Выбрать главу

– ¡Él no quería eso! -exclamó Carmody, contrariado-. Nosotros no perseguíamos el caos, sino el fin de la opresión. -Cambió ligeramente de postura. El aire del calabozo seguía siendo frío y húmedo-. Búrlese todo lo que quiera de nosotros, pero Magnus era un reformista no un revolucionario. Me ha preguntado usted quién quería matarlo. Nosotros, no. Creemos en lo que hacía y estábamos dispuestos a darlo todo para ayudarlo. ¡Y aún lo estamos! -Señaló con el dedo la puerta metálica-. Plantéese quién tiene más que perder… dicho de otra manera, cuál es el móvil. ¿Acaso no es lo que deben investigar los detectives? ¿A quién podía dañar Magnus? A la policía corrupta. Aquí tiene la respuesta.

– ¿De Cannon Street? -preguntó Pitt con voz queda.

– Y de Bow Street, Mile End yWhitechapel.

– ¿Quién tiene las pruebas?

Aunque no esperaba respuesta, Pitt tenía la obligación de hacer la pregunta.

Carmody dejó escapar un bufido.

– ¿Cree que se lo diré? Si realmente lo desconoce, comience por Myrdle Street y diríjase al oeste. Indague en la taberna Dirty Dick de Bishopsgate o pregunte a Polly Quick de la Ten Bells, junto al mercado de Spitalfields.

Pitt sabía que por mucho que insistiera no obtendría más información. Estaba obligado a demostrarlo o refutarlo siguiendo esas acusaciones.

Se puso en pie y replicó:

– Lo haré.

– Están por todo el East End -añadió Carmody con un peculiar e ingenuo tono de esperanza-. Si se lo propone los encontrará.

Pitt regresó a Keppel Street antes de seguir las recomendaciones de Carmody. Para averiguar algo en el East End debía llevar ropa menos llamativa. Para fastidio de Charlotte, en casa guardaba prendas con los bordes raídos, salpicadas de barro, así como botas desgastadas a las que en varias ocasiones había tenido que poner suelas nuevas.

Vestido con esas ropas llegó alrededor de mediodía a Bishopsgate, donde se mezcló con los vendedores ambulantes, los oficinistas y los trabajadores. En esa zona de la ciudad, hombres, mujeres y niños trabajaban incansablemente a fin de conseguir lo imprescindible para sobrevivir: fabricaban muebles baratos, trenzaban cestas, remendaban ropa y comerciaban con todo lo que la gente estuviese dispuesta a comprar. Las calles estaban atestadas, sucias y eran ruidosas. El olor a basura, hollín y apretada humanidad se adhería a la nariz y a la garganta. Algunas vacas y cerdos hocicaban entre los desperdicios del mercado en busca de algo comestible. Los perros olisqueaban esperanzados y los gatos perseguían ratas.

Pitt ya se había quitado de los bolsillos los objetos de valor y deambuló por Bishopsgate sin preocuparse por los hurtos. Cruzó Camomile Street, Wormwood Street y a continuación Houndsditch hasta llegar a la Dirty Dick, situada a laderecha. Durante el reinado del soberano francés Luis XVI se laconocía como «Puertas de Jerusalén». Indudablemente había perdidocategoría.

La puerta estaba abierta; un hombre fornido y con el pelo pegado a la cabeza hacía rodar un barril por la acera, hacia la trampilla que daba a la bodega.

Pitt se detuvo a su lado.

El hombre levantó la cabeza, la ladeó y dijo:

– Dentro hay alguien que le servirá lo que pida.

– No quiero cerveza -repuso Pitt y no se movió un centímetro.

El hombre enderezó lentamente la espalda.

– Y usted, ¿quién es? -Su tono estaba lleno de desconfianza. Miró a Pitt de arriba abajo y entornó los ojos-. Es la primera vez que lo veo por aquí -añadió en tono acusador.

Pitt decidió que no faltaría del todo a la verdad.

– No he estado mucho por aquí. Suelo trabajar en la zona de Bow Street.

El hombre soltó sapos y culebras por la boca, pero su voz sonó desesperada y colérica.

Pitt decidió esperar, ya que percibió que algo iba mal, aunque no sabía de qué se trataba.

La expresión del hombre era amarga.

