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Narraway se dio cuenta en el acto, giró sobre los talones y echó a andar hacia el coche de dos ruedas.

Pitt se sintió impelido a actuar y alcanzó a Narraway en el momento en el que este subía al coche y ordenaba al conductor que regresara a Fordham Street y girara al este.

El hombre obedeció en el acto, agitó el largo látigo por encima de las ancas del caballo y lo azuzó. Torcieron a la izquierda, cruzaron Essex Street casi sin aminorar el paso y vislumbraron otro coche de dos ruedas, que desapareció hacia el norte por New Road, en dirección a Whitechapel.

– ¡Tras ellos! -ordenó Narraway.

No hizo caso del restante tráfico matinal, compuesto de carros y carretas de reparto, que se apartaron y se apiñaron.

No había habido tiempo de plantearse quiénes habían colocado las bombas pero, cuando torcieron por Whitechapel Road y pasaron frente al hospital de Londres, Pitt reflexionó sobre la cuestión. Hasta entonces las amenazas anarquistas habían sido desorganizadas y no habían planteado exigencias concretas. Londres era la capital de un imperio que abarcaba prácticamente todos los continentes de la tierra, así como las islas que había entre ellos, y también el puerto más grande del mundo. Constantemente llegaban gentes de todas las nacionalidades; en concreto en los últimos tiempos, habían arribado inmigrantes de Letonia, Lituania, Polonia y Rusia deseosos de escapar del poder del zar. Otros, que procedían de España, Italia y, sobre todo, Francia, se trasladaron con intenciones más volcadas hacia el socialismo.

Pitt vio que, a su lado, Narraway estiraba el cuello y mantenía rígido su delgado cuerpo. Miró hacia un lado y luego hacia el otro en su intento de localizar el coche de dos ruedas. Whitechapel se había convertido en Mile End Road. Pasaron frente al inmenso bloque de la cervecería Charrington, que se alzaba a la izquierda.,

– ¡No tiene el menor sentido! -declaró Narraway apretando los dientes.

El cabriolé que iba delante giró a la izquierda por Peters Street. Apenas había recuperado el equilibrio cuando se esfumó hacia la derecha por Willow Place y después por Long Spoon Lane. El cabriolé de Pitt y Narraway se pasó de largo y tuvo que girar y volver atrás. Para entonces otros dos cabriolés se detuvieron y varios policías descendieron de ellos; el que estaban persiguiendo desapareció.

Long Spoon Lane era una calle estrecha y adoquinada. Las grises casas de vecindad tenían tres plantas y estaban mugrientas y manchadas por el humo y la humedad de varias generaciones. El aire olía a podredumbre y a aguas residuales.

Pitt miró a un lado y a otro, al este y al oeste. Vio varios portales clausurados con tablas. Con los brazos en jarras, una mujer corpulenta bloqueaba la entrada de una casa y observaba con cara de pocos amigos la alteración de su rutina. Al oeste se cerró una puerta y cuando dos agentes la golpearon con los hombros no cedió. Volvieron a intentarlo varias veces, pero no hubo suerte.

– Deben de haber puesto una barricada -comentó Narraway con gran seriedad-. ¡Atrás! -ordenó a los policías.

Pitt sintió un escalofrío. Seguramente Narraway temía que los anarquistas estuviesen armados. Era absurdo. Dos horas antes estaba en la cama, medio dormido, junto a Charlotte; su cabellera, que atravesaba la almohada, parecía un río oscuro. El sol de primera hora había formado una línea brillante que se colaba entre las cortinas; fuera, en los árboles, piaban los afanosos gorriones. Y en aquel momento temblaba mientras observaba la horrible pared de una casa de vecindad en la que se ocultaban los desesperados jóvenes que habían echado abajo una hilera de viviendas.

En la calle había doce agentes; Narraway había asumido el mando, hasta entonces ostentado por un sargento. Envió a algunos efectivos a otros callejones. Con frío pesar, Pitt comprobó que estos portaban armas. Llegó a la conclusión de que no había otra opción. La colocación de bombas era un delito de gran violencia y poco corriente. No habría tregua para quienes lo habían cometido.

