Paris, noviembre de 1960).
6. Entre los primeros experimentos italianos de aplicación a la críticaliteraria de métodos de análisis lingüístico, gramatical, semántico, recordemosel estudio de Mario Boselli sobre «La nube de smog» {Nuova Corrente, n.os 28-29, 1963), estudio que dio al propio Calvino el punto de partida de unautoanálisis estilístico publicado en la misma revista (n. 32-33, 1964).
La aventura de un soldado
En el compartimiento, junto al soldado de infantería Tomagra, se sentó una señora alta y opulenta. A juzgar por el vestido y el velo, debía de ser una viuda de provincias: el vestido era de seda negra, apropiado para un largo luto, pero con guarniciones y adornos inútiles, y el velo que caía del ala de un sombrero pesado y anticuado le envolvía la cara. Había otros lugares libres en el compartimiento, observó el infante Tomagra; y pensó que la viuda elegiría uno de ellos; en cambio, a pesar de su áspera cercanía de soldado, se sentó justo allí, seguramente por alguna razón de comodidad, se apresuró a pensar el infante Tomagra, una cuestión de corrientes de aire o de dirección de la marcha.
Por la robustez del cuerpo, firme y hasta un poco cuadrado, se le hubieran dado poco más de treinta años si una morbidez de
matrona no suavizara las altas curvas; pero la cara, el encarnado marmóreo y al mismo tiempo flojo, la mirada inasible bajo los párpados pesados, las cejas de un negro intenso y además los labios severamente apretados, pintados con descuido de un rojo chocante, le hacían parecer en cambio de más de cuarenta.
Tomagra, joven soldado de infantería en su primer permiso (era Pascua), se encogió en el asiento no fuera a ser que la señora, tan alta y opulenta, no cupiese; y se encontró inmediatamente envuelto en su perfume, un perfume conocido y quizás ordinario pero ya amalgamado, por una larga costumbre, a los olores naturales del cuerpo.
La señora se había sentado con compostura, revelando, allí a su lado, proporciones menos majestuosas de lo que le habían parecido al verla de pie. Las manos, rollizas y con oscuros anillos que le apretaban los dedos, las tenía cruzadas sobre el regazo, encima de un bolso reluciente y de una chaqueta que se había quitado descubriendo brazos redondos y claros. Tomagra, al hacer ella ese gesto, se había apartado como para permitir un amplio despliegue de brazos, pero la señora permaneció casi inmóvil, quitándose las mangas con breves movimientos de los hombros y del torso.
El asiento del tren era pues bastante cómodo para dos y Tomagra podía sentir la extrema cercanía de la señora sin el temor de ofenderla con su contacto. Pero, razonó, lo cierto es que, pese a ser una señora, no había demostrado que ni él ni la aspereza de su uniforme la disgustaran, de lo contrario se habría sentado más lejos. Y, al pensarlo, sus músculos, que estaban contraídos y achatados, se aflojaron libres y serenos; más aún; sin que él se moviera trataron de expandirse al máximo, y la pierna con sus tendones tensos, separada de la tela misma del pantaión, se estiró, llenó a su vez el paño que la cubría, y el paño rozó la negra seda de la viuda, y a través de ese paño y esa seda, la pierna del soldado se adhería a la de ella con un movimiento blando y fugaz, como un encuentro de tiburones, con un expandirse de ondas en sus venas hacia las venas de ella.
Pero era siempre un contacto levísimo, bastaba una sacudida del tren para recrearlo o anularlo; la señora tenía rodillas fuertes y carnosas, y los huesos de Tomagra adivinaban a cada sacudida el salto indolente de la rótula; y la pantorrilla tenía una mejilla sedosa y alta que con un imperceptible empujón había que hacer coincidir con la propia. Este encuentro de pantorrillas era precioso, pero a costa de una pérdida: el peso del cuerpo se desplazaba y el variable apoyo de los flancos no se producía con el dócil abandono de antes. Para conseguir una posición natural y satisfactoria debía desplazarse ligeramente en el asiento, gracias a una curva de las vías, o también a la necesidad comprensible de moverse de vez en cuando.
La señora permanecía impasible bajo el sombrero de matrona, fija la mirada parpadeante y las manos quietas sobre el bolso en el regazo; sin embargo, una larguísima franja de su cuerpo se apoyaba en aquella franja de hombre: ¿todavía no lo había advertido?, ¿o preparaba una retirada?, ¿o un rechazo?
Tomagra decidió transmitirle, en cierto modo, un mensaje: contrajo el músculo de la pantorrilla como si fuera un puño duro, cuadrado, y después, con ese puño de pantorrilla, como si una mano dentro quisiera abrirse, se apresuró a golpear la pantorrilla de la viuda. Fue, claro está, un movimiento rapidísimo, apenas el tiempo de un juego de tendones: de todos modos ella no se echó atrás, ¡al menos por lo que él pudo entender!, porque en seguida Tomagra, para justificar aquel gesto secreto, había desplazado la pierna como para desentumecerla.
Ahora había que volver a empezar desde el principio; la paciente y prudentísima tarea de contacto se había perdido. Tomagra decidió ser más audaz; como si buscara algo metió la mano en el bolsillo, el bolsillo del lado de la mujer, y después, como distraído, no la sacó. Había sido un gesto rápido, Tomagra no sabía si la había tocado o no, un gesto de nada; sin embargo, comprendía lo importante que había sido el progreso realizado y en qué juego arriesgado estaba ahora metido. Con el dorso de la mano apretaba el flanco de la señora de negro; la sentía pesar sobre cada dedo, cada falange, en adelante cualquier movimiento de su mano habría sido un gesto inaudito de intimidad con la viuda. Conteniendo la respiración, Tomagra le dio la vuelta a la mano en el bolsillo: es decir, puso la palma del lado de la señora, abierta contra ella pero dentro del bolsillo. Era una posición imposible, con la muñeca retorcida. Ahora ya daba lo mismo intentar un gesto decisivo: así, con aquella mano retorcida, arriesgó un movimiento de dedos. No quedaba duda posible: la viuda no podía no haber advertido su artimaña y, si no retrocedía y fingía impasibilidad y ausencia, quería decir que no rechazaba sus avances. Pero, pensándolo bien, su manera de no hacer caso de la móvil mano de Tomagra podía querer decir que realmente creía en una búsqueda inútil en el bolsillo: un billete ferroviario, un fósforo… Exactamente: y si ahora las yemas de los dedos del soldado, como dotadas de una repentina clarividencia, adivinaban a través de las diversas telas los bordes de prendas subterráneas y hasta minúsculas asperezas de la piel, poros y lunares, sí, digo, los dedos de él llegaban a esto, tal vez la carne de ella, marmórea e indolente, se daba cuenta apenas de que justamente se trataba de yemas de dedos y no, digamos, de convexidad de uñas o nudillos.