Solo podía aguardar a que el mayordomo regresase y le transmitiera el agradecimiento de Cordelia, momento a partir del cual sería libre de irse. No le apetecía sentarse; mejor dicho, le parecía incorrecto, como si tuviese la intención de quedarse. En esas circunstancias nadie se ponía cómodo.
Miró ociosamente a su alrededor e intentó recordar si todo estaba igual que tantos años atrás, cuando era visitante habitual de la casa. La librería ya estaba en su sitio; dado el reflejo del cristal, los títulos resultaban ilegibles. También conocía el cuadro de los canales venecianos, colgado encima de la repisa de la chimenea. Siempre había pensado que se trataba de un auténtico Canaletto, pero nunca tuvo la franqueza suficiente para preguntarlo. Le costaba imaginar que Sheridan Landsborough se conformara con una copia.
La mansión estaba muy tranquila, como si el ajetreo habitual de la limpieza y los recados se hubiese interrumpido. Se oía el repiqueteo de los cascos de los caballos en la calle.
Se abrió la puerta y Vespasia se volvió, preparada para ver al mayordomo, pero era Cordelia a quien vio. Apenas había cambiado desde la última vez que se vieron, un par de años antes. En su cabellera oscura había más hebras blancas, pero en mechones anchos y bonitos; no era una mezcla de colores desvaídos. Los rasgos de Cordelia seguían siendo bien definidos, aunque su barbilla ya no era tan firme y la piel del cuello se había arrugado, lo que no podía disimular su vestido de cuello alto. La conmoción había demudado su piel; como era previsible, vestía de negro de la cabeza a los pies.
– Vespasia, te agradezco que hayas venido -afirmó y en el acto estableció una familiaridad que durante años no había existido entre ambas-. Es en momentos como este cuando necesitamos a los amigos. -Paseó la mirada a su alrededor-. Aquí hace frío. ¿Por qué no pasamos al gabinete? Da al jardín y es mucho más acogedor.
Aunque dio a Vespasia la oportunidad de excusarse, irse después de semejante muestra de amistad habría sido un desaire imperdonable.
– Te lo agradezco -aceptó Vespasia.
Cordelia la condujo por el pasillo hasta una estancia mucho más cálida y agradable. Tenía las huellas del duelo, pero la temperatura era más placentera y la luz que se colaba a través de las cortinas a medio correr trazaba dibujos brillantes en la alfombra burdeos y azul.
Vespasia se devanó los sesos cavilando por qué Cordelia la había invitado a quedarse. Nunca habían sido amigas ni era una mujer que mostrara su alegría o su congoja a los demás.
Ocuparon sofás enormes y mullidos, colocados frente a frente, bañados por la luz parpadeante del sol. Cordelia rompió el silencio cuando declaró con suma gravedad:
– A veces es necesaria una tragedia de esta magnitud para comprender lo que sucede. Vemos que las cosas se deterioran poco a poco, aunque cada paso es tan corto que apenas lo registramos. -Vespasia no sabía a qué se refería. Esperó pacientemente y adoptó una expresión de amable interés-. Si hace diez años me hubieran dicho que la policía intercambiaría disparos con los anarquistas en las calles de Londres, habría respondido que habían perdido los cabales. Ciertamente, habría pensado que pretendían provocar alarma política y casi seguramente que tenían motivos personales para tratar de asustar a la gente. -Respiró hondo-. Pues bien, ahora nos vemos obligados a reconocer que es la verdad. En nuestra sociedad hay locos empeñados en destruirla y la policía necesita todo nuestro apoyo, tanto moral como material.
Vespasia pensó en Pitt, al que conocía desde que su sobrino nieto se había casado con Emily, la hermana de Charlotte. A George lo habían matado y Emily había vuelto a casarse, pero la relación continuaba e incluso se había reforzado.
– Sí, desde luego -comentó-. Desempeña una tarea difícil y, a menudo, desagradecida.
– Y peligrosa -apostilló Cordelia-. En la refriega hirieron de bala a un agente joven. De no ser por la valentía y la capacidad de reacción de sus compañeros habría muerto desangrado en medio de la calle.
