La mujer le clavó la mirada. Pitt supo que ya se había dado cuenta de que le causaría problemas. Detestaba aquella situación, pero necesitaba la información.
– La suficiente -masculló la mujer y simuló que seguía siendo bien recibido.
– La suficiente como para compartir una parte de los beneficios -replicó. Más que una pregunta, fue una afirmación. La expresión cálida de la tabernera se esfumó. -Yo ya pago… -declaró fríamente.
– ¡Lo sé! -Pitt no permitió que siguiese protestando-. Y no se puede pagar dos veces. También lo sé. Por eso le propongo que me pague. Me ocuparé de todo. Págueme, pague menos pero ocúpese de hacerlo regularmente.
– Sí, claro -añadió la tabernera con amargura-. ¿Y qué hago cuando el otro se presente? ¿Le digo que no tengo nada y que se vaya por donde ha venido?
– No. Dígame cuándo vendrá y qué aspecto tiene y yo me ocuparé de él.
La mujer enarcó las cejas y paseó la mirada a su alrededor.
– ¿Seguro? ¿Usted y quién más? ¡Son centenares! ¡Es la maldita fuerza policial al completo! Si quita a uno, dos más ocupan su lugar. Dígame, ¿cuántos hay como usted?
Pitt reflexionó unos segundos antes de responder:
– No se preocupe por eso. Dígame quién es, cuándo se presenta, qué aspecto tiene y yo me desharé de él. Solo entonces tendrá que pagarme. -La tabernera estaba atemorizada y desconfiaba. Su mirada dejó traslucir la certeza de la derrota. Pitt experimentó tal arrebato de furia que alteró su expresión, por lo que la mujer retrocedió. Habría querido disculparse, pero habría echado a perder cuanto había conseguido-. ¿Cómo se llama?
– Jones. Lo llamamos Jones el Bolsillo.
– ¿Qué aspecto tiene?
– Tiene la nariz afilada y el pelo negro -repuso y esbozó un puchero-. No es muy alto. No puedo decir si es flaco o gordo porque, tanto en verano como en invierno, lleva un abrigo muy holgado. Debajo podría haber cualquier cosa.
– ¿Viene regularmente?
– Como los impuestos y la muerte.
– ¿Cuándo?
– Todos los miércoles. Más o menos a media tarde, cuando apenas hay clientela.
– El próximo miércoles hará su última visita -aseguró Pitt con profunda satisfacción.
La tabernera confundió esa alegría con la codicia que había manifestado un rato antes. Se encogió ligeramente de hombros.
– Me da exactamente lo mismo pagarle a él o pagarle a usted. Es igual. Pero no puedo pagar dos veces porque entonces no puedo saldar cuentas con el cervecero y nos quedaríamos todos sin nada.
Pitt se volvió, anduvo sobre el suelo cubierto de serrín y salió a la calle, pero enseguida se arrepintió, regresó e intentó darle ánimos y convencerla de que la situación no tardaría en cambiar.
Al anochecer se encontraba en la entrada del callejón donde se alzaba la casa en la que se alojaba Samuel Tellman. Esperaba a que este regresara. El viento era más fresco y parecía que iba a llover. Pitt pasó el peso del cuerpo de un pie al otro. Le había dado vueltas y más vueltas al problema y había llegado a la conclusión de que no había otra solución sensata. Tellman trabajaba en Bow Street. Era el único que podía haber oído o visto a los que estaban implicados en la corrupción, aunque no formara parte de ella.
El viento era cada vez más frío y empezaba a lloviznar. Pitt se levantó el cuello de la chaqueta y se pegó a la pared. Las dudas lo carcomían. Tal vez los anarquistas no eran en absoluto ingenuos y pretendían manipularlo. Su objetivo principal era sembrar el caos. ¿Había un modo mejor de conseguirlo que enemistar a la BrigadaEspecial con la policía y crear sospechasentre ambas? Tal vez también hacían lo mismo, pero al contrario.Cabía la posibilidad de que en ese mismo momento alguien estuvieradiciéndole a la policía que Narraway era el responsable delatentado con bomba y del asesinato de Magnus Landsborough, que deese modo crearía su propio círculo de poder. Pitt no se lo creíapor nada del mundo, pero tampoco estaba en condiciones dedemostrarlo. Se sorprendió de lo poco que realmente conocía aNarraway.
