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Moralmente Vespasia no tenía opción y se limitó a aceptar, ya que Porteous regresó enseguida, acompañado de Enid Denoon y su marido. A decir verdad, Vespasia la había olvidado, pero al volver a verla evocó lo que, en otras circunstancias, podría haber sido una amistad.

A semejanza de su hermano, Enid era alta y esbelta, pero con los hombros más cuadrados y el porte erguido de una mujer que aún montaba extraordinariamente bien a caballo. Su figura había superado el paso del tiempo mejor que la de Cordelia. Ni su cintura ni sus caderas se habían ensanchado. El pelo castaño claro había perdido gran parte del color, pero su rostro no había cambiado mucho: sus pómulos altos y su nariz bien perfilada mantenían las líneas y su piel mostraba un arrebol que muchas jóvenes habrían envidiado.

A su lado, Denoon resultaba más sombrío y pesado, con la cabellera todavía tupida y casi negra y facciones muy marcadas. Más que apuesto era imponente. Lo único que Vespasia recordaba de él era que no le caía bien, probablemente porque poseía una extraña mezcla de fina inteligencia y una incapacidad casi total de reírse. No captaba lo gozoso de lo absurdo, una de las cosas sensatas de la vida, que ella adoraba. Sin ese rasgo, el mundo de la moda, la riqueza y el poder político habrían sido sofocantes. Enid estaba irrevocablemente casada, con cierto grado de compañerismo pero sin pasión, y reír era la única alternativa a llorar. Cuando lo conoció tuvo la sensación de que la seriedad de Denoon carecía de delicadeza y ternura.

Enid se mostró muy sorprendida de ver a Vespasia, pero no le desagradó. Claro que, de haberle molestado, era demasiado bien educada como para manifestarlo.

– ¿Cómo está, lady Vespasia? -preguntó Denoon tras las presentaciones que hizo Cordelia-. Es muy amable por su parte tomarse la molestia de acudir en persona en una ocasión tan triste. -Denoon estuvo a punto de manifestar la sorpresa que su presencia le había producido.

– Al igual que nosotros, lady Vespasia reconoce la necesidad de prestar todo nuestro apoyo a la acción -intervino Cordelia. Observó con atención a Denoon pero ni siquiera miró de soslayo a Enid.

La mirada de Denoon se cruzó con la de Cordelia; había una extraña mezcla de comprensión y emoción que Vespasia no logró interpretar, aunque su intensidad persistió en su mente. El hombre se giró y añadió en tono bajo:

– Me parece muy perspicaz por su parte, lady Vespasia. Ciertamente, vivimos tiempos más peligrosos de los que, en mi opinión, supone la gente. El caos crece y ayer se produjo una inflexión que para nosotros significa también una trágica pérdida. Lo lamento infinitamente. -El último comentario iba destinado, una vez más, a Cordelia.

– El rey Canuto era muy sabio -afirmó Enid sin dirigirse a nadie en concreto.

Cordelia parpadeó.

Vespasia observó sorprendida a Enid y reparó en su mirada perdida, apenada y colérica.

Denoon se volvió irritado y observó furibundo a su esposa.

– ¡Era un insensato! -espetó-. ¡Todo el que cree que puede cambiar el rumbo de las cosas es un idiota! Hablo figuradamente. No es necesario aguardar algún movimiento de la tierra o de la luna para modificar las tendencias sociales ni bajar los brazos porque suceden cosas que no nos gustan. ¡Somos dueños de nuestro destino! -Volvió a mirar a Cordelia, contrariado por la falta de comprensión de Enid.

Cordelia intentó tomar la palabra, pero Enid se le adelantó.

– Canuto no pretendía cambiar el rumbo de las cosas -contradijo a su marido-. Solo intentó demostrar que ni siquiera él podía hacerlo. El poder humano, incluido el de los reyes, es limitado.

– ¡Se cae por su peso! -exclamó Denoon tajantemente-. Y no viene al caso. Enid, no pretendo modificar la naturaleza, sino ayudar a la gente a que comprenda las leyes de la tierra para defendernos de la anarquía. Es posible que ya te sientas derrotada y que estés dispuesta a dejarte arrastrar. No es mi caso. -Una vez más se volvió hacia Cordelia.