– ¡No pienso darle nada! Esta semana ya he pagado y no tengo más. ¡Cierre la taberna si quiere! ¡Vamos, hágalo! ¡Así ya no conseguirá nada! ¡Son unos cabrones repugnantes!

– No le he pedido nada -puntualizó Pitt lentamente-. ¿Qué le ha hecho pensar que vengo a buscar dinero?

El rostro del hombre hizo una mueca de desdén, entreabrió los labios y dejó al descubierto unos dientes amarillentos.

– Me está cortando el paso. Dice que no quiere cerveza. ¿Me toma por tonto? Le aseguro que no lo soy. Tampoco pienso pagarle. ¡Haga lo que le venga en gana! No tengo nada.

A Pitt se le cerró la boca del estómago. Tal como había dicho Carmody, el tabernero pensaba que había ido a buscar dinero a cambio de protección.

– Nadie debe pagar más de una vez -coincidió-. En ese caso es mejor no pagar…

– ¿Y que me muelan a palos? -preguntó el hombre fuera de sí-. Diga, ¿quién me ayudará? ¿La policía? -Escupió al suelo, junto a los pies de Pitt, pero estaba a punto de llorar de desesperación. Se le atragantaron las palabras-. ¡Vamos, lárguese! ¡No tengo nada para usted! ¡Máteme y seguiré sin tener nada! ¡Si quiere dinero, quítese del medio y déjeme trabajar!

El tabernero se irguió con los puños cerrados y los hombros rígidos, como si estuviera a punto de perder el control y empezar a dar golpes; probablemente porque ya no le quedaba nada que esperar, ya no tenía con que luchar, salvo los puños. Estaba lo bastante desesperado como para desear que esa situación tocase a su fin.

– Dígame quién le pide dinero y me encargaré… -comenzó a decir Pitt, pero enseguida se dio cuenta de que era inútil. Por mucho que se esforzase por negarlo, era el enemigo. Al menos para el tabernero así era-. Escuche… -insistió.

El hombre avanzó un paso, con la cabeza baja y los músculos en tensión, dispuesto a lanzar el puñetazo.

Pitt retrocedió, se dio la vuelta y se alejó. Ni había manejado bien la situación ni aprendido algo útil. El tabernero estaba convencido de que sus torturadores eran policías, pero Pitt necesitaba nombres, cuentas, horas de recogida, algo demostrable. Tendría que esforzarse mucho más.

Subió por Bishopsgate, giró a la izquierda tras pasar frente al vendedor de cordones de la esquina de Brushfield Street y se encaminó hacia el mercado de Spitalfields. Tres mujeres discutían junto al bordillo. Un niño lloraba a moco tendido. Pasó un crío deshollinador; tenía los hombros redondos e iba manchado de hollín. Media docena de golfillos jugaban hábilmente a los dados en la acera, los lanzaban al aire y los atrapaban al tiempo que movían otros que utilizaban como fichas. Era un buen ejercicio para mantener los dedos ágiles, un buen adiestramiento para coger carteras ajenas con rapidez y sin que la víctima se diese cuenta.

Pitt pasó frente a casas destartaladas, antaño hogares y talleres de comerciantes de seda, que en aquel momento vivían tiempos más difíciles si cabe. Pasó el carro de un vendedor ambulante, la narria de un cervecero y carretas cargadas de carbón y maderos, que se dirigían hacia el puerto.

Al llegar a la taberna Ten Bells, entró y pidió una pinta de sidra. Dejó que durante unos segundos su sabor fresco arrastrara el gusto amargo de las calles.

Reparó en que la tabernera lo observaba discretamente, ya que era forastero. Se trataba de una mujer menuda, metida en carnes y con el pelo rubio que escapaba de las horquillas, pero no dejaba de sonreír. Saludaba por su nombre a la mayoría de los presentes. Su negocio era próspero.

Pitt se acercó a la barra y pidió otra pinta de sidra, así como una ración de pan con queso. La mujer se lo entregó sin dejar de sonreír, aunque su mirada era desconfiada. A corta distancia Pitt reparó en que la piel del cuello blanco de la tabernera estaba algo flácida y surcada de delgadas arrugas. Pese a su energía y su buen humor, hacía mucho que había pasado de los cuarenta.

– Gracias -dijo Pitt tras coger la pinta y el plato-. Tiene un buen establecimiento, hay mucha actividad.