Un anciano con el pelo blanco que asomaba por debajo del bombín caminó deprisa por el redondel de luz de la farola y se perdió a lo lejos. Segundos después apareció Tellman, delgado, chupado de cara y con los hombros rígidos.
Pitt abandonó las sombras del callejón y caminó por el empedrado. Lo alcanzó en el mismo momento en el que Tellman llegaba a la puerta de su casa. Su antiguo compañero se volvió, sorprendido.
– Necesito hablar contigo -dijo Pitt a modo de disculpa-. Tenemos que hablar en privado.
No se atrevió a decir que fueran a las habitaciones de Tellman. Pero quería pedirle un favor y era fundamental que no los vieran juntos; de lo contrario, habría propuesto que acudiesen a cualquiera de las tabernas próximas.
Tellman se mostró receloso. Echó un vistazo a la penosa vestimenta de Pitt, pero lo conocía lo suficiente como para saber por qué la llevaba.
– ¿Qué ha pasado? -Tellman se puso rígido-. No tiene nada que ver con Gracie, ¿verdad?
Pitt sintió una punzada de culpa por no haber sido claro desde el principio. Tellman había sido testigo de su cortejo pausado, tierno y comedido y de lo mucho que se preocupaban el uno por el otro.
– No -se apresuró a responder-. Se trata de un asunto policial.
Las facciones de Tellman se tensaron.
– Pasa. Ahora ocupo una habitación mejor, más grande.
En lugar de esperar a que aceptase, abrió la puerta con su llave y se internó por el pasillo estrecho, con suelo de linóleo y cuadros colgados de la pared. Del fondo de la casa llegó un agradable olor a comida, con un intenso aroma a cebolla. Pitt se dio cuenta de que estaba hambriento.
Tellman subió la escalera hasta el primer piso y abrió la puerta de la habitación que daba a la calle. Era amplia; había una cama con el cabezal de latón en una esquina, una mesa y una silla junto a la ventana y dos sillones tapizados cerca de la chimenea en la que las brasas ardían. Invitó a Pitt a sentarse y, tras aflojarse los cordones y quitarse la chaqueta, ocupó el otro sillón.
Pitt fue directamente al grano.
– Tiene que ver con el atentado de Myrdle Street -dijo sin más preámbulos-. Han sido los anarquistas. Hay un muerto y hemos cogido a dos. Uno, o quizá dos, han escapado. -Tellman aguardó. Sabía que Pitt no le pediría ayuda para encontrarlos-. He interrogado a los que detuvimos. Son jóvenes, ingenuos y se oponen enérgicamente a lo que ellos consideran males sociales… concretamente, a la corrupción policial. -Escrutó el rostro de Tellman para ver si mostraba cólera o un intento de esconderla. No vio nada. Simplemente, Tellman se mostró cauto, a la espera de que le diese una explicación-. Lo primero que me planteé es por qué atacaron Myrdle Street. Al principio me pareció que lo habían elegido al azar. Después me enteré de que la casa del medio, la que destruyeron, pertenece a un policía de Cannon Street apellidado Grover.
Tellman asintió lentamente.
– Lo conozco.
– ¿Qué puedes decirme de él?
– Es un hombre importante, de alrededor de cuarenta y cinco años y constitución fuerte. -Tellman lo veía en su mente al tiempo que lo describía-. Pertenece al cuerpo desde que tenía más o menos veinte años. Ascendió a sargento pero, al parecer, no pretendió llegar a más. Conoce como la palma de su mano las calles y a la mayoría de las personas que se mueven por ellas. No hay un solo redactor callejero de cartas y peticiones, un encubridor o un falsificador que no conozca por su nombre o por su oficio.
– ¿Cómo lo sabes?
Tellman apretó los labios.
– Por su fama. Si quieres saber algo de lo que ocurre en la zona de Cannon Street, pregunta a Grover.
– Entiendo. Según al menos dos fuentes, algunos policías cobran por proteger las tabernas del sector de Spitalfields -prosiguió Pitt-. Lo he comprobado personalmente en la Dirty Dicky la Ten Bells.Un hombre al que llaman Jones el Bolsillo va arecoger el dinero cada miércoles a media tarde.