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Lady Vespasia Cumming-Gould estaba sentada ante la mesa del desayuno con el mismo periódico; también experimentó sentimientos de congoja, pero la suya tenía que ver con otros aspectos de la tragedia. El nombre de lord Landsborough llamó inmediatamente su atención y volvieron dulces e intensos recuerdos del pasado. Se conocieron más de cuarenta años antes en una recepción celebrada en el palacio de Buckingham. Ambos llevaban diez o doce años de matrimonio, tenían inquietudes y estaban bastante hartos del mismo círculo social, los mismos cotilleos y las mismas opiniones de siempre.

Por aquel entonces, Landsborough era un idealista que creía en la honradez innata de los seres humanos y estaba seguro de que se conseguiría un gran bien si en las manos de ellos recaían más decisiones, si tenían más libertad para elegir su propio destino. Era un hombre elegante; tenía arte para vestir bien y poseía un encanto que ocultaba una sensibilidad que no estaba dispuesto a mostrar ante la mayoría de las personas.

Cordelia, su esposa, era una belleza morena, ambiciosa y, en opinión de Vespasia, fría como un témpano. No por otra cosa ambas mujeres se habían caído instantáneamente mal, aunque lo habían ocultado con gélidos buenos deseos y la más estricta cortesía. Ninguna de ellas había cometido jamás un error social ni la habían pillado sin estar perfectamente vestida, con las joyas relampagueantes y la cabellera en su sitio.

Por su parte, Vespasia no se sentía incómoda en su matrimonio, pese a que su marido no era el amor de su vida. Se casó en Roma con Mario Corena, patriota y héroe italiano de la revolución de 1848. Compartir la felicidad fue imposible por razones que ninguno de los dos llegó a saber, pero Vespasia jamás olvidó su idealismo, su valor, su sacrificio y la trepidante vida de esperanzas que compartieron.

El año anterior se volvieron a ver fugazmente cuando Mario entregó su vida para hacer fracasar la conspiración de Charles Voisey que pretendía derribar la monarquía británica. Había sido una decisión hermosa, pero terrible. Vespasia pudo vengarse de Voisey, pero a un precio que jamás olvidaría.

Muchísimos años atrás, cuando lo conoció, se sintió atraída por el delicado humor y el peculiar retorcido radicalismo de Sheridan Landsborough. Había manifestado moderación, tolerancia y una confianza casi inocente en la honradez. El ingenio y la regia y solitaria belleza de Vespasia habían despertado algo en el político. Cordelia le había impresionado, pero Vespasia había conseguido que en todas las cortes de Europa se volvieran para mirarla y había destrozado miles de corazones. Poseía pasión, inteligencia y arrestos para atreverse a todo.

En aquel momento desayunaba sola, iluminada por el sol de primera hora y al leer que Sheridan había perdido a su único hijo sintió una profunda tristeza. Los años transcurridos desde el último encuentro se esfumaron y hasta la aversión que sentía por Cordelia perdió importancia. Decidió escribir al aristócrata para darle el pésame. Sin embargo, llegó a la conclusión de que enviar la carta por correo no era lo más adecuado y optó por llevarla en persona.

Se puso de pie y se acercó a la chimenea, junto a la que colgaba el tirador de la campana, para llamar a la doncella. Lo accionó y esperó hasta que respondieron.

– Gwyneth, tenga la amabilidad de prepararme ropa de color negro -pidió, pero cambió rápidamente de idea-. No, es excesivo; vestiré de gris oscuro. Dígale a Charles que prepare el coche para salir a las diez. Visitaré a lord y a lady Landsborough para presentarles mis condolencias.

– Lo siento, milady -musitó Gwyneth. No estaba al tanto de la noticia, por lo que desconocía a qué se refería Vespasia-. ¿Le parecen bien el traje de seda gris y el sombrero con la pluma negra de avestruz?

– Excelente. Gracias. Escribiré una carta y luego subiré.

– De acuerdo, milady.

Gwyneth se retiró y Vespasia cruzó el pasillo hasta la salita donde tenía su escritorio.

