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Ahora, con las manos sobre las propias rodillas, estaba encogido en el asiento, como cuando la señora había entrado: comprendió que se comportaba de una manera absurda. Entonces se puso a golpear con los tacones, a desentumecerse las piernas, con lo cual parecía igualmente ansioso por restablecer los contactos, pero aquella prudencia suya era también absurda, como si quisiera recomenzar desde el principio su pacientísima tarea y no estuviera ahora seguro de las ya profundas metas que había alcanzado. ¿Pero las había alcanzado realmente? ¿O había sido sólo un sueño?

Un túnel se les vino encima. La oscuridad era cada vez más espesa y entonces Tomagra, primero con gestos tímidos, de vez en cuando encogiéndose como si estuviera en los primeros avances y se maravillase de su audacia, después siempre tratando de convencerse de la extrema confianza a la que había llegado con la mujer, adelantó una mano temblorosa como una gallinita hacia el pecho de ella, grande y un poco abandonado a su peso, y a tientas trataba de explicarle la miseria y la insoportable felicidad de su estado, y su necesidad, no de otra cosa, sino de que ella saliera de su reserva.

La viuda, efectivamente, reaccionó, pero con un brusco gesto de defensa y rechazo. Esto bastó para arrinconar a Tomagra en su ángulo, torciéndose las manos. Pero era probablemente una falsa alarma: una luz en el corredor había inspirado a la viuda el temor de que el túnel terminara de pronto. Tal vez: ¿o era que había pasado el límite, había cometido alguna horrible incorrección con la señora, tan generosa ya? No, ahora no podía haber nada prohibido entre ellos: y más aún, el gesto de ella era una señal de que todo era verdadero, de que ella aceptaba, que participaba. Tomagra se acercó de nuevo. En estas reflexiones se había perdido, claro está, mucho tiempo, el túnel no duraría mucho más, no era prudente dejarse descubrir de repente por la luz, Tomagra esperaba ya el primer gris de las paredes, pero cuanto más esperaba, más arriesgado era atreverse, claro que el túnel era largo, él lo recordaba larguísimo de sus otros viajes, claro que si hubiera aprovechado en seguida habría tenido mucho tiempo por delante, ahora era mejor esperar el final, pero como no terminaba nunca, quizás ésta sería la última oportunidad para él, ahora la oscuridad disminuía, ahora terminaba.

Estaban en las últimas estaciones de un trayecto de provincias. El tren se iba vaciando; de los pasajeros del compartimiento los más se habían apeado, los últimos empujaban las maletas, se preparaban para bajar. Terminaron por quedar solos el soldado y la viuda, muy juntos y separados, los brazos cruzados, mudos, mirando el vacío. Tomagra tuvo todavía necesidad de pensar: «Ahora que todos los lugares están libres, si quisiera estar tranquila y cómoda, si yo le molestara, cambiaría de asiento…».

Algo lo contenía y lo asustaba todavía, tal vez en el pasillo la presencia de un grupo de fumadores o una luz que se había encendido porque caía la noche. Entonces pensó en correr las cortinas que daban al pasillo, como cuando uno quiere dormir: se levantó con pasos de elefante, comenzó con lento y meticuloso cuidado a soltar las cortinas, a extenderlas, a sujetarlas. Cuando se volvió, la encontró acostada. Como si quisiera dormir: pero además de tener los ojos abiertos y fijos, había caído hacia atrás, manteniendo intacta su compostura de matrona, con el majestuoso sombrero siempre encajado en la cabeza apoyada en el brazo del asiento.

Tomagra estaba de pie a su lado. Para proteger el simulacro de sueño, quiso oscurecer también la ventanilla y se inclinó sobre ella para soltar la cortina. Pero era sólo una manera de cumplir sus torpes gestos sobre el cuerpo de la viuda impasible. Entonces dejó de atormentar el ojal de la cortina y comprendió que debía proceder de otro modo, demostrarle toda su improrrogable situación de deseo, aunque sólo fuera para explicarle el equívoco en que sin duda ella había incurrido, como diciéndole: «Mire, usted ha sido condescendiente conmigo porque cree que los soldados pobres y solos como nosotros tenemos una remota necesidad de afecto, pero en cambio, esto es lo que soy, así he recibido su cortesía, mire hasta qué punto de imposible ambición he llegado, ya lo está viendo».

Y como ahora estaba claro que nada conseguía maravillar a la viuda, más aún, todo parecía en cierto modo previsto por ella, al infante Tomagra no le quedaba sino actuar de modo que no cupiera ya ninguna duda, y que finalmente su furia amorosa consiguiera alcanzarla también a ella, su mudo objeto.

