– ¿Qué pasa, Gim? -dice Armanda bizqueando.
Gim ya ha encontrado cigarrillos sobre la cómoda y enciende uno.
– Necesito pasar aquí la noche, esta noche.
Y ya se está quitando la chaqueta, desanudando la corbata.
– Sí, Gim, ven a la cama. Tú vete al sofá, Lilín, anda, guapo, sal, deja que Gim se acueste.
Lilín se queda un momento como una piedra, después se incorpora emitiendo un lamento sin palabras articuladas, baja de la cama, coge su almohada, una manta, el tabaco sobre la cómoda, el papel, los fósforos, el cenicero.
– Anda, Lilín, guapo, anda. -Sale pequeño y encorvado bajo su carga hacia el sofá del pasillo.
Gim se desviste fumando, cuelga los pantalones bien doblados, acomoda la chaqueta en una silla cerca de la cabecera de la cama, lleva los cigarrillos de la cómoda a la mesita de noche, los fósforos, un cenicero, se mete en la cama. Armanda apaga la lámpara y suspira. Gim fuma. Lilín duerme en el pasillo. Armanda se vuelve. Gim apaga el cigarrillo en el cenicero. Llaman a la puerta.
Con una mano Gim toca el revólver en el bolsillo de la chaqueta, con la otra toma a Armanda por el codo: que tenga cuidado. El brazo de Armanda es gordo y suave; se quedan un momento quietos.
– Pregunta quién es, Lilín -dice Armanda despacio.
Lilín resopla por el corredor.
– ¿Quién es? -pregunta de mala manera.
– Eh, Armanda, soy yo, Angelo.
– ¿Qué Angelo? -dice ella.
– Angelo el sargento, Armanda, pasaba por aquí, se me ocurrió que podía subir… ¿Puedes abrir un minuto?
Gim ya ha salido de la cama y hace señas de que se calle. Abre una puerta, mira el cuarto de baño, toma la silla con su ropa y se la lleva.
– Nadie me ha visto. Despáchalo rápido -dice en voz baja y se encierra en el cuarto de baño.
– Ven, Lilín, guapo, métete otra vez en la cama, anda, Lilín. -Armanda, acostada, dirige los movimientos.
– Vamos, Armanda, no me hagas esperar -dice el otro desde la puerta.
Con calma Lilín recoge manta, almohada, tabaco, fósforos, papel de liar, cenicero, vuelve a la cama, se mete dentro y estira la sábana sobre los ojos. Armanda se cuelga del cordel y abre la puerta.
Entró Soddu, con su aire marchito de viejo agente vestido de paisano, los bigotes grises en la cara gorda.
– Andas de paseo hasta tarde, sargento -dice Armanda.
– Oh, daba una vuelta -dice Soddu- y se me ocurrió hacerte una visita.
– ¿Qué querías?
Soddu estaba junto a la cabecera, se secaba con el pañuelo la cara sudada.
– Nada, una visita corta, simplemente. ¿Alguna novedad?
– ¿Qué novedad?
– ¿No habrás visto a Albanesi, por casualidad?
– ¿Gim? ¿En qué se ha metido?
– Nada. Cosas de muchachos… Le queríamos preguntar algo. ¿Lo has visto?
– Hace tres días.
– No. Ahora.
– Hace dos horas que duermo, sargento. Pero ¿por qué vienes aquí? Vete a ver a sus amigas: la Rosy, la Nilde, Lola…
– Es inúticlass="underline" cuando hace una burrada, se larga.
– Aquí no ha venido. Otra vez será, sargento.
– Bueno, Armanda, preguntaba simplemente, quiero decir, que estoy contento de haberte visto.
– Buenas noches, sargento.
– Buenas noches, ¿eh?
Soddu se volvió pero no se iba.
– Oye, ya es de mañana y no voy a seguir dando vueltas. Ir a meterme en aquel camastro, no me dan ganas. Ya que estoy, casi me gustaría quedarme, ¿eh, Armanda?
– Sargento, tú siempre tan bueno, pero para decir la verdad he terminado de recibir, cada uno tiene su horario, sargento.
– Armanda, un amigo como yo. -Soddu ya se quitaba la chaqueta, la camiseta.
– Eres único, sargento; ¿y si nos viéramos mañana por la noche?
Soddu seguía desvistiéndose:
– Es para esperar la mañana, comprendes, Armanda. Anda, hazme un lugar.
– Quiere decir que Lilín irá al sofá; anda, Lilín, ve, Lilín, guapo, ve.