Siempre resultaba difícil saber qué había que decir en esas circunstancias. En el caso de Cordelia, bastaría con una expresión simplemente formal, pero en el de Sheridan, al que había conocido tanto, resultaría envarado, ridículo y hasta cierto punto peor que nada.

Se sentó ante el escritorio, bajo la luz fresca y verdosa. Las hojas filtraban el sol que brillaba al otro lado de las cortinas. Los narcisos primaverales ya se habían secado y aún era demasiado pronto para los colores intensos del verano.

Mis queridos Sheridan y Cordelia:

Me he enterado de vuestra pérdida y estoy acongojada por el dolor que sin duda sentís. Me gustaría ofreceros ayuda, palabras de consuelo y certezas, pero sé que no hay más solución que sobrellevar el dolor. Os ruego que, si la confianza y la amistad pueden proporcionaros algo que merezca la pena, no dudéis en llamarme tanto ahora como en el futuro. Estaré siempre a vuestra disposición.

Afectuosamente,

Vespasia Cumming-Gould

Dobló la hoja, la introdujo en el sobre y lo lacró. No releyó el texto ni se preguntó si era elegante o estaba adecuadamente escrito. Era sincero, lo único que estaba dispuesta a intentar. Si pensaba cómo podría interpretarlo Cordelia, nunca enviaría nada.

Subió la escalera, se puso el traje de seda gris oscuro y se observó en el espejo.

– Milady, está guapísima -afirmó Gwyneth a sus espaldas.

Tenía razón. Vespasia era alta y aún conservaba la esbeltez. Los colores fríos favorecían sus facciones aguileñas y su piel clara y delicada. Como siempre, llevaba varias vueltas de perlas alrededor del cuello, que se complementaban con su melena plateada. El corte del vestido era a la última: ceñido en la cintura, con mangas amplias a la altura de los hombros, pegado a las caderas, pero ensanchado a partir de las rodillas y hasta el suelo. La chaqueta tenía las solapas muy anchas, a la moda.

Gwyneth acomodó el sombrero sobre la cabeza de su señora y le entregó los guantes de cabritilla gris, más suaves que el terciopelo. El pequeño ridículo, también de seda gris, contenía un pañuelo, algunas tarjetas de visita y la carta.

Vespasia le dio las gracias, abandonó lentamente el vestidor, cruzó el rellano y bajó la escalera. El lacayo la esperaba en la entrada. Abrió la puerta y la acompañó hasta donde se encontraba Charles, junto al coche.

Fue un trayecto corto, ya que sólo quince minutos la separaban de la casa de los Landsborough en Stenhope Street, cerca de Regent's Park. Vespasia descendió y caminó hasta la puerta, con la carta en la mano. Abrieron al cabo de unos segundos y el mayordomo entrado en años la miró con amable curiosidad. Reconoció el escudo de armas de la portezuela del coche y la saludó por su nombre.

– Buenos días -respondió Vespasia-. Estoy segura de que la familia no recibe visitas, pero prefería entregar la carta en mano en lugar de enviarla por correo. ¿Tendrá la amabilidad de transmitir mi más sentido pésame a lord y lady Landsborough?

– Por supuesto, milady. -El mayordomo extendió la bandeja de plata, en la que Vespasia depositó el sobre-. Muchas gracias. Es muy amable por su parte acudir personalmente. Si quiere pasar, entregaré su carta a lady Landsborough. Tal vez desee agradecérselo.

El mayordomo retrocedió unos pasos.

– No quiero molestarla -acotó Vespasia y permaneció en el umbral.

– Milady, le aseguro que no es una molestia, pero si tiene otros compromisos…

– En absoluto -afirmó francamente-. Solo he venido con este propósito.

Vespasia se dio cuenta de que negarse a entrar sería una descortesía, por lo que lo siguió. En el vestíbulo todo estaba cubierto con crespones negros. Habían parado el reloj de caja y vuelto los espejos cara a la pared. El mayordomo la acompañó hasta la salita; la chimenea no estaba encendida. Sobre la mesa había un jarrón con flores blancas, espectrales a causa de la penumbra que se colaba por las persianas cerradas.