Otros diarios se manifestaban con mayor cólera y reclamaban que los criminales capaces de causar semejante devastación fueran castigados. Criticaban a la policía y más si cabe a laBrigada Especial. Como era previsible,hacían muchas especulaciones acerca de los responsables y de susfines, y se planteaban si en el futuro se producirían atrocidadesde la misma clase.
Mencionaban el asedio a Long Spoon Lane y la detención de dos anarquistas. También se preguntaban amargamente las razones por las que sus compañeros seguían en libertad.
Lloraban la muerte de Magnus Landsborough de diversas maneras. The Times se mostraba discreto, se refería sobre todo a la distinguida trayectoria de lord Landsborough como miembro liberal de la Cámara de los Lores y manifestabasu pesar tanto a él como a su familia por la pérdida de su únicohijo. Apenas se planteaba qué hacía en Long Spoon Lane, aunque noexcluía la posibilidad de que lo hubiesen tomado comorehén.
Otras publicaciones eran menos comprensivas. Partían del supuesto de que era uno de los anarquistas y de que había tenido la mala suerte de convertirse en la única víctima del tiroteo con el que acabó el asedio. También mencionaban al policía herido y elogiaban su valor.
El último periódico que leyó fue el que perturbó a Charlotte. Estaba dirigido por el muy respetado e influyente Edward Denoon, que había escrito personalmente el editorial. Charlotte lo leyó con una creciente sensación de inquietud:
Ayer por la mañana, mientras se preparaban para otra jornada laboral, la policía interrumpió el magro desayuno de los residentes en Myrdle Street para comunicarles que los terroristas anarquistas estaban a punto de dar un golpe. Los ancianos salieron a la calle arrastrando los pies y las mujeres, con niños asustados y aferrados a sus faldas, cogieron unas pocas pertenencias y huyeron.
Pocos minutos después, la destartalada hilera de casas ardió. Ladrillos y tejas de pizarra volaron como proyectiles, rompieron los cristales de las ventanas y atravesaron los tejados de los vecinos de varias calles a la redonda. El humo negro llenó el aire matinal y la destrucción y el terror afectaron a montones de personas corrientes, al tiempo que echaban a perder los hogares, las vidas y la paz que los ciudadanos de Inglaterra tienen derecho a esperar.
Los responsables fueron perseguidos, acosados y arrinconados en una casa de vecinos de Long Spoon Lane. La policía los asedió y se produjo un tiroteo durante el cual el agente Field, de veintidós años y vecino de Mile End, resultó herido, si bien fue rescatado de la muerte gracias al valor de sus compañeros.
Magnus Landsborough, único hijo de lord Sheridan Landsborough, no corrió la misma suerte. Su cadáver apareció en una habitación de la planta superior. De momento no se sabe qué hacía allí, si lo habían tomado como rehén o si estaba voluntariamente con los anarquistas.
Debemos preguntarnos qué clase de bárbaros son quienes cometen semejantes atrocidades. ¿Quiénes son y a qué propósitos responden? ¿Acaso tienen la intención de aterrorizarnos y someternos a un dominio espantoso al que por otras vías no nos entregaríamos? ¿Acaso este acto de violencia procede del extranjero y es la primera oleada para conquistar nuestro país?
Este periódico considera que no es así. Estamos en paz con nuestros vecinos cercanos y lejanos. Por muy discreta que sea, no hay información que implique a otras naciones. Nos tememos que se trata de un ideal político de naturaleza tan retorcida que los hombres serían capaces de imponerlo destruyendo todo aquello por lo que nos hemos esforzado a lo largo de siglos de crecimiento y trabajo, a través de las artes y las ciencias civilizadoras y de los inventos que mejoran la comodidad y el bienestar de la humanidad. Albergan la esperanza de construir su propio orden, tal como consideran que debe ser, sobre las cenizas de nuestras vidas. Llámense socialistas, anarquistas o lo que quieran, lo cierto es que son salvajes, criminales a los que es necesario perseguir, detener, juzgar y ahorcar. Es lo que dice la ley, que está para protegernos a todos, tanto a los fuertes como a los débiles, a los ricos y a los pobres.