– Así es. -Vespasia lo había leído en dos periódicos-. Pero todo apunta a que se recuperará.
– Esta vez -puntualizó Cordelia-. ¿Y qué ocurrirá en el futuro? -Miró a Vespasia a los ojos, con expresión seria y la espalda tiesa como un palo-. Necesitamos más policía y mejor armados. No podemos fastidiarlos con leyes anticuadas que se elaboraron para una época más pacífica. En Londres abunda toda clase de extranjeros, hombres con desaforadas ideas sobre la revolución, la anarquía e incluso el socialismo. Con tal de poner en práctica sus locuras han dejado claro que destruirán lo que tenemos y que quieren aterrorizarnos para que acatemos su voluntad. -Tenía la mirada encendida por el dolor y la cólera-. ¡No permitiré que ocurra mientras la sangre corra por mis venas! Apelaré a todas mis influencias para apoyar y ayudar a la policía a fin de que nos proteja tanto a nosotros como a todo aquello en lo que creemos.
Cordelia observó atentamente a Vespasia.
Ésta experimentó una ligera punzada de malestar. Fue tan tenue que no supo si se debía a los comentarios de Cordelia o al inconveniente de no expresar nada sobre su verdadero dolor. Cordelia solo tenía un hijo y la víspera lo habían asesinado. Vespasia tenía varios hijos, que estaban vivos y bien. Ya estaban casados y casi nunca los veía, pero con todos mantenía una cariñosa correspondencia. Era absurdo sentirse culpable por tener mucho más que esa mujer furiosa. Cordelia intentaba hacer frente al dolor convirtiéndolo en ira y en una cruzada que ocuparía su mente, consumiría sus energías y tal vez suavizaría el filo descarnado de sus emociones gracias al agotamiento.
Si quería ser realmente sincera, Vespasia debía reconocer que su sentimiento de culpa se relacionaba, sobre todo, con la ternura y la intensidad amistosa que había compartido con Sheridan Landsborough.
Cordelia seguía esperando una respuesta. Vespasia no estaba convencida de que las fuerzas policiales debieran tener más armas, pero se percató de que no era el momento de decirlo.
– Estoy segura de que, tras la tragedia, habrá muchas personas decididas a que nuestra policía cuente con toda la ayuda que podamos prestarle -coincidió.
Cordelia se obligó a sonreír.
– Debemos ocuparnos de que así sea. Habrá que introducir algunos cambios. Apenas he tenido tiempo de pensar en los detalles, aunque dirigiré todas mis energías a ese fin. No me cabe duda de que puedo pedirte que apeles a tus influencias.
Cordelia supuso que la visitante estaba de acuerdo y la escrutó como si aún esperase una respuesta.
Vespasia respiró hondo, dudando de los motivos de su reticencia. ¿Sentía genuinas dudas políticas o entraba en juego su vieja aversión por Cordelia? La segunda opción sería vergonzosa y notó que le ardían las mejillas.
– Por supuesto -afirmó demasiado rápido-. Debo reconocer que yo tampoco he tenido tiempo de pensarlo, pero lo haré. Se trata de una cuestión que nos atañe a todos.
Cordelia se acomodó en el sofá y estaba a punto de abordar otro tema de conversación cuando el mayordomo entró y se detuvo discretamente junto a la puerta.
– Porteous, ¿qué se le ofrece?
– Milady, los señores Denoon están aquí. Les he dicho que milord ha salido y me han pedido que le pregunte si desea verlos o si prefiere dejarlo para mejor ocasión.
– Hágalos pasar -ordenó Cordelia y se volvió hacia Vespasia-. Sin duda recuerdas que Enid es mi cuñada, aunque ahora que lo pienso me parece que no la trataste mucho. -Se encogió ligera y rígidamente de hombros-. No me apetece demasiado verla. Sin duda se mostrará terriblemente afligida. Sheridan y ella siempre han estado muy próximos. Será una situación difícil. Si prefieres retirarte lo comprenderé.
Sus palabras dejaron claro que la partida de Vespasia era aceptable, aunque su expresión transmitió con toda claridad que prefería que se quedase.