Lilín movió las largas manos en el aire, buscó el tabaco sobre la mesita de noche, se incorporó quejándose, salió de la cama casi sin abrir los ojos, tomó la almohada, la manta, el papel de fumar, los fósforos.
– Anda, Lilín, guapo -salió arrastrando la manta por el pasillo. Soddu se revolvía ya entre las sábanas.
En el cuarto de baño Gim veía por los cristales del ventanuco el cielo que se iba poniendo verde. Había olvidado los cigarrillos sobre la mesita de noche, eso era lo malo. Y ahora el otro se metía en la cama y él tenía que quedarse encerrado hasta que llegara el día entre aquel bidé y las cajas de talco, sin poder fumar. Se había vestido en silencio, se peinó con cuidado mirándose en el espejo del lavabo, al otro lado del cerco de perfumes, colirios, perillas, medicinas, insecticidas que bordeaban el estante. Leyó algunas etiquetas a la luz de la ventanita, robó una caja de pastillas, despues siguió examinando el cuarto de baño. No había mucho que descubrir: ropas en una palangana, otras tendidas. Se puso a probar los grifos del bidé; el agua salpicó con ruido. ¿Y si Soddu le oyera? Al diablo con Soddu y la cárcel. Gim estaba aburrido, volvió al lavabo, se perfumó con colonia la chaqueta, se puso brillantina. Claro, si no lo detenían hoy lo detenían mañana, pero no en flagrante delito, si todo iba bien lo dejaban salir en seguida. Esperar allí otras dos o tres horas sin cigarrillos, en aquel cuchitril… ¿quién le obligaba? Claro: lo dejarían salir en seguida. Abrió un armario: chirrió. Al diablo con el armario y todo el resto. Dentro había colgados vestidos de Armanda. Gim metió el revólver en el bolsillo de un abrigo de piel. «Pasaré a buscarlo», pensó, «de todos modos hasta el invierno no se lo pondrá.» Sacó la mano blanca de naftalina. «Mejor: no se apolilla», se rió. Se lavó otra vez las manos, las toallas de Armanda le daban asco y se secó en un abrigo del armario.
Desde la cama Soddu había oído ruidos. Tocó a Armanda con una mano.
– ¿Qué hay? -Ella se volvió, le echó uno de sus brazos grande y blando alrededor de la cabeza.
– Nada… Qué quieres que sea… -Soddu no quería liberarse, pero sentía que algo se movía y preguntaba, como jugando:
– Qué hay, ¿eh?… ¿eh, qué hay?
Gim abrió la puerta.
– Vamos, sargento, no te hagas el tonto, deténme.
Soddu estiró la mano hasta el revólver metido en la chaqueta colgada, pero sin despegarse de Armanda.
– ¿Quién anda ahí?
– Gim Bolero.
– Arriba las manos.
– Estoy desarmado, sargento, no seas tonto. Me entrego.
Estaba de pie junto a la cabecera de la cama, con la chaqueta sobre los hombros y las manos alzadas a media altura.
– Oh, Gim -dijo Armanda.
– Dentro de unos días paso a verte, Anda -dijo Gim.
Soddu se levantaba lamentándose, se ponía los pantalones.
– Maldito servicio… No se puede estar nunca tranquilo…
Gim tomó los cigarrillos de la mesita de noche, encendió uno, metió el paquete en el bolsillo.
– Dame uno, Gim -dijo Armanda, y se incorporó alzando el pecho blando.
Gim le puso un cigarrillo en la boca, lo encendió, ayudó a Soddu a ponerse la chaqueta.
– Vamos, sargento.
– Otra vez será, Armanda -dijo Soddu.
– Hasta pronto, Angelo -le contestó ella.
– Hasta pronto, eh, Armanda -dijo de nuevo Soddu.
– Chao, Gim.
Salieron. En el pasillo Lilín dormía aferrado al borde del desvencijado sofá; ni siquiera se movió.
Armanda fumaba sentada en la gran cama; apagó la lámpara porque una luz gris entraba ya en la habitación.
– Lilín -llamó-. Ven, Lilín, ven a la cama, anda, Lilín guapo, ven.
Lilín recogía ya la almohada, el cenicero.
La aventura de una bañista
Mientras se bañaba en la playa de ***, la señora Isotta Barbarino sufrió un penoso contratiempo. Nadaba en mar abierto y cuando le pareció que era hora de regresar y se volvía hacia la orilla, se dio cuenta de que había ocurrido algo irremediable. Había perdido el bañador.