Cuando Tomagra se incorporó y debajo de él la viuda seguía con su mirada clara y severa (tenía los ojos azules), el sombrero con el velo siempre encajado en la cabeza, y el altísimo pitido de tren en el campo que no acababa nunca, y afuera seguían las hileras interminables de las viñas, y la lluvia que durante todo el viaje había rayado infatigable los cristales volvía a caer con renovada violencia, sintió todavía un poco de miedo por haberse atrevido a tanto, él, Tomagra, soldado de infantería.

La aventura de un bandido

Lo importante era que no lo detuvieran en seguida. Gim se aplastó en el vano de una puerta, creyó que los policías seguían corriendo en línea recta, pero al cabo de un momento oyó que los pasos volvían atrás, retrocedían al llegar al callejón. Salió corriendo, a saltos ligeros.

– ¡Deténte o disparamos, Gim!

«¡Bueno, sí, vamos, disparemos!», pensaba Gim, y ya estaba fuera de alcance, tomando impulso desde el borde de los peldaños empedrados, bajando por las calles tortuosas de la ciudad vieja. Sobre la fuente saltó la balaustrada de la rampa, después se encontró bajo los soportales que agigantaban el sonido de sus pisadas.

Toda la gente en la que pensaba quedaba descartada: Lola, no, Nilde, no, Renée, no. Dentro de poco, aquéllos estarían en todas partes, llamando a las puertas. Era una noche tierna, con nubes tan claras que hubieran estado bien aun de día, sobre los altos arcos de los callejones.

Al desembocar en las calles anchas de la ciudad nueva, Mario Albanesi alias Gim Bolero frenó un poco su impulso, se acomodó detrás de las orejas los mechones que le habían caído sobre las sienes. No se oía un paso. Cruzó decidido y discreto, llegó al portal de la Armanda, subió. A esa hora seguro que ya no había nadie y que dormía; Gim llamó con fuerza.

– ¿Quién es? -dijo al cabo de un momento una contrariada voz de hombre-. A esta hora se duerme… -Era Lilín.

– Abre un momento, Armanda, soy yo, Gim -dice, no fuerte, pero decidido.

Armanda se revuelve en la cama:

– Uh, Gim, guapo, ahora te abro, uh, es Gim. -Coge el cordel sujeto a la cabecera de la cama que abre la puerta, y tira.

La puerta, dócil, cede; Gim avanza por el pasillo, las manos en los bolsillos, entra en la habitación. Por los altos relieves de la sábana se diría que la gran cama de Armanda la ocupa toda el cuerpo de ella. Sobre la almohada la cara sin pintar, bajo el flequillo negro, se deja ir en bolsas y arrugas. Más allá, como en un pliegue de la manta, a un lado de la cama, está acostado su marido Lilín, y parece que quisiera hundirse en la almohada con su pequeña cara azulada para atrapar de nuevo el sueño interrumpido.

Lilín tiene que esperar a que el último cliente se marche para poder meterse en la cama y despachar el sueño que se le va acumulando en sus ociosas jornadas. No hay nada en el mundo que Lilín sepa o quiera hacer, le basta tener para fumar y tranquilo. Armanda no puede decir que Lilín le cueste, salvo los paquetes de tabaco que fuma al cabo del día. Sale con su paquete por la mañana, se sienta en el tenducho del zapatero remendón, del ropavejero, del deshollinador, lía un cigarrillo tras otro y fuma, sentado en esos banquitos de taller, las largas manos lisas de ladrón sobre las rodillas, la mirada mortecina, escuchando a todos como un espía, sin intervenir casi nunca en la conversación como no sea para decir algunas frases breves o con algunas inesperadas sonrisas torcidas y amarillas. Por la noche, cuando se cierra el último tenducho, va a la tienda de vinos y se zampa un litro, fuma los cigarrillos que le quedan hasta que bajan las persianas. Sale, su mujer anda todavía buscando clientes en la avenida, con su chaqueta ceñida, los pies hinchados en los zapatos estrechos. Lilín desemboca por una esquina, suelta un silbido suave, unas pocas palabras para decirle que ya es tarde, que vaya a dormir. Sin mirarlo, de pie en el borde de la acera como en un escenario, el pecho apretado en la armadura de goma y alambre, el cuerpo de vieja en el vestidito de muchacha, con un nervioso movimiento del bolso entre las manos, un dibujar círculos con los tacones en el empedrado, un canturreo repentino, le contesta que no, que todavía hay gente que pasa, que se vaya y espere. Así se cortejan todas las noches.