Esos locos que quieren destruir nuestras vidas son poderosos y huelga decir que están armados hasta los dientes. También es imprescindible que lo esté nuestra policía, los soldados del ejército civil que nos defiende. Son ellos los que arriesgan su vida y en ocasiones la pierden para formar el escudo que se interpone entre nosotros y el caos de la violencia y la anarquía. No podemos permitir que se dirijan al campo de batalla sin armas; intentarlo sería moramente injustificable.
Ahora bien, no solo debemos proporcionarles el armamento adecuado, sino legislar para que dispongan de las herramientas legales que necesitan a fin de buscar en nuestro seno a los malos y a los locos que desean nuestra destrucción. La ley exige la prueba del delito y así debe ser. En eso consiste la defensa de los inocentes. Sin embargo, el policía al que se le impide registrar a una persona o la propiedad de alguien del que sospecha que tiene intenciones criminales, solo puede aguardar impotente hasta que el acto se comete y entonces vengar a la víctima. Necesitamos algo más. Como nos lo merecemos, debemos contar con la prevención del delito antes de que se produzca.
Charlotte dejó el periódico sobre la mesa y, con gran inquietud, miró hacia el otro lado de la cocina.
Gracie regresó de la parte trasera y la observó.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó angustiada-. ¿Ha ocurrido algo malo? -Cuando había empezado a trabajar para Charlotte, Gracie no sabía leer ni escribir, pero en aquella época, con su ayuda, lo hacía bastante bien. Había adquirido la costumbre de leer al menos dos artículos del periódico cada día. Lanzó una mirada escéptica al diario de Denoon y al té que se había enfriado en la taza de Charlotte y preguntó con incredulidad:
– ¿Ha habido otro atentado?
– No -se apresuró a responder Charlotte-. El director pide que se arme a la policía y defiende el derecho a registrar las casas.
Gracie dejó las verduras en el escurridero del fregadero.
– Veamos, si la gente tiene bombas y armas, la policía no puede luchar contra ella con palos -afirmó sensatamente, y enseguida frunció el ceño-. Claro que no me gustaría saber que el señor Pitt lleva un arma. ¡No se pueden tener en casa… no son seguras! -Su tono de voz descendente puso de manifiesto el rechazo que le producía esa idea-. ¿Por qué hay personas que siempre crean problemas?
– Por lo general únicamente los problemas nos impulsan a cambiar las cosas -respondió Charlotte. Lo que le decía era cierto, pero no contestaba a la pregunta de Gracie, así que prosiguió-: Si alguien tira basura en nuestra calle o hace ruido a altas horas de la noche y no nos quejamos, seguirá haciéndolo.
Charlotte sonrió al ver que la cólera encendía la mirada de Gracie. Había escogido deliberadamente el tema de la basura. Gracie se dio cuenta y sonrió; poco después su actitud risueña se esfumó y se puso muy seria.
– Pero si yo saliera y le pegara un tiro a quien deja basura en la calle me meterían en la cárcel y creo que harían lo correcto. Puedo decirle claramente lo que pienso de alguien sin tocarle. -Una sonrisa triunfal volvió a cambiar su expresión-. ¡Y le aseguro que no volvería a hacerlo!
– Por supuesto -coincidió Charlotte-. El anarquismo está equivocado y es absurdo, pero no estoy segura de que la solución consista en armar a la policía. De lo que sí estoy convencida es de que lograremos que todos se encolericen y se sientan menos dispuestos a ayudar si les damos más poder para entrar en las casas en busca de pruebas sin tener sólidos motivos para creer que hay algo.
– ¿Es lo que opina el señor Pitt? -inquirió Gracie y las dudas ensombrecieron su mirada.
– En realidad, estaba demasiado cansado para manifestar su opinión -reconoció Charlotte-. Además, todavía no ha leído este artículo. De todos modos, creo que es lo que dirá.