– No se trata de la marea de la anarquía, sino de la del cambio -lo corrigió Enid.

En esa ocasión Denoon no le hizo caso, pero la cólera tiñó ligeramente sus mejillas.

– Cordelia, a pesar de las apariencias hemos venido a decirte que estamos profundamente afligidos por tu pérdida. Si podemos hacer algo para consolarte o ayudarte, aquí estamos y seguiremos estando. Te ruego que me creas, no son solo palabras.

– ¡Desde luego que no! -apostilló Enid y de repente las emociones alteraron tanto su voz que dio la sensación de que le costaba trabajo hablar-. ¡Cordelia lo sabe perfectamente! -Dirigió una mirada abrasadora a su cuñada, mirada que, más que de pesar, parecía cargada de odio.

Vespasia se quedó de piedra hasta que recordó que para muchas personas el dolor se entrelaza tanto con la cólera que se vuelven inseparables.

Cordelia reaccionó como si apenas la hubiese oído. Siguió mirando á Denoon y mantuvo la sonrisa rígida y gélida.

– Gracias. Es un momento en el que las familias y los amigos se unen, al menos aquellos que comparten ideas afines y afrontan las tragedias y los peligros con valor y resolución. Os agradezco, igual que a Vespasia, que veáis las cosas como yo, y que comprendáis que no es momento de entregarse a sentimientos personales, por muy profundos que sean, mientras permitimos que la historia nos sobrepase.

Aunque no excluyó explícitamente a Enid, Vespasia tuvo la firme sospecha de que era lo que pretendía y que la cuñada de Cordelia era muy consciente de ello.

También le habría gustado tomar distancia de esas opiniones. Denoon manifestó claramente que estaba a favor de aumentar las competencias de la policía para intervenir en la vida de la gente cuando se sospechaba que iba a cometerse un delito, incluso antes de tener pruebas. Vespasia era bastante más cautelosa; temía la posibilidad de que se cometieran abusos y le preocupaba la reacción pública.

Cordelia y Denoon siguieron hablando. Mencionaron a Tanqueray, propusieron un encuentro y mentaron a otras personas.

Vespasia miró a Enid Denoon que, al parecer, ni siquiera los escuchaba. En reposo, su rostro mostraba una fragilidad que sorprendía, como si estuviese acostumbrada al dolor. Sin duda no sabía lo que revelaba su expresión porque, de lo contrario, se habría mostrado más precavida, aunque lo cierto es que ni Cordelia ni Denoon se dignaron mirarla.

En el pasillo sonaron unas pisadas. Al cabo de unos segundos se abrió la puerta. Todos se volvieron cuando Sheridan Landsborough entró. Vespasia esperaba ver dolor en su rostro, pero se sobresaltó al reparar en el tono apergaminado de su piel, en las mejillas hundidas y en las ojeras.

– Buenos días, Edward -dijo fríamente y se obligó a sonreír-. Hola, Enid. -Apenas miró a su esposa antes de volverse hacia Vespasia. Abrió mucho los ojos y sus mejillas recuperaron un poco de color-. ¡Vespasia!

La mujer se acercó un paso. Llevaba preparado un discurso formal, pero se le olvidó antes de que llegara a sus labios.

– Lo lamento muchísimo -dijo en voz baja-. Imagino que no puede ocurrir nada peor.

– Gracias -murmuró Landsborough-. Te agradezco que hayas venido.

Casi sin saber lo que hacía, Enid se acercó a su hermano. De pie uno al lado del otro, el parecido era sutil pero innegable, no tanto por sus facciones como por la forma de la cabeza, el modo de permanecer en pie, cierta gracia cansina y desganada, tan innata que resultaba imposible abandonarla incluso en un momento como ese.

Cordelia clavó la mirada en su marido.

– Supongo que ya está todo organizado.

La expresión de Landsborough no se suavizó cuando la miró.

– Por supuesto -replicó-. No hay nada que elegir ni decidir.

Su tono no transmitió emociones. Tal vez ese férreo control era lo único que podía soportar. De habérselo permitido, la presa de sus sentimientos se habría roto y provocado una riada. La dignidad se había convertido en una especie de refugio. Magnus era su único hijo. Vespasia pensó que, posiblemente, la distancia entre ambos también era una protección. Cada uno podría haber metido el dedo en la llaga del otro.