La calle se encontraba extrañamente tranquila. Con los faldones aleteantes, el rostro tenso y la boca convertida en una delgada línea, Narraway volvió tras dar instrucciones a sus efectivos.

– Pitt, no se quede quieto como una condenada farola. Al fin y al cabo, es hijo de un guarda de caza… ¡no me dirá que no sabe disparar! -Con los nudillos blancos, levantó un fusil y se lo entregó.

Pitt estaba a punto de replicar que los guardas de caza no disparan a la gente, pero se dio cuenta de que no solo era una impertinencia, sino una falsedad. Más de un cazador furtivo había acabado con el trasero lleno de postas zorreras. Cogió el arma a regañadientes y, por último, las municiones.

Retrocedió hasta el lado más alejado de la calle. Sonrió con cierta ironía cuando vio que se había colocado tras la única farola que había. Narraway se mantuvo al amparo de los edificios de la acera de enfrente, caminó rápidamente a lo largo de la estrecha acera y ordenó a los policías que se pusieran a cubierto como él. Con excepción de sus pisadas no se oía sonido alguno. Habían retirado caballos y coches para que no corriesen peligro. Todos los que vivían en esa calle se habían refugiado en el interior de sus casas.

Los minutos se hicieron eternos. No hubo el menor movimiento. Pitt se preguntó si tenían la certeza de que los anarquistas se encontraban allí y, automáticamente, echó un vistazo a los tejados. Eran escarpados, demasiado abruptos como para que hubiera un asidero, y no se veían buhardillas ni tragaluces a través de los que salir.

Narraway se acercaba. Al reparar en la mirada de Pitt, una llamarada de humor iluminó fugazmente su rostro.

– Se lo agradezco, pero no lo haré -aseguró secamente-. Si decido enviar a alguien a los tejados no será a usted. Tropezaría con los faldones. Antes de que me lo pregunte, le diré que sí, que he enviado efectivos a la parte de atrás y a ambos extremos. -Con gran cuidado se situó entre Pitt y la pared. Pitt sonrió. Narraway dejó escapar una especie de gruñido y acotó con acritud-: No pienso esperar todo el día. He pedido a Stamper que vaya a buscar unos carros viejos, algo lo bastante sólido como para absorber un puñado de balas. Los volcaremos para refugiarnos detrás y luego entraremos.

Pitt asintió y lamentó no conocer mejor a Narraway. Todavía no confiaba en él tanto como en Micah Drummond o en John Cornwallis, sus compañeros cuando él solo era un simple policía de Bow Street. Los respetaba y comprendía sus obligaciones. También había sido profundamente consciente de su humanidad y de sus debilidades, así como de sus aptitudes.

Pitt jamás se había propuesto formar parte de la BrigadaEspecial. El éxito que había tenido contrala poderosa sociedad secreta conocida como Círculo Interior habíaoriginado su aparente desgracia, ya que le había costado el cargoen la Metropolitana. Porsu propia seguridad y para darle algún tipo detrabajo, le habían asignado un puesto en la Brigada Especial y trabajaba paraVictor Narraway. En Bow Street, Harold Wetron, miembro del CírculoInterior y por entonces jefe de la sociedad secreta, habíadesbancado a Pitt.

Este se sentía inseguro y con demasiada frecuencia metía la pata. Con sus secretos, su tortuosidad y sus motivaciones medio políticas, la Brigada Especial exigía ciertashabilidades que apenas había empezado a asimilar; además todavíacarecía de parámetros para evaluar a Narraway.

También era consciente de que, de haber seguido ascendiendo en Bow Street, no habría tardado en perder su conexión con la realidad del crimen. Su compasión por el dolor que causaba habría disminuido. Todo se habría vuelto de segunda mano, particularmente su capacidad de influir en las decisiones.

Su situación actual era mejor, aunque supusiera permanecer en una calle fría junto a Narraway, a la espera de tomar por asalto una fortaleza anarquista. El momento de la detención jamás era sencillo ni agradable, ya que el delito suponía una tragedia para otro ser humano.